Leída por primera vez en un encuentro de escritores latinoamericanos en Cornell en el año 2011, entonces con un título distinto, «Monstruos y máquinas textuales: Consideraciones sobre los cuerpos que escriben», este texto terminó por formar parte del libro Marginalia. Es una alegría poder compartirlo con los lectores de penúltiMa.

 

1.

El origen de estas notas fueron, o quisieron ser, en principio, dos historias que escribí y que fueron publicadas el pasado año: “Los que esperan”, un cuento apocalíptico que imagina las cacerías de un periodista limeño obsesionado con encontrar seres mutantes para las portadas del diario que dirige; y “Oz”, la interpelación de un falso hombre de hojalata a su inventor, un anciano que empieza a oxidarse, a su vez, con el Alzheimer, y que en consecuencia es incapaz de repararlo.

A falta de mayor imaginación, a falta de cierta condescendencia hacia lo ya escrito, yo me había propuesto interrogar el origen de ambas historias con el fin de recuperar de ellas algo provechoso: con algo de suerte (me dije), quizá lograría filtrar de aquellas ficciones torpemente maquinadas, los sedimentos que fueron lecturas o referencias entretenidas alguna vez, antes de que mi imaginación las deformase. Pero este ensayo, como todo lo que se ensaya, ha resultado también monstruoso: muestra y a la vez deforma sus intenciones, que no son otras que las de proponer –desde la identificación de algunas de sus fuentes– acaso una reflexión sobre el proceso de escritura a partir de una metáfora corporal. Ese cuerpo textual hermafrodita que escribe, pero que también (al mismo tiempo) lee.

Dado que sobre monstruos y cuerpos trata, principalmente, esta lectura, y que sobre la máquina, por el contrario, poco hablaré, esta última palabra quizá precise de mi parte algunos desagravios. Tal vez debería referirme, para empezar, no tanto a la máquina que es artefacto o aparato complejo, como a la máquina que es estructura ingeniosa: trama, a fin de cuentas, artificiosa y embustera.

El juego semántico se apreciará mejor en la verbalización del nombre: Maquinar: tramar, ocultar, urdir con artificio (es decir: “con arte”). Podríamos rastrear, así, a la máquina que es casi magma de toda ficción, de toda mentira artística, y llegar tal vez a la otra definición que es el artefacto, esa “prótesis de la imaginación” como alguna vez describió Borges al libro. De algún modo, se trata del mismo trayecto textual que representa el recorrido del Quijote: esa gran empresa que transforma en él la lectura en escritura, que empieza con la máquina de la imitación y que acaba materializada en esa otra máquina, la imprenta de Barcelona, que a su vez produce las pequeñas y prodigiosas máquinas que son el libro que Don Quijote está viviendo y que nosotros leemos.

Pero entre las tantas y sugerentes lecturas que merece el Quijote, la reflexión acerca de la escritura y de las máquinas textuales que la producen y en que se materializan, me condujeron a un episodio concreto, sobre el que me gustaría empezar estas especulaciones: aquella que acontece en la Sierra Morena, refugio de peñas altas donde nadie ingresa, salvo las alimañas y los cabreros acostumbrados a la dureza de su geografía, y en donde nuestro caballero se recluye, apaleado (se recordará) por los galeotes, en busca de su identidad heroica.

Apartado del deambular azaroso de Rocinante que hasta entonces ha guiado su camino, Don Quijote se despoja de su armadura y promete enloquecer deliberadamente, rasgando sus vestiduras y dándose (en prueba de locura) cabezazos contras las piedras. Sancho Panza, movido por el miedo, pero asimismo con el sentido común de su sometimiento a la autoridad y a la ley (“el buen gobierno” con el que dialógicamente intenta educar a su amo), fracasa entonces en su intento penitenciario: la reclusión en el territorio de Sierra Morena no corrige, sino que profundiza la locura ficcional. “Por amor de dios”, dice entonces Sancho, alarmado por los golpes que se da el viejo hidalgo, «mire vuestra merced cómo se da esas calabazadas; que a tal peña podrá llegar, y en tal punto, que con la primera, se acabase la máquina de esta penitencia.”

Truman Capote, con una intención quizá más mística, ha dicho que escribir es como darse golpes con un látigo. Ambas poéticas, la del loco que se golpea y la del mártir que se flagela no hacen más que hablarnos de lo mismo. Tal es la máquina de penitencia que hiperboliza el acto de escribir, y sobre la que estas notas, que se golpean y flagelan, intentarán explicarse.

 

2.

Ítaca, la del “duro suelo”, pertenece a esa colección de falsas cartografías, de nombres trasatlánticos que confunden este fragmento de territorio americano con las geografías mediterráneas que se le anticiparon en la historia. Desde la ficción de la historia que plagia e incentiva las reapariciones de sus gestos, esta cartografía imitada –que se debe, según he podido rastrear, a las aficiones del agrimensor Simeon DeWitt a comienzos del siglo XIX– es digna de Ulises. Ulises, el falsificador, no hubiera hecho mejor trabajo engatusando al cíclope de la historia: haciéndole creer que la máquina que urde y teje sus ficciones, la mano que teje y desteje sus escenarios, reciclando el mismo hilo, le permitía fundar un territorio nuevo.

Quiero pensar, ingenuamente, que en la calidad idónea del nombre de esta ciudad, a la que he llegado por primera vez, hay un motivo justificado. Después de todo Ítaca es el espacio arquetípico que acoge todos los retornos. Acaso es también el centro simbólico de toda la ficción occidental. Dos ideas, para empezar, pues, me sugiere el destino feliz desde el cual conversamos: Distancia y simulacro.

¿Cuál es la curiosidad de un encuentro de escritores que se produce en Ítaca, Nueva York, se me preguntará? En cierto modo, creo a que todos los que aquí hemos sido invitados nos iguala, mal que bien, el desarraigo o el exilio voluntario. Encontrarnos en Ítaca, en esta Ítaca hiperbolizada, ilusamente imagina un regreso a la patria común, no del lenguaje, sino del acto, o mejor dicho, de la fe en el acto de la escritura. Un regreso narrativo que, como el simulacro del territorio que se trasplanta, funda sus historias en otras previas, escrituras y lecturas, e indefectiblemente, en una tradición.

Ciertamente, hay que matizar: nuestro desarraigo no es semejante al que sufrían, por ejemplo, los griegos. En esto somos absolutamente modernos: aunque distantes de nuestras tierras, nosotros ya no podemos ser desterrados.

En términos geográficos, Ulises, como Dante, es una perfecta máquina de penitencia. Es todavía el cuerpo violentado, retirado como una costra de la tierra natal, y condenado por lo tanto a ser la naturaleza mutilada y errante de la comunidad. Es todavía el fantasmagórico vagabundo de geografías extrañas pobladas por desencuentros, quimeras, monstruos, desvaríos y seducciones, al que, en un alarde de coherencia narrativa, se le exige que su mayor aventura sea no olvidar quien es, es decir, no olvidar su propia historia. A diferencia de Don Quijote cuya aventura se proyecta siempre hacia el futuro y por lo tanto apuesta por el recuerdo, la gran aventura de Ulises es su lucha constante contra el olvido.

Recordarán que cuando Calvino lee la historia de Ulises, se detiene, de modo particular, en los muchos tejidos, en las muchas historias, en los muchos itinerarios, que es al mismo tiempo la Odisea. La inicia ese topos que será, en adelante, la búsqueda del padre por parte del hijo. Lo que ha venido a llamarse la Telemaquia. Pero aún más, es la búsqueda del hijo lector: porque la historia ausente del rey es el relato que leen y viven a continuación los protagonistas, y es el relato que lee y vive, también, el lector, y con él, también los hijos que terminamos siendo todos los lectores de la Odisea.

Ulises no solo tiene la astucia del falsificador, sino también (y quizá precisamente), la del narrador: su voz se inaugura contando su historia. Telémaco, lector, encuentra al autor que es su padre, si bien ello ocurre a través de voces ajenas, en ese mismo reflejo tardío que será (pasado de la oralidad a la escritura mecanizada) el Quijote mirando la imprenta donde se imprime su propia historia. La historia del rey tentado por la imaginación y su retorno a Ítaca, es también la reincorporación de su cuerpo al cuerpo mayor de su reino; tierra reintegrándose a la tierra.

Es notable que la lectura que reconoce a Ulises, en su retorno a Ítaca, tal como lo anotó Auerbach, se dé a través de un rasgo corporal. La ama Euriclea, vieja nodriza del rey, lamentando el destino de su señor, le lava los pies al forastero recién llegado. Da entonces, súbitamente, con la cicatriz en su muslo. Es tal cicatriz la que devela el artificio de la avejentada y empobrecida naturaleza de Ulises. Debajo del disfraz, el cuerpo tallado, descubre la memoria. El texto ha deambulado, invisible, hasta que una lectora ha dado con él: de ahí el detallado flashback que Auerbach analiza como estrategia homérica. La historia del accidente de los jabalíes asemeja a las huellas de un código morse que los dedos han despertado, sensiblemente, bajo su tacto.

 

3.

Pero movámonos solo un momento al instante más radical para leer los cuerpos. Aquel periodo en que se decide que Dios habla a través de la monstruosidad y los hombres deben aprender a leerla.

Estamos en 1575.

“Las causas de los monstruos son varias”, escribía el boticario francés Ambroise Paré. “La primera es la gloria de Dios. La segunda, su cólera. Tercera, la cantidad excesiva de semen. Cuarta, su cantidad insuficiente. Quinta, la imaginación. Sexta, la estrechez o reducido tamaño de la matriz. Séptima, el modo inadecuado de sentarse de la madre, que, al hallarse encinta, ha permanecido demasiado tiempo sentada con los muslos cruzados u oprimidos contra el vientre. Octava, por caída, o golpes asestados contra el vientre de la madre, hallándose ésta esperando un niño. Novena, debido a enfermedades hereditarias o accidentales. Décima, por podredumbre o corrupción del semen. Undécima, por confusión o mezcla de semen. Duodécima, debido a engaño de los malvados mendigos itinerantes. Y decimotercera, por los demonios o diablos.”

Para la época en que Paré escribe De monstruos y prodigios, la lectura del monstruo es ya un anacronismo. Al incipiente prototipo de médico se le critica el exceso de imaginación. Pero los nacientes estudios naturalistas todavía conviven con la sobreproducción de los tratados teratológicos –el estudio de lo monstruoso–, con los que, entre otros muchos, Lycosthenes y Bovistuau, se esmeraban en producir Teratoscopias (textos que se ocupan de interpretar a los prodigios); o Catalogum o Chronicones (que los compendian, en su totalidad, cronológicamente, desde el inicio de los tiempos).

Que una mujer en gestación viera un monstruo podía producir un monstruo. Más aún, que una mujer, en la cópula, imaginara un monstruo literalizaba al monstruo en su vientre. Era creencia medieval que el semen se generaba en el cerebro del varón y que descendía por la columna vertebral al momento de la fecundación. El poder de la imaginación es prodigiosa, ya lo había advertido San Agustín, en su De Civitate Dei, porque “predice (es decir, anticipa) dice en la lejanía”: el monstruo cristiano, alejado del juego natural aristotélico, deviene en escritura que había que aprender a leer e interpretar.

Será esa misma literalidad de la que se burlará Cervantes a inicios del XVII, enloqueciendo (otra forma de monstruosidad, esta vez clínica) al cuerpo que lee e imagina; y, sin embargo, todavía esa monstruosidad se verá reflejada sobre la incapacidad del barroco para crear la disformidad formosa del cuerpo de Sor Juana y su resistencia a leerla. El lenguaje ha abierto una ruta de libertad irreversible, pero la institución todavía se amedrenta al imaginarla en el cuerpo femenino.

 

4.

Con la misma arbitrariedad con que se mueven los mapas, permítanme volver ahora a la cicatriz de Ulises para hacer aquí el siguiente trasplante.

Imaginemos:

El lector, de algún modo, al leer, palpa la cicatriz de la escritura. Tal vez porque la tradición es asimismo una herida sanada, y tal vez porque ha tocado a la lectura coserla, remendarla, y a veces (solo a veces) también abrirla. Pasa entonces necesariamente por la piel sanada y por el propio cuerpo herido. En ocasiones, la reaviva en la crisis –no olvidemos que de allí proviene la palabra crítica–. Y fuera de esa itinerancia textual no hay otra patria a la cual volver: solo territorio y cuerpo nuevos. Otros, muy excepcionalmente, serán los que abrirán el cuerpo textual. Los que ocasionarán heridas que a otras generaciones tocará sanar o purificar: esa palabra tan querida a Eliot, quien seguía creyendo en la capacidad de algunos escritores para “purificar el dialecto de la tribu”.

 

Carlos Yushimito

Carlos Yushimito del Valle (Lima, 1977), ha publicado los libros  de cuentos El mago (2004), Las islas (2006), Lecciones para un niño que llega tarde (2011), Los bosques tienen sus propias puertas (2013), Rizoma (2015), así como el libro de prosas libres Marginalia (2015). Fue seleccionado en 2008 como uno de los narradores jóvenes de mayor proyección por Casa de las Américas y Centro Onelio Cardoso de Cuba; y en 2010 por la revista británica Granta entre los 22 mejores narradores en lengua castellana menores de 35 años. Ha sido invitado  a las ferias de Santiago de Chile, Bogotá, Miami, Quito y Guadalajara.  Esta última lo incluyó entre los 35 escritores destacados por Latinoamérica Viva en 2012. También formó parte de los festivales Literaktum de San Sebastián, España; del primer Encuentro de Escritores Jóvenes de Buenos Aires; y del BookExpo America de Nueva York. Incluido en antologías de 9 países, varios de sus relatos han sido  traducidos al inglés, al portugués, al italiano y al francés, y se han publicado en revistas internacionales como Granta, The Asian American Literary Review (AALR), Alba París, Hueso Húmero, y Review: Literature and Arts of the America. Graduado en Literatura por la Universidad de San Marcos de Lima, ha recibido una Maestría en Estudios Hispánicos en Villanova University, EE.UU; y el Doctorado en Brown University.

Todo texto es un Palimpsesto, pero más todavía los que versan sobre otras producciones culturales. Haciendo un leve homenaje a Genette, en Palimpsestos se recogerán los textos críticos. En penúltiMa la crítica es meditación y diálogo. Los textos que pasan a entretejerse con aquellos de los que hablan.

La foto que ilustra el texto es del fotógrafo brasileño Guilherme Bergamini, su trabajo puede ser apreciado en su página web: http://guilhermebergamini.com/