La particular bitácora de lecturas de nuestro colaborador habitual, Rubén Triguero, se detiene en esta ocasión en uno de los libros más importantes de la literatura europea del siglo XX, Le piccole virtù, de Natalia Ginzburg, libro y autora que no requieren de presentación para los lectores contumaces.

 

«Las pequeñas virtudes» engloba una serie de textos escritos por Natalia Ginzburg (nombre con el que firmaba sus libros Natalia Levi, Palermo, 1916 – Roma, 1991) entre 1944 y 1960. Tal y como indica la contraportada, estos once textos se encuentran «a medio camino entre el ensayo y la autobiografía». El contexto en el que fueron escritos, la situación y propiamente su mirada son los factores que mantienen el hilo entre trabajos que, en principio, tratan sobre temas tan distintos como el exiliarse durante la guerra, el acto de escribir, la vida cotidiana o esos conocimientos que se transmiten de generación en generación. La suya es una mirada íntima, introspectiva y reflexiva, que escribe sobre sus vivencias o sobre el mundo que la rodea. A pesar de lo escueto de la colección de ensayos, a lo largo del libro encontramos un despliegue de lucidez, belleza e inteligencia.

La obra, publicada por la editorial Acantilado en 2002 (mi lectura pertenece a una reimpresión realizada en 2021) y traducida por Celia Filipetto, se divide en dos partes, que engloban un total de once ensayos. En la primera parte se distribuyen: «Invierno en los Abruzos», «Los zapatos rotos», «Retrato de un amigo», «Elogio y lamento de Inglaterra», «La Maison Volpé» y «Él y yo». La segunda parte está compuesta por: «El hijo del hombre», «Mi oficio», «Silencio», «Las relaciones humanas» y por último «Las pequeñas virtudes».

En «Invierno en los Abruzos», primer ensayo del libro, escrito en 1944, nos cuenta algunas anécdotas de la familia durante los tres años que vivieron exiliados1 en Pizzoli, un pueblo de los Abruzos. Acostumbrada a una rica vida cultural y a las posibilidades que ofrece la gran ciudad, el verse obligada a vivir en un lugar donde el abastecimiento es limitado, donde los días son tan largos y monótonos que el tiempo parece que se ha detenido, y donde existen costumbres profundamente arraigadas a todo el gentilicio, es un contraste al que tarda en acostumbrarse. Allí, en mitad del mundo rural, la existencia de la guerra parece algo alejado, conocido a través de las noticias que llegan por radio o correo. Así transcurre el tiempo, con los pequeños acontecimientos que ocurren en la localidad: la muerte de un vecino, el enloquecimiento de una joven, el nacimiento de gemelos… Todos los habitantes del pueblo participan en la vida social de la localidad, todo el mundo se conoce, todo el mundo opina. Con frecuencia, la familia siente nostalgia de la ciudad, sin embargo, solo tiempo después, tras un desenlace trágico, ella es consciente de que allí, en mitad de aquel lugar donde solo existían dos estaciones y el invierno lo cubría todo de nieve, pasó sus mejores momentos.

«Existe una cierta uniformidad monótona en los destinos de los hombres. Nuestras existencias se desarrollan según leyes antiguas e inmutables, según una cadencia propia, uniforme y antigua. Los sueños no se hacen nunca realidad, y en cuanto los vemos rotos, comprendemos de repente que las mayores alegrías de nuestra vida están fuera de la realidad. En cuanto vemos rotos nuestros sueños, nos consume la nostalgia por el tiempo en que bullían dentro de nosotros. Nuestra suerte transcurre en ese alternarse de esperanzas y nostalgias» (pág. 19 – 20).

En «Los zapatos rotos», un breve texto de unas pocas páginas, la autora nos habla de un momento en su vida en el que comparte vivienda con una amiga. Lo más peculiar de su convivencia es que ambas calzan zapatos rotos. No solo es el hecho de llevarlos rotos, sino que es un frecuente tema de conversación entre ellas. Nos habla de los motivos por los que los lleva rotos, como esto es algo que no siempre fue así (Ginzburg provenía de una familia acomodada) y que de hecho, si su madre la viera en tal situación, la regañaría por andar en ese estado. Pero se reafirma en su condición: si los lleva así, no solo es por las condiciones por la que atraviesa, sino porque cuando consigue algo de dinero, prefiere gastarlo en otras cosas en lugar de en unos zapatos nuevos. La amistad, la familia, la dureza de la vida, aquello que fuimos, lo que somos y seremos: «Volveré a ser seria y maternal, como me ocurre siempre cuando estoy con ellos, una persona distinta de la que soy ahora, una persona a la que mi amiga no conoce en absoluto» (pág. 24), una serie de interesantes contrastes que realzan un ensayo en el que quizá, lo menos importante son esos zapatos rotos que durante los días de lluvia se empapan por dentro.

En «Retrato de un amigo», escrito en 1957, Natalia rememora a un amigo ya difunto, también escritor, una persona peculiar que con los años fue alejándose de todo y de todos, envuelto en una melancolía que envolvía a su persona y unos pensamientos que le impedían vivir la vida con naturalidad, complicándose con enrevesados pensamientos hasta para afrontar los asuntos más triviales de la existencia. Recuerda como ella y sus amigos intentaban ayudarlo, de alguna manera, pero todos estos intentos quedaban en meros fracasos.

«Pero cuando regresamos, nos basta con cruzar el vestíbulo de la estación y caminar por la niebla de las avenidas para sentirnos como en nuestra casa; y la tristeza que nos inspira la ciudad cada vez que volvemos a ella está en ese sentirnos como en nuestra casa y sentir, al mismo tiempo, que nosotros ya no tenemos motivos para estar en nuestra casa, porque aquí, en nuestra casa, en nuestra ciudad, en la ciudad donde pasamos la juventud, ya quedan pocas cosas vivas, y nos recibe una multitud de recuerdos y de sombras» (pág. 25).

«Él y yo», escrito en el verano de 1962, es el único de los ensayos incluidos en la colección que, según indica en el prólogo, no fue publicado con anterioridad al libro. En este texto nos señala los contrastes entre ella y su pareja, lo diferentes que son ambos para cada situación. Cómo él actúa de un modo y ella de otro, como interpretan y se mueven de forma distinta ante los diversos asuntos del día a día. Los contrastes de cómo dos personas pueden actuar de modo tan distinto ante la vida, tener una concepción tan diferente y reaccionar de modos tan aparentemente distintos.

«Mi oficio» es un ensayo que trata sobre el oficio de escribir, escribir desde la mirada personal de Ginzburg. Su experiencia al respecto es una vocación y una vinculación a la palabra escrita que descubrió ya en la niñez. A lo largo del texto, habla de esa facilidad que tiene para ponerse delante de la hoja de papel y escribir historias en comparación con cualquier otra tarea. También escribe sobre la evolución que ha ido sufriendo con los años, empezando desde la poesía más ingenua e infantil hasta las novelas de madurez. También trata el bloqueo o las adaptaciones que tiene que realizar para poder integrar la escritura a la vida cotidiana, a esa vida cotidiana que cambia y que obliga a reorganizarse. Es un ensayo que además se aleja de toda pretensión, habla de la escritura como parte de la vida, independientemente del valor literario, de como la descubrió en la niñez y supo siempre que sería escritora de por vida, y como a pesar de las dificultades, siempre ha vuelto a la práctica. Creo que en este ensayo, cualquier persona que practique la escritura creativa de forma cotidiana, que la tenga integrada en su día a día, se verá reflejada. Independientemente de que no coincida en los aspectos personales del descubrimiento de este noble oficio o del camino que se realiza en su práctica.

«Así es mi oficio. Normalmente, no da mucho dinero, es más, para vivir siempre hay que hacer otro trabajo al mismo tiempo. A veces también da un poco: y tener dinero gracias a él es una cosa muy dulce, como recibir dinero y regalos del ser amado. Así es mi oficio» (pág. 103).

«Las pequeñas virtudes» es el último de los ensayos, y el que da título a la colección. Ginzburg escribe sobre la enseñanza de los hijos, de las pequeñas y las grandes virtudes, de todo aquello que se le transmite durante los años de enseñanza. Lamenta que se le dé una gran importancia a esas pequeñas virtudes: el ahorro, la diplomacia, la astucia, el deseo del éxito o la prudencia, en lugar de educar con las grandes virtudes: el coraje, la franqueza, la generosidad, el amor al prójimo, el deseo de ser y de saber… Virtudes que en el fondo se admiran, pero que por diferentes causas quedan relegadas a un segundo plano. El cambio generacional hace que la educación de los hijos varíe de padres a hijos y condicione el futuro de estos. Esto se ve reflejado en el ensayo. Ella insta a evitar la privación y el ahorro porque considera que el dinero es algo innoble y que si bien sirve para comprar cosas, a menudo el ahorro durante determinado tiempo para conseguir un objeto, crea unas expectativas que luego no se cumplen. Pone como ejemplo el caso de una familia que a pesar de tener un nivel económico pudiente, incita al ahorro y priva a sus hijos de todo tipo de productos que no sean esencialmente necesarios, mientras que otras familias con menos recursos, sí que complacen estas demandas. No se refiere a aquellos cuya situación es tan lamentable que no hay cupo para este tipo de privilegios, sino para los que pudiendo permitírselo, lo evitan por miedo o avaricia. Cuando ella dice que no habría que privar a esos hijos de esos productos (bicicleta, cámara fotográfica…) creo que podría valer para esa época, pero no para la actual. De hecho, podría perfectamente ser uno de los problemas actuales en el hogar: no privar absolutamente de nada. Existe tal cantidad de productos para el ocio que cabe la posibilidad de que ni siquiera les den uso o que terminen perdiéndose en distracciones vacías. No obstante, la medida radicalmente opuesta, no gastar prácticamente en nada salvo en lo imprescindible, puede ser también bastante perjudicial. En este sentido, me gusta cuando dice que «semejantes costumbres tienen sentido solo si no son avaricia o temor, sino libre elección de la sencillez, en medio de la riqueza» (pág. 155). Resalta también el tema de los premios por estudiar mucho o por ayudar en las tareas domésticas, algo que no entiende porque después de todo, la situación económica y las tareas domésticas son de todos los integrantes de un hogar. Y el estudio no debería ser algo a realizar para obtener un premio, sino por el beneficio del conocimiento en sí:

«Porque la vida rara vez tendrá premios y castigos. Con frecuencia, los sacrificios no tienen ningún premio, y a menudo, las malas acciones no son castigadas, al contrario, a veces son espléndidamente recompensadas con éxito y dinero. Por eso es mejor que nuestros hijos sepan desde la infancia que el bien no recibe recompensa y el mal no recibe castigo, y que, sin embargo, es preciso amar el bien y odiar el mal, y no es posible dar una explicación lógica de esto» (pág. 157).

Por último, y no menos importante, también aborda el tema de la vocación, del amor a la vida que es propio de una vocación, y que el deber como padres, tal vez sea dejar ese espacio al niño, ayudarle a encontrar una vocación que ilumine su vida, en lugar de intentar «fabricar» una réplica de uno mismo o que se dediquen a algo en auge o enteramente productivo. Dejarlos buscar aquello que les llene y que les apasione de verdad. Y esto es mucho más comprensible si los padres, propiamente, cuentan con una vocación, porque ya saben que eso está mucho más allá del salario que se ingrese al final de mes o de la escala social a la que se pertenezca, porque «el amor a la vida genera amor a la vida» (pág. 164).

 

  1. El marido de Natalia Levi, Leone Ginzburg, era un intelectual antifascista. El gobierno de Mussolini lo obligó a desterrarse en 1940, motivo que los llevó a Pizzoli. En una revisión de la obra en 1983, Natalia añadió al prólogo una explicación a la indicación que hace en el ensayo: «lo nuestro era un exilio», para aclarar que, más bien, fue un confinamiento en los Abruzos, eran «internados civiles de guerra».

 

Rubén J. Triguero (Sevilla, 1985) reside en Madrid desde 2012 y trabaja como programador informático. Ha publicado la colección de relatos Si sale cara (Boria ediciones, 2018) y ha participado en los proyectos: Versos al paso y Llévate un poema a casa.