La editorial Salto de Página se encarga de traducir uno de los escasos libros que permanecían aún inéditos en castellano de Jim Dodge. Poemas, prosas breves a medio camino entre la narración y la lírica, una nutrida muestra de la producción siempre contestataria de Jim Dodge, traducida y prologada de la mano de Antonio Rómar y Pablo Mazo Agüero.
Lo que Jim Sabe (prólogo)
Existe en japonés uno de esos términos de imposible traducción al castellano, wabi-sabi, que funciona como una categoría estética y filosófica de formidable amplitud semántica. Surge del reconocimiento de tres sencillas verdades: nada está completado, nada es perfecto, nada dura. Puede designar cualquier objeto que provoque en nosotros una sensación de anhelo espiritual y serena melancolía, y entre sus características estéticas se pueden nombrar la sencillez, la asimetría, la modestia, la intimidad, la imperfección, la ingenuidad o la aspereza.
Jim Dodge tiene mucho wabi-sabi.
Jim Dodge, en efecto, sabe mucho de sencillas verdades, rústicas imperfecciones, íntimos dolores. Sabe de la belleza terrible de la naturaleza, del frío, del amor y de las tumbas. Sabe el nombre de las plantas y las aves; jugar al póker, impartir talleres de escritura creativa o pescar salmones con su cuadrilla de entrañables charlatanes. Jim Dodge es un sentimental y un cachondo: puede plantar cepos y acarrear leña hasta tropezar con su lengua o ser tierno como la carne de venado poco hecha, entender a los niños hasta el punto de dialogar eventualmente con el que habita en sus zapatos, o volarte la cabeza con un verso que estalla como una amapola de sangre entre las mandíbulas de un tiburón. En su vida, todo hay que decirlo, ha pisado mucho el acelerador; pero hoy Jim prefiere la lentitud. La paciencia del cazador recolector que no hemos dejado de ser y la sabiduría del maestro zen que podemos llegar a ser. No cuesta imaginarlo una noche cualquiera cuando, tras regresar del bosque, enciende el fuego, prepara una trucha con un poco de tocino, escribe un poema o, si está bloqueado —como él mismo cuenta en entrevista a Kilo Amat—, incursiona en géneros menores como la novela.
De esas novelas, y de toda la diversión, sabiduría, tristeza y redención que destilan, ya habíamos podido disfrutar en castellano los incondicionales lectores de Dodge que conformamos una cada vez más numerosa —aunque afortunadamente todavía clandestina— Alianza de Magos y Forajidos: Stone Junction (Alpha Decay, 2007), Jop (Capitán Swing, 2011) y No se desvanece (Alpha Decay 2017). Fue de hecho en el prólogo de Antonio Jiménez Morato a la fantástica edición española de la segunda donde conocimos la existencia de esta colección de poemas y prosa breve a la que ahora os invitamos a pasar como a una fiesta. Porque eso es la poesía, como la narrativa, de Jim Dodge: una eterna fiesta, en palabras de Thomas Pynchon, en la que se celebra todo aquello que de verdad importa; una fiesta en la que reconoceréis a muchos invitados de postín —Thoreau, Whitman, London, Kerouac, Ginsberg, Vonnegut, Brautigan—, y donde la imaginación es un cóctel estelar hecho de intelecto, emoción, cuerpo y espíritu.
Adelante, por favor. Hay wabi-sabi para todos.
Antonio Rómar y Pablo Mazo Agüero
Aprendiendo a hablar
Siempre que Jason decía caztor en lugar de «castor»
o aldilla en lugar de «ardilla»
lo adoraba en secreto.
Son palabras mejores:
El ajetreado caztor caztoreando;
la cola gris de la aldilla
enroscada como una culebrilla de humo en una rama de arce.
Nunca le dije que estuviera pronunciando mal sus nombres,
aunque yo sí los pronunciaba según la convención.
En cierta ocasión se dio cuenta, y se explicó:
«Yo digo caztor.»
«Genial», le dije, «como lo veas».
Pero en una semana
estaba pronunciando ambas «correctamente».
Cumplí con mi deber,
y lo lamento.
Hasta nunca, caztor y aldilla.
Tanta belleza perdida para el entendimiento.
El tarro de galletas
El centro comercial de Coddington estaba atestado de compradores navideños mientras esperaba en la cola de El Tarro de las Galletas, una panadería que se dedica fielmente a mi dulce favorito.
Era justo después de la pausa tras el almuerzo y quedaba una sola vendedora en el mostrador, una joven de sonrisa fatigada y dispersa. Trabajaba tan deprisa como era capaz, pero la cola avanzaba con lentitud. Yo me entretenía con un diario deportivo, considerando si valía la pena apostar cien dólares por los 49ers estando las apuestas tres a uno contra los Rams, cuando mi atención fue atraída por la anciana que estaba delante de mí. Por su postura inclinada y sus arrugas, le eché unos setenta recién cumplidos o al menos sesenta y cinco mal llevados. Llevaba un vestido gris, pero lo oscurecía un grueso suéter negro que lo tapaba casi hasta los bajos. Estaba echada hacia delante, apoyada sobre el bastón y con la nariz pegada al expositor, examinando las galletas con la atención tranquila y fiera de un halcón. Atraído por la fuerza de su concentración, doblé el diario deportivo y dije amablemente: «Siempre cuesta decidirse».
Sus ojos ni siquiera parpadearon.
No puedo culparla por ignorarme. Por qué debería una anciana, en una sociedad de atracadores, violadores y artistas de la estafa, alentar una vaga conversación con un hippie barbudo y medio tarado venido de las colinas, donde probablemente cultiva toneladas de marihuana y hace dios sabe qué a las ovejas. Sentí ese pequeño baño de tristeza que tiene lugar cuando tus buenas intenciones son bloqueadas por circunstancias culturales. No insistí más.
Cuando llegó el turno de la anciana, con un grueso acento eslavo pidió tres galletas de chocolate. «De las grandes», especificó, golpeando el cristal con la punta del dedo para indicar su preferencia.
La agobiada dependienta tomó obedientemente tres galletas del tamaño de un platillo de café con un papel de confitería. Advertí que una de las galletas tenía un pequeño trozo desprendido del borde. También se dio cuenta la anciana: «¡Ninguna de las rotas!», ordenó.
La dependienta le ofreció una sonrisa con el piloto automático y reemplazó la galleta defectuosa, deslizándola en una bolsa blanca que dejó sobre el mostrador. «Un dólar con sesenta y seis, por favor», le dijo a la anciana.
La anciana me dio la espalda para revolver torpemente dentro de su monedero, que era del tamaño de un pequeño bolso de punto. Después de mucho rezongar, consiguió al final dos billetes de dólar enrollados juntos y atados con esmero por una goma amarilla. Se dirigió a la dependienta con un protocolo acérrimo: «También desearía unas galletas de mantequilla de cacahuete. De las peque- ñas. Hasta veinticuatro céntimos».
La dependienta, con una mirada que suplicaba Dios, ojalá empezara mi descanso ya, sacó tres pequeñas galletas de mantequilla de cacahuete y, sin molestarse en pesarlas, las dejó caer en la bolsa con las otras. La anciana hizo rodar la goma amarilla hasta sacar los billetes y los desplegó sobre el mostrador, deteniéndose a estirarlos bien antes de asegurar la bolsa blanca dentro de su bolso de punto, dejar caer la goma amarilla y el tiquet en el interior y marcharse arrastrando los pies enérgicamente. La perdí de vista entre la multitud mientras avanzaba para hacer mi pedido.
Una media hora más tarde, sin embargo, mientras estaba sentado en un banco del extremo opuesto del centro comercial, todavía sopesando el dinero y los pronósticos, y ventilándome un último perrito caliente, la anciana apareció y, tras considerables maniobras, se dejó caer en la otra punta del banco.
Sin ningún gesto de reconocimiento hacia mi presencia, abrió la bolsa blanca de El Tarro de las Galletas. Cada una de un bocado, con lento y exquisito regocijo, se comió las tres pequeñas galletas de mantequilla de cacahuete. Cuando hubo terminado, miró dentro de la bolsa para comprobar las otras tres, las grandes, y entonces, como para confirmar su existencia, su promesa de placer, las nombró una por una:
«Viernes por la noche.
Sábado por la noche.
Domingo con el té.»
Sabiduría y felicidad
La media luna húmeda que dejan las lenguas de los perros
cuando lamen el pienso del gato del suelo de la cabaña;
la hebra de luz, más delgada que las de las arañas,
desenrollándose desde el centro de mi pecho
como una trucha de veinte kilos que raja la corriente río abajo
a través de las aguas celadonas del Smith;
el resplandor del agua a los lados de Victoria
en ese momento en que da el paso
de la sauna al interior de una tormenta salvaje del Pacífico,
centelleo vaporoso, el cuerpo ido;
la elegancia de un sendero de alces
cortado por el limo de un arroyo arenoso;
retoños de alisos rojos a primeros de marzo;
carne de venado y salmón fresco,
la inminencia del maíz del jardín;
Jason dormido una noche entre semana,
su pierna derecha desnuda colgando del colchón
(vaya, se está haciendo grande);
echar un pedazo de madroño
al hogar del fuego durante una noche nevosa,
amortiguar el calor de la estufa
para que las brasas prendan el fuego de la mañana;
el modo en que los terriers estornudan y brincan y corren
delirantemente entre los frutales
cuando saben que vamos a dar un paseo;
las gotas de lluvia en los huecos de las hojas del arándano
horas después de que haya pasado la lluvia.
Hoy he cumplido cincuenta y cinco, todavía en la brecha,
y aunque sólo los tontos reivindican la sabiduría,
no sé de qué otra manera llamarla
cuando cada año
cuesta menos hacerme feliz
y dura más tiempo.
Jim Dodge (Californa, 1945) es autor de las novelas Jop, No se desvanece y Stone Junction, esta última elogiada con fervor por Thomas Pynchon, y publicada en 2007 en España con gran éxito entre la crítica y los lectores. Dodge creció en una base aérea, y de adulto vivió muchos años en una comuna en Sonoma. Ha sido recolector de manzanas, profesor, jugador profesional, leñador, pastor de ovejas y director del programa de escritura creativa del Departamento de Inglés de la Universidad estatal de Humboldt. Vive en un rancho en California.
Preliminares es la sección donde anticipamos libros que se publicarán en breve, Adelantos que sirven como Preliminares del gozoso acto de encuentro con los lectores en forma de libro, donde la experiencia de lectura se torna verdaderamente material.
nueva columna de Martín Cerda
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