Este relato, perteneciente el libro La ciudad imaginada. Metro Mix, de próxima publicación en la editorial ecuatoriana El conejo, sirve como pórtico idóneo para introducirse en la obra de uno de los más espléndido escritores de la lengua española, el mexicano Alberto Chimal.
Mi mamá está parada y con los ojos cerrados en el centro de la sala. Se balancea: un poco para un lado y un poco para el otro. Para adelante y para atrás.
Tiene cincuenta años y se ve ajada, maltratada. El último novio la dejó hace unos meses y cuando eso le pasa siempre se deja ir. A duras penas se arregló para venir y tiene más sobrepeso que nunca. No me gusta mirarla: siempre me han dicho que soy su clon, su modelo a escala, su viva imagen.
Y la verdad es que sí somos muy parecidas. Ella me heredó la nariz ancha, los ojos pequeños y la cara redonda. También me heredó el busto grande y el trasero inexistente. Y la panza, Dios. De niña me parecía a todas las otras niñas pero luego dejé de crecer para arriba y empecé a crecer para delante, y para los lados, y mi nariz se convirtió en la suya, y hasta mi voz acabó sonando como la de ella. En la época en que peleábamos mucho le reclamaba por sus genes. Encontré la palabra “eugenesia” y empecé a usarla. Le decía: Eugenesia, mamá, carajo. Mínimo te hubieras conseguido otro güey para la donación de semen.
Era injusto, claro. Pero es que estábamos enganchadas. Ella me respondía que era una racista y una ladina, y también que las mujeres mexicanas son como nosotras. Los vestidos que nos quedan bien son los que yo llevo, me decía, y no tus jeans apretados y tus chamarras. Tú nunca vas a ser actriz de Televisa. Esos ideales que les imponen son enfermos porque son inalcanzables.
Y el remate: Ya, Mariana, aprende a quererte, no te odies.
Y yo le contestaba que ella estaba loca. Que lo que odiaba era vestirme de Rigoberta Menchú. Que ir de huipil era pura hipocresía porque ella no estaba en el campo sino en una ciudad grandota trabajando de burócrata. Vete a la selva, le decía. Vete a un caracol zapatista a ver si estás tan a gusto. A ver cuánto duras trabajando la tierra.
El doctor (¿es un doctor?, ¿qué clase de doctor atiende en la sala de su casa?) le hace pases mágicos. Magnéticos, según. Es un tipo flaco, barbón, con el pelo gris recogido en una trenza y vestido de guayabera. Mi mamá no abre los ojos. Estás muy profundo, dice el tipo. Luego, como para corregir, dice: Estás muy profunda. A mí me da un poco de asco. Ese hombre debe tener fantasías con sus clientas. Le ha de gustar sentirlas indefensas, bajo su poder, como los hipnotistas que obligan a la gente hacer pendejadas.
A lo mejor mi mamá también fantasea con él, porque es más o menos de su edad y de su estilo –jipioso, autóctono, ni modo– y porque tendrá mucho respeto por sus raíces, pero por ella misma no tiene ninguno.
No digo nada. No estoy segura de que esté bien que yo la vea mientras le hacen esto. Un psicólogo de verdad jamás me habría dejado entrar. Pero, claro, en las paredes de la sala hay estampas enmarcadas del Dalai Lama, Osho y la Virgen de Guadalupe. Mi mamá se sigue tambaleando. El tipo le dice que no se va a caer porque está clavada al suelo. Ella, efectivamente, no se cae, aunque cuando el hombre le acerca las manos ella se mueve hacia ellas como si la atrajera un imán.
Nuestras peleas empezaron a perder intensidad cuando me fui de su casa. Pero verla como estaba hoy, antes de venir aquí, me recuerda lo peor de reconocerme en ella. Sé que me le parezco en más que en el aspecto físico: yo tampoco entablo relaciones largas y con frecuencia me siento sola. El tipo con el que me fui de su casa me duró seis meses y fue de los que más he aguantado (o de los que más me aguantaron). No me deprimo como ella, pero siempre que pienso esto acabo agregando: Todavía.
La razón por la que estoy aquí es que ella me pidió que fuera a verla. Yo pensé que quería desahogarse. De un tiempo para acá me llama cuando está mal para que la oiga quejarse. Pero ahora me salió con que quería que la acompañara a esto. O algo más retorcido.
Convénceme de que tiene caso ir, me dijo.
Y yo: Si te va a servir, ve. Atiéndete.
Y ella: Acompáñame. Me dicen que es bueno. Hace regresiones.
Viajar al pasado para encontrar los traumas, dijo él cuando llegamos. Viaja la mente. Es real. Y la puso en medio de la sala y empezó a hacerle los pases mágicos. Faltan las hierbas para que sea una limpia y sobra el hecho de que mi mamá sí parece en un trance. De pronto se le fue la cabeza para atrás y se aflojó toda, como muñeca de trapo, aunque sin caerse, como atrapada de veras en la magia de este güey, o lo que sea. Y ahora tiene los ojos entreabiertos y en blanco.
No es la primera vez que la veo recurrir a cosas como ésta, pero sí la primera “regresión”. El tipo va diciéndole que su mente rejuvenece y va hacia atrás en el tiempo. A cuando tenía cuarenta y nueve, a los cuarenta y ocho, a los cuarenta y siete. Supuestamente mi mamá tiene que avisarle cuando sienta un trauma, un mal grande en su vida, para que se lo curen.
Pero la cuenta regresiva y ella sigue nada más con los ojos cerrados, balanceándose, y ya. De vez en cuando le tiembla un párpado pero no dice nada. Me extraña que no hable de sus novios, por ejemplo. De Ramiro, al menos, que le pegaba y con el que hasta yo acabé a los madrazos. O de las veces que ha estado a punto de perder su trabajo. La cuenta llega a los treinta, cuando mi papá nos dejó, y tampoco pasa nada. Veintinueve…, veintiocho…, veintisiete…, veintiséis…, veinticinco…
Ella abre la boca. Qué pasa, Angélica, le dice el tipo.
A mi mamá le cuesta hablar. Yo nací cuando ella tenía veinticinco. El tipo dice: Qué pasa ahí a tus veinticinco, Angélica. Y ella dice:
Estoy embarazada.
Dime más. Habla, le dice el tipo, y le hace pases más enérgicos. Ella trata de obedecerlo pero le cuesta.
Lo primero que pienso, dice al fin, es que le voy a poner Mariana.
¿A tu bebé?, dice el tipo.
Sí.
¿Y por qué le vas a poner Mariana?
Por la canción de “Las Batallas”.
El tipo levanta una ceja.
¿La de Café Tacvba?
Sí, dice mi mamá, con los ojos cerrados, mientras se balancea. Me gusta.
Ay, qué novedad. Me sé esa historia de toda la vida. Debo ser la única persona de mi edad que conoce la canción y la banda, que en realidad es del tiempo de mi mamá. De hecho ya hasta leí la novela en que se basa la canción, que es algo que mi mamá no hizo nunca (y seguro que los otros fans de su edad tampoco).
Entonces estaba de moda parecer mexicano, y los de la banda, que eran cuatro tipos blancos, se hacían los indígenas vistiéndose de manta. A lo mejor por eso le gustaron a mi mamá. La canción no es mala y ellos en general tampoco, la verdad, aunque ahora ya no se visten como entonces sino más normal, de rockstars.
Cuando yo era chica, mi mamá bailaba con sus discos cuando se ponía contenta. Era bonito verla.
Ahora ella sigue haciendo caras. Hay algo más que quiere decir pero aún le cuesta. El “doctor” hace más pases a su alrededor. Luego, de pronto, se le acerca y le aprieta las sienes y la frente. La masajea. Ella empieza a respirar más pesado. Se me ocurre que es como si él le estuviera fajando el cerebro. A lo mejor ella siente algo así también. Que podrían estarse tocando otras partes. Y le hace efecto, o ella se convence de que le hace efecto.
Porque toma mucho aire y dice: Me siento muy mal porque yo no quiero una hija. Tampoco un hijo, pero una hija menos. Va a ser igual que yo. Va a ser fea. Va a ser infeliz por fea. La gente como yo no tiene lugar en el mundo…
Me quedo sin saber qué hacer. El tipo sigue con sus pases como si lo que ella dice fuera cualquier cosa. Después de un momento noto que mi mamá se esfuerza por decir más. Antes de que logre hacerlo empiezan a salir lágrimas de sus ojos.
No me hago la operación porque me da miedo, dice. Porque no sé en dónde. Porque no tengo a quién preguntarle. Porque Arturo no va a querer.
Arturo es mi papá. Ahora es cuando me gustaría haber aceptado su amistad en Facebook para preguntarle qué opina. Si sí quería o no o qué.
Y ahora mi mamá empieza a llorar en serio. Llora con toda la cara y con la voz y no sólo con los ojos. Y está atrapada en la hipnosis, o el magnetismo o lo que sea, o tal vez sólo está convencida de estar atrapada, y por eso no se lleva las manos a la cara, ni se inclina, ni se va corriendo. Llora como nunca había llorado. Sin vergüenza. Y dice:
Pero luego pienso que no. Pienso que va a ser distinto… Que mi Mariana no se va a parecer a mí. No va a tener complejos. Mi Mariana se va a querer…
¿Qué hago? ¿Hablo con ella luego, cuando le hayan “arreglado el trauma”? ¿Me paro y me voy ahora? ¿Detengo todo y le hablo, la obligo a que me diga?
¿Qué quiero que me diga ahora?
El “doctor” hace pases mágicos con más fuerza que nunca. Se nota que está incómodo: que desearía quedarse solo con mi mamá.

Alberto Chimal (Toluca, 1970) es uno de los escritores mexicanos más fecundos y brillantes de su generación. Su obra ha servido para reconfigurar el panorama literario de México, haciendo obligada la valoración de géneros como la fantasía y la ciencia ficción, que habían sido tradicionalmente despreciados. Entre su extensa producción acaso quepa destacar las novelas La torre y el jardín, una de las novelas más notables que se han escrito en castellano en la última década y Los esclavos. También sus libros de cuentos Estos son los días, Grey o El último explorador. También ha escrito los guiones de varios cómics y es un frecuentador del microcuento.
Poe y compañía es la sección dedicada a la ficción en penúltiMa. Por necesidad un relato colgado en la web no debe ser muy largo, y eso nos recuerda a la unidad de impresión de la que habló el iniciador del cuento literario moderno. No nos parece mala cofradía para unirse a ella.
La fotografía que ilustra el texto es posiblemente la instantánea más conocida de Ormond Gigli.
Muy buen cuento. Las pasiones escondidas buscan como los ríos su cauce. ¿Hacia dónde? He ahí la riqueza de un buen cuento.