Escrito con la excusa de la lectura de Dígame quién soy yo, madre, primera novela del hasta ahora tan sólo editor Juan Hernández, este texto reflexiona no sólo sobre el debut novelístico del editor de Germinal, sino también sobre las raíces en las que se aferra toda narración familiar.

 

Como todo texto que nos parece significativo, Dígame quién soy yo, madre de Juan Hernández redefine nuestra manera de leer, lo que pensamos de la literatura y, si somos escritores, lo que intuimos de nuestra propia obra. En ese sentido, yo no soy el lector ideal del relato Dígame quién soy yo, madre, no porque esté demasiado lejos, sino por lo contrario. Al terminar de leerlo, no intenté ensayar ninguna impostura para escribir sobre ella -como hablar de la influencia de Lobo Antunes en su estilo, el uso del presente para construir la asfixiante intemporalidad que encierran las relaciones familiares, la construcción social de la institución familiar como sistema represivo o el personaje de la madre como arma de destrucción masiva, por ejemplo, entre otros temas que apenas enumero- sino cómo enfrentarme a unas palabras que, en otro contexto socioeconómico y generacional, pude haber escrito yo mismo, como cuando escribe: “Mi familia es un país lejano al que nunca quise regresar”, “y me decís esa palabra que nunca supe pronunciar: papá”, “El amor mata”, “mamá es el cáncer que me invade” o “Intenté acabar con la herencia de mi familia muchas veces”.

Todo libro proviene de unas palabras ya dichas y va hacia otras que se dirán en una cadena intertextual, que añadirán sus lectores futuros. En este caso, como al final de algunos de mis propios textos, o en mi último libro de poesía, me vuelvo a preguntar si el dolor no es mudo, si el dolor tiene palabras, si el dolor es com/partible más allá de la narrativa que lo circunda. El dolor, sin duda, está más allá, en los intersticios de lo no dicho como un grito con la boca borrada.

Hay una fotografía de un autor que detesto como personaje, Ernest Hemingway, en que se muestra escribiendo frente a un espejo –como en el archiconocido grabado de Escher de la mano dibujándose a sí misma-, en que parece que lo que escribe Hemingway se proyecta del otro lado de la pared y cobra forma en una realidad paralela, como si el escritor estuviera escribiendo que está escribiendo y fuéramos capaces de ver físicamente lo que escribe. Esa es la sensación inquietante que me produce Dígame quién soy yo, madre.

De vez en cuando mi hijo menor me hace la típica pregunta de adolescencia: “y si vos fueras tal cosa, ¿qué serías?” Y si vos tuvieras que hacerte un tatuaje, ¿qué tatuaje te harías?, me pregunta. Yo invariablemente le contesto que un corazón atravesado por un puñal. Y le digo eso porque yo ya tengo un tatuaje que es una marca de nacimiento sobre el borde externo de la muñeca izquierda y que dice orfandad. Mi nombre es orfandad, podría decir ese tatuaje escrito con la letra impecable de maestra de escuela de mi madre y que el Parkinson y la locura tornaron temblorosa.

De la orfandad –real, física, metafísica, simbólica o adquirida- nace la literatura o al menos esta literatura que Juan y yo –y otros- escribimos. Los huérfanos nos reconocemos como lo hacen los perros al olisquearse la mierda, perros que, en el inframundo literario de Juan, son mensajeros y víctimas de la crueldad extrema de los seres humanos. Este reconocimiento a partir de lo perdido me ha pasado con otros escritores como la uruguaya Claudia Amengual o el mexicano Julián Herbert –autor de la extrema y maravillosa Canción de tumba-.

Después de leer su relato -¿novela?-, puedo entender por qué Juan quiso reeditar algunos de mis textos en que la palabra padre es un concepto vacío y papá -a diferencia de mamá- no existe ni siquiera en las palabras. O pude entender por qué hay momentos en que cobra sentido la frase del asesino serial Carl Panzram: “Desearía que la humanidad tuviera un cuello, así podría ahorcarla”.

Y es ahí donde cobra sentido, repito, en un mundo sin sentido, la escritura literaria. Escribimos para no convertirnos en asesinos seriales –de nosotros mismos y de los otros-, para depositar nuestros instintos primarios en otro objeto, porque, como lo demuestra Juan en su relato, la persona que comienza a escribir un libro no es la misma que lo termina. O como dice Thomas Bernard en Corrección: “Escribir sobre la infelicidad suprema puede llevar a la felicidad suprema”. O como vuelve a decir Juan en una frase majestuosa y terrible: “No se puede matar lo que no vemos por la noche”. Hay que volverlo visible, hay que reconocerlo, nombrarlo, aunque sea en el silencio ruidoso del rencor.

Dígame quién soy yo, madre me habla de un mundo de orfandades que reconozco. Como hay muchas orfandades, aclaro que Juan habla tanto de una orfandad de padres y madres como de una especie de orfandad al revés que es la del padre despojado de su hijo y de la pérdida de la patria potestad. La patria-matria amputada del padre-madre que quiere redimir su herencia maldita, que debe matarse en lo que odia para amarse en lo que más ama.

Historia de no padres e hijos, historia de padres y no hijos, historia de palabras -padre, madre, familia, abuelo, abuela- que se persiguen como sombras sin encontrarse, que parten a la mitad lo que significan porque dicen lo contrario de lo que deberían significar o no dicen nada. En esta doble orfandad, de tener lo que no se tiene y de perder lo que se tuvo, en la peor desgarradura, Juan construye su desesperado alegato por una identidad. Dígame quién soy como pregunta básica, como búsqueda de la figura paterna-materna en tanto origen de una identidad posible. Por lo tanto, parricidio-matricidio-suicidio de lo que no soy para poder ser lo que quiero ser. En este punto, el narrador y el lector nos separamos quizá porque yo soy optimista y pienso que las cosas siempre pueden ser peor.

El narrador mata su pasado para construir su futuro. Pero, ¿es posible dejar que pase el pasado? ¿No está vivo siempre? Por eso es que, en palabras de Juan, aunque toque a la puerta lo ominoso nunca hay que abrirle la puerta. De todas formas tocará todos los días, a cada hora, a cada instante, mientras estemos vivos, mientras resignifiquemos la sobrevivencia a través de las palabras.

Dígame quién soy yo, madre es un desgarrador y luminoso testimonio de sobrevivencia. En un momento en que casi toda la literatura es superflua, este relato descubre una voz poderosa que exhala el sentido final de la vida, que es hacerse a uno mismo a partir de los restos de lo que fuimos.

 

Carlos Cortés

Carlos Cortés (San José, 1962) es uno de los más prestigiosos escritores de Costa Rica. Fue el editor del diario más importante del país, La Nación, y sus libros han recibido diversas distinciones. De entre ellos destacan Cruz de olvido (1999), La gran novella perdida. Historia personal de la narrativa costarrisibile (2007) y su más reciente novela, Larga noche hacia mi madre (2013).

Todo texto es un Palimpsesto, pero más todavía los que versan sobre otras producciones culturales. Haciendo un leve homenaje a Genette, en Palimpsestos se recogerán los textos críticos. En penúltiMa la crítica es meditación y diálogo. Los textos que pasan a entretejerse con aquellos de los que hablan.
La imagen que ilustra esta reseña de Carlos Cortés es un retrato de Juan Hernández realizado por Guillermo Barquero, puede conocerse más sobre su labor sobre fotógrafo en su página web: http://www.guillermobarquero.com/