Novela recientemente publicada por Alfaguara en Argentina, en «Los hombres más altos», el escritor patagónico Martínes Siccardi se acerca a la epopeya del pueblo tehuelche, y es a esa épica originaria revisitada por el autor contemporáneo a la que se acerca Claudia Aboaf en este texto que sirvió, también, como introducción en la presentación del libro en Buenos Aires. Aquí lo compartimos con los atentos lectores de penúltiMa.

 

Sabemos que los mitos son mitos porque nadie es dueño y todxs lo somos. El mito no necesita acreditación ni verificación, es herencia colectiva, viene de lejos, del pasado y son narrativos, como la búsqueda del animal mítico en este libro, pero ¿cómo perduran? Pertenecen a la memoria comunitaria y, como dicen los antropólogos, ofrecen a quienes los albergan y difunden “una carta de fundación”.  Son historias que dan sentido al mundo.

Manuel, el protagonista, va a salir desesperado en busca de la verificación del mito de un animal unicornio, aunque un mito, como dijimos, no necesita verificación, entonces, ¿qué busca Manuel, el mestizo, el narrador de Los hombres más altos?  Tal vez su pertenencia a esa “carta de fundación” como quien rastrea su certificado de nacimiento. Él quiere ser “un hombre más alto”, parte del que va llamar “el pueblo elegido”: los tehuelches.

La novela abre con una confesión endemoniada, o así es como interpreta el Padre salesiano las palabras de Manuel: “Cuando la bestia se corporiza, entro en un trance y me pierdo dentro de ella y ella se pierde dentro de mí y nos convertimos en una sola cosa”. Pero ¿de qué bestia salvaje habla?

Como dijo el premio Nobel sudafricano J.M. Coetzee acerca de este libro “… Siccardi ha escrito una (…) novela en forma de súplica por la reparación de los derechos de un pueblo pisoteado y vencido.»

Sabemos que la religión dominante sofocó todo mito pagano, para así penetrar con su propia narrativa hasta el origen de la tierra; extraer y destruir, a cruz y bala, los animales-dioses, el orden cósmico de los pueblos originarios y el cuerpo mismo de la Naturaleza.

Manuel quiere unir lo que han separado: religión y mito. Es por eso que va a explotar en sueños que “no son sólo sueños”, sufriendo una relación de fuerzas que no puede soportar ningún cuerpo en soledad: ya gana el mito pagano-ya gana la religión. Las dos tradiciones en una lucha turbulenta. Sólo detiene ese diálogo afiebrado cuando advierte que está en peligro. Entonces, en ese abigarramiento de sangres, en las arterias hinchadas de Manuel, en donde batalla la europa del colonizador contra la hija de la tierra, está el asedio a la diversidad.

Con la adquisición de la cultura salesiana Manuel se va convertir en un magnífico ilustrador naturalista y las pinturas rupestres serán pistas del mito de la bestia cornada. Pero la pregunta de si es posible la fusión de dos culturas estalla de nuevo en Manuel ¿qué hacer con el exterminio de una de ellas?  Él observa a esos indios, “de pie contra la soledad de la meseta santacruceña”.

Transita el apostolado en el frío de la Patagonia, y en ese rumbo cordillerano da con el animal retratado en las pinturas rupestres indígenas, y luego, en un destino europeo, nueve veces nombrado en la biblia.  Sin embargo, la palabra operada como instrumento extractivo cae de nuevo sobre Manuel: “Creer es bueno. Dudar es malo, le dirán en una entrevista eclesiástica. Como hijo de indio y europeo, como hombre de dos mundos y también como futuro sacerdote, como futuro salesiano, ¿cómo piensas acercar la salvación al pueblo tehuelche o a cualquiera de los demás pueblos indígenas de la Patagonia? ¿Cuál es para ti la mejor manera de acercarles la palabra del Señor, de educarlos, de civilizarlos, de ayudar a que esas pobres almas menesterosas alcancen una vida digna? Manuel, en primera persona, nos cuenta que: “con la claridad de un fogonazo comprendí que el salesiano máximo me había colocado ante una bifurcación y que uno de los caminos de esa bifurcación era decirles la pura verdad, decirles que los tehuelches poco tenían de incivilizados, que de qué educación me estaba hablando y que la única indignidad que sufrían era por culpa de los colonizadores, por la manera en que los habían arrinconado en un espacio vital infame, etcétera, etcétera, etcétera, pero también comprendí que por ese camino mi aspiración al teologado terminaría allí mismo”.

Los salesianos, esos habladores-letrados pinzan así el surgimiento de otros saberes, los desvían para que en sus arterias no fluya la sangre india. Manuel se esfuerza por exorcizar el binarismo colonial-indio, pero creyendo ser poseído por la bestia, ese salvaje que debe expulsar, teme por su futuro ¿qué hace el meztizo con esa potencia ambivalente?

Fabian Martinez Siccardi nos enfrenta a la dolorosa situación de dos imperativos antagónicos, en la tradición aymara nombrada como “el alma dividida”, es en esta contradicción colectiva, perversa, que Manuel se va construyendo en una travesía alucinada.

Recordemos que “mestizaje” en la versión oficial, ese alguien mezclado, mezclado de sangre, de cultura, ese alguien, que a la larga dejará su pasado, como que irá tirando al blanco como si eso fuera la ley del mundo”. Sin embargo, Silvia Rivera Cusicanqui en su libro “Utopía cheje” nos dice que ser mestizo es habitar más mundo al mismo tiempo, que el mestizaje revuelve el tiempo porque nos da una noción de pasado en el presente y a la vez genera posibles futuros de prevalencias. No para que desaparezcan, como lo hace la versión oficial, si no que remarca lo que debe sobrevivir para una cultura mucho más moderna según dice Rivera, “más adelantada que el capitalismo nuestro, este pastiche moderno de consumo”. “El mestizaje no es únicamente un alboroto de sangre, dice Libertad Demitrópulos, es también una distancia dentro del hombre, que lo obliga a avanzar, “no sobre caminos, sobre temporalidades”. El dilema del mestizaje del protagonista, surge del fondo de la historia. Este libro nos transporta a 1904 cuando es bautizado Manuel Palacios Ranel en un procedimiento destinado a hacer desaparecer a su madre de los documentos nacionales: ya no se llamará Ranel, borrando así el apellido indigena materno: Palacios está bien, Ranel está mal, Ranel es el mal que hay que desaparecer. Ya lo dijo el periodista Lanata en el 2021 al titular su programa: “Indios al ataque, los nuevos terroristas quieren quedarse con media argentina”, ante el justo reclamo de los pueblos originarios. Sobre la campaña de estigmatización al pueblo mapuche Maristella Svampa denuncia que “muchos sectores están buscando hoy un consenso anti indígena para asociar la lucha mapuche a la violencia, que es una lucha por territorios” Debemos recordar, dice ella, que es una lucha de todos y de todas porque es la defensa de la vida. En contra de la avanzada del extractivismo, por un modo de vida que se integra con la naturaleza.

“Los hombres más altos” no esquiva ese decir Lanatiense que consigna a los mapuches como extranjeros y malditos por luchar, y nos cuenta que a cambio a los tehuelches los denominaban “los verdaderos argentinos amables” aunque igualmente destinados a ser exterminados (sin lograrlo claro, a pesar de tantos esfuerzos continuos) y de la guerra total declarada por el gobierno argentino contra estos pueblos, la llamada Conquista del Desierto.

La incertidumbre de Manuel continúa en ese espacio de fricción y malestar que lo habita, en el purgatorio al que lo ha confinado la religión y que no le permite pacificarse ni sentirse uno, como si ser metizo fuera habitar en una franja intermedia, apenas un retazo de identidad. Sufre la angustia del deculturado, de aquél al que le han metido miedo del indio (a la bestia) que le devuelve su imagen en el espejo y, derrotado por momentos, busca lo homogéneo. Le proponen olvidar, para ser el “el indio bueno” y confía en tener una salida (una salida de sí, ¡cómo hacer esta operación sin enloquecer!), pero la bestia mítica continúa soplándole en la nuca, entonces Manuel ingresa en una zona de peligro, y nosotros lxs lectores entramos con él.

Al acercarnos al final de la novela, se abren nuevas preguntas que no debo adelantar. Pero sí podemos recordar juntxs que si nos acercamos los suficiente unxs a otrxs, podemos ver nuestros puntos o manchas, negras y blancas entreveradas, que todxs somos jaspeados, como tejido y marca corporal.

Chatwin, a quien Siccardi cita, estudió arqueología en Edimburgo y luego de ver un mapa de la Patagonia decidió partir inmediatamente hacia Sudamérica. Estuvo seis meses allí, y escribió el libro En la Patagonia que estableció su reputación como escritor de viajes. Más tarde, algunos residentes de la región contradijeron los eventos descritos en el libro. Se lo acusaba de que conversaciones y personajes que Chatwin citaba como verdaderos eran simplemente ficción ¿podremos acusar a Fabián de padecer del mismo vicio de Chatwin de ficcionalizar la historia? Si.  Podemos leer  “Los hombres más altos” reconociéndonos en el conflicto con el alma abierta, como sucede en las buenas narraciones ? Si.

Después de todo, lxs escritores nunca debemos optar por la realidad porque ya sabemos quienes la construyen.

 

Claudia Aboaf nació en Buenos Aires. Actualmente vive en Tigre. Ha publicado las novelas: Medio Grado de Libertad (Altamira, 2003), Pichonas (Notanpüan, 2014), El Rey del agua (Alfaguara, 2016) y El ojo y la Flor (Alfaguara, 2019). Estas dos últimas son distopías biopolíticas. Tiene cuentos publicas en antologías tanto ganadores en concurso como de ciencia ficción. Ha escrito artículos feministas para diarios y revistas, así como realizado colaboraciones en revistas gráficas y digitales. Ha dictado conferencias en universidades como USAL (Filosofía) : «Narrativas distópicas recientes»  y en «Jornadas de Mitología: Distopías» en la universidad Háskóli Íslands, Reikiavik, Islandia. Da seminarios de literatura y astrología en la Casa Museo Xul Solar enTigre, en el Museo Xul Solar de Buenos Aires y en el Museo Nacional de Bellas Artes.