Al hilo del revuelo mediático relacionada con la supuesta modificación de textos de Roald Dahl, el director de todo esto ha considerado oportuno saltar a la arena para intervenir en torno al asunto.
Leo con inusitado interés (para lo que acostumbro) desde hace un par de semanas los comentarios desatados en la prensa a raíz de la decisión de los propietarios de los derechos de Roald Dahl primero, y más tarde los de Ian Fleming de modificar los textos de ambos para adaptarlos a las nuevas sensibilidades de este siglo xxi. Ha habido comentarios para todos los gustos, pero, en general, todos han tenido un tinte escandalizado, una reacción frente al modo en que el presente pretende teñir con su visión no solo los hechos del pasado, sino también su concepción de prácticamente todo. Hay que celebrar, sin duda, la reacción suscitada que parece contravenir la tendencia que, desde hace unos años, parecía la mayoritaria en lo tocante a estas actualizaciones epidérmicas y, por qué no decirlo, tan bienintencionadas como fútiles, de las producciones culturales del pasado. Se han dado en todos los ámbitos, y en muchos casos, pienso por ejemplo en las disculpas de una de las creadoras de la telecomedia Friends, han propiciado disculpas y lamentaciones. Pero creo que la situación merece alumbrar algunos aspectos que, pese a la avalancha de opiniones, siguen quedando obviados o muy levemente aludidos.
Como bien han explicado algunos, los cambios en los cuentos populares han sido moneda de cambio habitual a lo largo de la Historia. De hecho, las versiones más conocidas de muchos de ellos no son fruto de la tradición más o menos decantada, sino de la fijación que se hizo de los cuentos por parte de compiladores, como es el caso de los hermanos Grimm. Si ellos ya adaptaron esos cuentos a su época, ¿por qué nos resulta hoy tan polémico el encajarlos en nuestras ideas y convenciones actuales? A muchos de esos cuentos tradicionales, de hecho, no se recurre hoy en las versiones recopiladas por los compiladores decimonónicos, sino en la mayoría de los casos por sus adaptaciones audiovisuales, donde Walt Disney se muestra como referente ubicuo, tanto para lo bueno como para lo malo. Y se da el caso de que es una de las sendas más fecundas para la creación contemporánea, como demuestran las frecuentes versiones, más o menos explícitas, de esos cuentos que siguen llenando las estanterías de las librerías, los escenarios teatrales o las pantallas, sean las de las salas de cine o las de nuestras casas a través de las plataformas digitales. Incluso cada cierto tiempo surge algún alma caritativa que tiene a bien adaptar clásicos de la literatura, como el Quijote, al lenguaje de hoy en día. Lectura fácil para los analfabetos digitales sería una colección muy lucrativa y muchos son los que estarían dispuestos a apuntarse al carro, seguro.
Mucho más respetable en ese sentido fue la propuesta, lanzada hace ya unos años por Santiago Alba Rico, en Leer con niños en concreto, donde analizaba la cuestión de modo pormenorizado y productivo, abogando por la creación de una nueva estirpe de cuentos infantiles que ofrecieran modelos y conductas no ya acomodadas al presente, sino que sirvieran como cimiento para un modo nuevo de entender la sociedad, cuentos con familias de todo tipo, con personajes transexuales, entornos sin las losas religiosas o consuetudinarias, etc. No era, no es, una mala apuesta, y en buena medida es una de las vías que muchos de los autores de la literatura infantil están, por fortuna, explorando, así como los nuevos directivos de las productoras cinematográficas que, con tino, apuestan por planteles multirraciales o la plasmación de nuevas afectividades en los productos que ofrecen al público.
Ahora bien, una cosa es hacer una versión propia de, por ejemplo, Caperucita roja, y otra es hacer una versión de Charlie y la fábrica de chocolate o de Matilda. ¿Por qué? Muy sencillo, las de los Grimm eran ya versiones de cuentos tradicionales, pero los libros de Dahl tienen un autor concreto, que decidió publicar un texto ya determinado. Convertir esos textos en patrimonio popular supone, también, enajenarlos de su autoría, y eso hace que las tensiones se hagan más patentes.
La mayoría de los comentarios desencadenados ante el anuncio de estas nuevas versiones han evidenciado el cariz del pensamiento hegemónico del presente: la censura debe ser evitada y los textos no pueden ser alterados al amparo de una visión distinta a la que existía en el momento en que se concibieron. Todos de acuerdo en eso y muy contentos de conocernos. Los progresistas se felicitan ante una victoria más frente a la censura, sin preguntarse de qué censura hablamos. Los reaccionarios celebran que, frente al acoso de lo políticamente correcto urdido desde las cavernas radicales los textos tradicionales y sus valores se sostienen frente a las amenazas del pensamiento woke. Lo dicho: todos ganan. Y tan contentos.
Pero, ojo, hay un detalle importante que muchos han obviado: los cambios en los textos de Dahl, como los cambios en las novelas de James Bond que también ha anunciado Ian Fleming Publications, no son reacciones ante la censura. Nadie ha propuesto proscribir sus libros de las bibliotecas como sucedió con los libros de Mark Twain, ni se trata de una prohibición ideológica como la del Mein Kampf, ni los ataques sufridos por Art Spiegelman (casi desde posiciones opuestas) o la lamentable fetwa que ha tenido que sobrellevar Rushdie y cuyas tristes consecuencias todavía hoy nos alarman. No, en los casos actuales los que proponen los cambios son los propietarios de los derechos de ambos autores: sus herederos. Y eso debería habernos reflexionar de modo más detenido en torno a lo sucedido.
Podríamos hablar largo y tendido acerca del modo completamente injusto en que la propiedad intelectual se gestiona frente a otro tipo de propiedades. Mientras un empresario levanta una empresa y sus herederos la disfrutan a perpetuidad independientemente de su habilidad como gestores, la propiedad intelectual tiene un plazo delimitado de disfrute, y en el mundo capitalista en que nos movemos eso provoca gestos cuanto menos cuestionables destinados a exprimir comercialmente ese legado. Son conocidos por todos casos como los de El Principito, o las ediciones parceladas, y en algunos casos también modificadas, que se han hecho en fecha reciente de los libros de Borges o Bolaño. Modificaciones siempre decididas por los herederos y, en muchos casos, realizadas contraviniendo las decisiones dispuestas por los propios autores antes de su fallecimiento. Lo que nos obliga a hacernos una pregunta determinante, ¿qué derecho tienen los legatarios a modificar la obra de un autor? No hablo de recibir los beneficios económicos de su obra, eso está fuera de toda discusión, sino a modificarla, sobre todo cuando los objetivos son económicos. Quizás ha llegado el momento de legislar al respecto. Para proteger al menos lo que con el tiempo parece que será de todos nosotros cuando se liberen sus derechos: las obras. Siquiera sea para evitar sustos y al final heredemos bienes con taras.
Con todo, hay un par de detalles que tampoco pueden dejarse de lado en este asunto. Uno tiene que ver con lo expresado con cierto cinismo en varios textos, y cito en este caso un texto de Guillermo Altares publicado en El País, donde coordina la sección de Cultura, a modo de ejemplo: «ocurre cuando la cultura queda en manos de inmensas corporaciones que —legítimamente— se preocupan sobre todo por el beneficio». Ese «legítimamente» es demasiado espinoso. ¿Vale todo? Pareciera ser que sí. A modo de ejemplo trasladémonos a otro ámbito. ¿Es legítimo que, en aras del beneficio, una empresa diga que vende carne picada cuando la cantidad de carne incluida en el paquete que compra el cliente no llega al 80% de su peso? ¿Es legítimo que se venda un producto con sabor a algo cuando dicho sabor se obtiene mediante un ingrediente químico que aporta dicho sabor y nada tiene que ver con el producto que se indica en el etiquetado? Hace ya mucho tiempo los productores de leche consiguieron que no se pueda vender como leche esos productos que no provienen de animal alguno. ¿Puede decirse que un libro es de Dahl o Fleming cuando no alberga las palabras de Dahl o Fleming? Resulta obvio que no es así, y eso ya permite deducir que esas medidas tomadas por los propietarios de sus derechos no son legítimas, sino al contrario, vulneran la propiedad intelectual, y, por encima de minucias legales (en las que hay en juego mucho dinero, lo sé), la función del autor dentro de toda producción artística. También resulta obvio que esos libros no van a explicitar en su portada (no digo ya cubierta, no estoy loco) que el lector lee «una adaptación del original del autor X modificada por sus herederos con fines comerciales». Es tan escandaloso que no permite discusión alguna, y sin embargo se vislumbra en el horizonte como probable, y hay quien incluso defiende esta solución como algo asumible.
Y hay otro segundo aspecto, no menos escandaloso, y sobre el que parece haberse acordado un pacto de silencio, este sí, censurable, y que está relacionado con la participación acrítica de los medios en estas campañas publicitarias, que es lo que son mal que nos pese admitirlo. En realidad, lo que estamos presenciando es una muy artera maniobra promocional que se sirve de la nula capacidad analítica de los medios de comunicación actuales. Frente al complejo panorama donde es casi imposible hacerse un hueco en el saturado escenario cultural, resulta un método muy productivo desencadenar un bulo destinado a obtener un eco mediático que se expande de modo acelerado bajo la máscara de la noticia. Páginas y páginas al respecto. Ha sido un éxito, porque Dahl y Fleming tampoco venden ya tanto hoy en día, es más que posible que muchos se hayan enterado gracias a esto que hay novelas de James Bond, seamos sinceros, pero sobre todo ambos autores regresan a las mesas de las librerías gracias a esta jugada. El desenlace en que todo esto parece desembocar: la publicación de dos versiones en el caso de Dahl, una original y una adaptada, se veía venir desde el primer momento, y es más que posible que fuera lo ya planeado desde el inicio, detonante en sí de todo este revuelo. Los ejemplos de estos movimientos en el mercado son variados, y siempre con resultados coincidentes: los técnicos de la mercadotecnia saben desde hace ya mucho que llega un momento en que la vida comercial de un producto se estanca, y acuciados por la necesidad de la búsqueda de rentabilidad a corto plazo, cada vez más corto, y la dificultad de ampliar el nicho de mercado cuando se llega a ciertas cantidades. La solución, como se ha visto ya de modo reiterado, pasa por acudir una vez más al nicho del mercado cautivo, que compra nuevas ediciones con ilustraciones, cubiertas en varios colores o con formatos diferentes, todo gracias a la excitación del afán coleccionista de un público cautivo, más todavía cuando ese mercado es el infantil, y lo mismo da que esté formado por niños o por los adultos que siguen mimando al niño que albergan dentro. Que les pregunten si no a los aficionados a Harry Potter cuántas versiones del mismo libro tienen en sus estanterías. Y si sacaran más formatos, más venderían, sin duda alguna. Así, con este escándalo planificado al milímetro no solo se consigue devolver a Dahl a la primera línea de la actualidad (basta con repasar el escaso eco que obtuvo la adaptación de Matilda), sino que se consigue recuperar las ventas de los libros al calor de la polémica y, también, colocar estas nuevas versiones valiéndose el morbo que despiertan. Una win-win situation como dicen los manuales de comercialización.
Y no solo ganan los poseedores de los derechos, sino todos los relacionados con el asunto. Los editores de las traducciones quedan como pulcros defensores de la integridad del texto original, hemos presenciado también los ingenuos artículos al respecto, cuando en realidad les motiva más el ahorro al evitar la revisión de la traducción y los gastos anejos a esta (todos los que conozcan el mundo editorial saben que la rentabilidad de un título viene dada sobre todo por las sucesivas reimpresiones de los títulos de éxito, cuando ya se han asumido la mayoría de los costes editoriales y solo deben afrontarse los gastos materiales de impresión y distribución), aunque, me juego el cuello, esos mismos editores locales no dudarán a la hora de poner en circulación las nuevas versiones si al hacer las cuentas parecen inversiones rentables, y es más que posible que las agencias y encargados de la gestión de derechos estén ya preparándose para las subastas de esos nuevos textos adaptados al mundo de hoy. Resulta complicado no ver todo esto como una mera artimaña comercial que, a tenor del modo en que otros se apuntan a ella, caso de los herederos de Ian Fleming que cuando aún no hemos enterrado la polémica de Dahl han aprovechado que ha saltado la liebre, parece más que exitosa, y que nos va a obligar a presenciar de aquí al futuro más gestos similares.
Y, entre tanto, el restringido espacio que ya hoy los medios dedican a la literatura, se ve ocupado por este episodio al que se vende como una «polémica» lo que no pasa de ser una maniobra promocional urdida por los verdaderos señores de las secciones de cultura, hablo de los publicistas de las plataformas, que saben convertir en noticia sus nuevos productos (conviene recordar que hace ya muchos años las multinacionales del sector modificaron la terminología y dejaron de hablar de departamentos «de prensa» para denominarlos «de promoción»). Mientras tanto muchos, muchísimos libros escritos ahora, no reciben atención alguna ni acceden a ese espacio mediático. Aunque, eso sí, hayan sido escritos siguiendo los modos de pensar y expresarse de nuestro presente.
Antonio Jiménez Morato (Madrid, 1976) es escritor, crítico y traductor. Su libro más reciente es NOLA ( 2021). Además ha publicado la recopilación de ensayos sobre literatura latinoamericana contemporánea La piedra que se escribe, la novela Lima y limón, editada en cuatro países y en digital, y Mezclados y agitados, entre otros.
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