El ensayista Martín Cerda se acerca aquí a la figura, determinante para la literatura chilena y acaso demasiado poco conocida fuera de ella, de Juan Luís Martínez, el autor de experiencias únicas que trascienden la mera idea de la lectura como La nueva novelaLa poesía chilena

 

 En un país de lenguajes estatuarios, de minicensores “bien educados” y de algunos hijos de Nadja pasados al “bando” de María, pareciera lógico que Juan Luis Martínez no exista. No cabe, pues, sorprenderse que, en un reciente catastro de “iniciativas culturales”, el Gran Actuario local de la Revolución surrealista lo ignore. El propio Martínez lo había previsto en La nueva novela: “Nada es bastante real para un fantasma”. Ni el Padre Ubu, ni Peret —a causa, posiblemente, de El deshonor de los poetas—, ni tal vez el autor de Al país de Elisa.

Martínez no se inquieta por desdenes.

(Ahora, en un orden distinto —dirá para sus adentros el Gran Actuario—, anticipo perdón a la pléyade de poetas ilustres que me han precedido en nuestro Parnaso, por la infame afrenta que, profanando, pienso yo, lo más sagrado de nuestro ser, se llama La poesía chilena. Invoco, una vez más, al “Gran Poder” para que impida que a nuestra amada casa fantasma le corten la luz, por obra de…).

Martínez, retomando el sentido lúdico de la creación, desmonta los lenguajes petrificados, remueve el “museo imaginario” e invierte el orden de la biblioteca, para armar luego sus objetos: sistemas de signos que, posiblemente, sólo dicen que, en la farsa del mundo, ya nada significa nada. Zona de peligro en la que, en vez de refugiarse en algún falso convento, se adelanta para trabajar los escombros, restos de frases, trozos de imágenes, certificados que acreditan que un muerto está muerto. Zona de peligro —región del “perfecto nihilista” (Nietzsche)—, en la que la escoria nuevamente significa algo, y en la que el hombre descubre la “descomposición de una época” (Benn), la “muerte de Dios” o su propio suicidio.

Juan Luis Martínez es, sin duda, un transgresor de ese orden mítico que los escritores tramposos inventan para esconder los desórdenes del mundo. Es la anti-trampa: la rebelión lúcida contra tantos empresarios del “salvajismo” ritual, controlado o domesticado. En un violento “manifiesto” contra Sartre, Breton decía que hasta el no estaba prostituido en nuestros días. Tenía razón. Martínez no se agremia, no reniega del Primer Manifiesto, ni del segundo, ni de la sombra de Crevel, ni de la enseñanza de Bataille. No repite sino esas verdades elementales que siempre se está obligado a repetir.

En un país, donde lo usual es el cambio de lenguaje, la mitomanía y la palinodia, Juan Luis Martínez es más real que todos los fantasmas del Gran Actuario, que el “ni-ni” (Barthes) de los minicensores y que la biblioteca de libros estúpidos que, como Desnos, cualquier incauto puede sin dificultad reunir.

 

Nota literaria fechada el 13 de enero de 1979, correspondiente a sus entregas intituladas “Fragmentario” del periódico de circulación nacional Las Últimas Noticias

 

Martín Cerda nació en Antofagasta en 1930. Realizó sus estudios básicos en Viña del Mar, en el colegio los Padres Franceses. Desde entonces su pasión fundamental fueron los libros, especialmente la literatura y la cultura francesa. Por esta razón, a los 21 años viajó a París, con el propósito de conocer e imbuirse en la corriente intelectual encabezada, en esta época, por los existencialistas Jean Paul Sartre, Boris Vian, Albert Camus, Ives Montand, Simone de Beauvoir entre otros. Se matriculó en la Universidad de La Sorbonne para estudiar derecho y filosofía, allí entró en contacto con obras de escritores franceses y europeos fundadores del pensamiento moderno. Así, Cerda fue uno de los primeros escritores chilenos en estudiar a los intelectuales europeos de la década de 1950, adquiriendo con ello una erudición que lo posicionó como el único autor con la capacidad de difundir tales ideas en Chile. Todo esto ayudó a forjar su orientación de ensayista, actividad que abordó con gran entusiasmo, pues esta forma literaria le permitió situarse en la contingencia y dejar constancia de su tiempo. De regreso en Chile, trabajó como columnista en distintos periódicos y revistas, colaboró desde 1960 en la revista semanal PEC, y en el diario Las Últimas Noticias, donde escribió ensayos sobre hechos históricos, literatura, cultura y contingencia chilena. Asimismo, en 1958, participó de un suplemento del diario La Nación llamado «La Gaceta». Por otra parte, en esta época formó parte del ambiente intelectual chileno, integrándose a discusiones literarias en cafés y en tertulias y dando charlas. En 1970 resolvió abandonar Chile y establecerse en Venezuela desde donde siguió enviando artículos para Las Últimas Noticias. Además trabajó en un suplemento literario de un periódico de ese país. En 1982 publicó su primer libro, La palabra quebrada: ensayo sobre el ensayo, en el que propuso un recorrido por la historia de este género, desde sus orígenes. En 1984, asumió la presidencia de la Sociedad de Escritores de Chile, cargo al que renunció el 3 de marzo de 1987, porque quería dedicarse por completo a la preparación de otros libros de ensayos. Ese mismo año, publicó Escritorio, un largo texto donde reflexionó sobre el oficio del escritor. En 1990, obtuvo la beca Fundación Andes para llevar a cabo tres proyectos de investigación en la Universidad de Magallanes (Umag): Montaigne y el Nuevo Mundo; Crónicas de viajeros australes y una completa bibliografía de Roland Barthes. Esta experiencia lo motivó a trabajar en la ciudad de Punta Arenas, donde había descubierto una escena literaria fecunda y una activa vida académica.Sin embargo, a los pocos meses de haberse instalado, en agosto de 1990, la Casa de Huéspedes del Instituto de la Patagonia, donde estaba alojado, sufrió un incendio que destruyó casi por completo su biblioteca personal y sus manuscritos próximos a ser publicados. Esta catástrofe le asestó un duro golpe del cual nunca logró recuperarse. Luego de sufrir un paro cardíaco a fines de ese mismo año, debió ser sometido a una intervención quirúrgica que, en definitiva, no resistió. Murió el 12 de agosto de 1991. Dos años después, los investigadores Pedro Pablo Zegers y Alfonso Calderón publicaron dos libros recopilatorios de sus ensayos dispersos en libros y revistas. Más tarde, el prólogo de Martín Hopenhayn a la última edición (2005) de Palabra quebrada; ensayo sobre el ensayo, marcó la reactivación de las lecturas e interpretaciones en torno a su obra, que vino a confirmar la publicación de Escombros: apuntes sobre literatura y otros asuntos, volumen de textos inéditos con edición y prólogo también a cargo de Calderón