Ganadora del premio de novela café Gijón 2019, en un jurado compuesto por, entre otros, Giralt Torrente, Guelbenzu o Regás, esta nueva novela de José Morella lo confirma como uno de los autores más interesantes y rigurosos del acaso demasiado complaciente panorama de la literatura española. El director de penúltiMa nos dice por qué hay que correr a la librería a hacerse con un ejemplar.

 

Sólo en los libros ocurre lo simple y sencillo
Philip Larkin

Hace ya más de diez años, un poco más de once para ser exactos, que José Morella irrumpió en la primera línea de la edición española. No era nuevo, tenía ya una primera novela publicada, y también había entregado traducciones a la imprenta. Pero fue la publicación de Asuntos propios, su segunda novela, la que supuso un foco de atención para los lectores más o menos atentos a lo que sucede en la literatura española. Las circunstancias de la publicación de este libro habían sido, cuanto menos, poco habituales. Como cada año, la editorial Anagrama había otorgado a una novela el premio Herralde, que suele suponer el ascenso a los altos estamentos literarios. No es algo automático, de hecho basta con repasar la nómina de premiado para constatar que alguno ha sido pasto del olvido, de modo totalmente justificado, y otros han continuado con una carrera más o menos sólida pero alejada de los focos de la prensa. Ese año el premio se lo llevó Casi nunca, quizás la novela menos sorprendente de Daniel Sada, uno de los grandes autores mexicanos de los últimos cincuenta años y autor de una de las novelas más importantes de los últimos veinticinco años en castellano, que acaso forme junto a 2666 y La novela luminosa la tríada de las más determinantes de esa época. Anagrama estaba queriendo «fichar» al autor de Mexicali. Aquel año la categoría de «finalista», que unos años se da y otros no –entre las curiosidades de dicha categoría está que, por ejemplo, en su primera convocatoria Pombo fue ganador y finalista, o que Neuman ha sido dos veces finalista pero jamás ganador– se le concedió a una novela de Iván Thays de la que hoy nadie se acuerda. Más llamativo, porque nunca había sucedido y nunca ha vuelto a suceder, fue que se publicaran tres novelas que habían merecido la consideración de «semifinalistas», o de recomendaciones del jurado, y que se publicaron a comienzos de 2009. De esas tres novelas, dos de ellas son, a día de hoy, lo más memorable de aquel premio Herralde, una es Bajo este sol tremendo, de Carlos Busqued, una de las narraciones más impactantes que han aparecido en los últimos años que supuso una interesantísima relectura del género negro ambientado en el interior argentino, la otra era Asuntos propios.

Allí José Morella trazaba ya la figura del hombre de avanzada edad que es completamente incomprendido por su hija, y se permitía investigar en muchas de las intrigas de la familia en una novela que, en primera instancia, se habría quedado apenas en un cuadro de costumbres y crítica social de hacerse una lectura superficial de su propuesta. La imagen del viejo recluido y tratado como un loco aparecía por primera vez allí sin, acaso, sospechar el influjo que iba a tener de cara a la posterior trayectoria del autor.

Es más que posible que el interés que despertó la figura de Otto Gross y su particular enfoque de la psiquiatría y las relaciones de poder tuviera que ver con el tránsito de Asuntos propios hacia West End, y es más que posible que ya estuviera bosquejada esta última cuando Morella se dedicó a terminar Como caminos en la niebla, que supone también un giro en la voluntad de comenzar a desbordar las lindes genéricas que en su novela anterior se había cuidado muy mucho de violentar.

Hago todo este recorrido no por capricho, sino porque creo que West End es una novela menos autobiográfica de lo que puede parecer en una primera lectura, y mucho más enlazada con sus publicaciones anteriores de lo que podría parecer al leer estrictamente la contracubierta del libro. Digo esto porque, aunque el propio autor en las contadas entrevistas que concedió cuando se falló el premio en septiembre y en el libro mismo habla del alivio y la liberación que supone haber escrito esta purga familiar y personal, se hace evidente que no se trata de un mero texto confesional o terapéutico, o que, de ser así, sirve como remedio no solo para quien lo escribió, sino para todo aquel que se acerca a su lectura. Y, al mismo tiempo, es bastante claro para los que han ido siguiendo sus sucesivas publicaciones que West End está muy entrelazado con su anterior producción como para hacer una lectura totalmente desgajada de las que, al menos así se nos dijo, eran «ficciones» en el sentido más convencional del asunto.

Vivimos una época en la que la inflación de la «autoficción» termina por fagocitarlo todo, y parece que se olvida lo que hay de ficción en esos libros, cargando las tintas exclusivamente en lo que hay de autobiográfico. Sí, a mí me llama también mucho la atención que se desprecie tanto uno de los elementos del que ha salido el nuevo término en detrimento del otro. Y, más importante todavía, en el proceso de modificación de valores estéticos que vivimos, donde lo «documental» o «histórico» tiene cada vez un peso mayor, lo que está provocando un interesante cambio de paradigma en el que parece importar más lo que tiene un texto de testimonio o documento que de producción artística, parece que queda arrumbado por el camino el hecho de que estos textos, y digo estos por referirme en concreto a la novela de Morella, no son textos «históricos» en el sentido de que abarquen experiencias determinantes para el conjunto de la sociedad, sino tan solo para la familia donde se produjeron esos hechos y si trasciende ese restringido coto es, precisamente, por lo que tiene de acierto estético o de propuesta literaria y no mero soporte de pruebas o vestigios de lo sucedido.

Ojo que no es algo secundario. Si West End nos emociona, y nos conmueve mucho al leerla no es por la historia trágica de Nicomedes, ni por los silencios que se hacen evidentes tras el trabajo investigativo del narrador, ni siquiera por lo que tiene de comprensión de un parte de la familia y de el misterio que guardaba para él, tras la anagnórisis final de aquella epifanía única en el West End de Sant Antoni, si nos turba tanto transitar por sus páginas es por la labor literaria llevada a cabo por Morella. Una labor relacionada con la de Asuntos propios o Como caminos en la niebla, acaso más afilada, más perfeccionada, más disimulada en la secuencia de conversaciones cotidianas con su familia y en las aparentemente inocuas revelaciones sobre el pasado de su abuelo, pero no dejan de ser otra cosa que señales, marcas, de la destreza literaria de Morella.

Buen ejemplo de ello es como entrevera los asuntos «familiares» con la trama de Ibars, que tiene todo que ver y al mismo tiempo nada con la de Nicomedes. Un novelista que confiara mucho, quizás demasiado en las virtudes patéticas –léase el adjetivo en el sentido etimológico y no en su variedad popularizada– del álbum familiar, o en sus vacíos que van siendo rellenados mediante la investigación y la pluma del narrador, no habría desarrollado tanto la historia de Ibars, pero en tal caso la novela estaría descompensada o, por ser más exacto, estaría sobrecargada de memoria y quizás estaría falta de literatura, pero la presencia de Ibars, y no es relevante a efectos de esto que digo la existencia de su persona o de los hechos que se narran relacionados con el personaje, le aportan a la novela el barniz de lo ficcional, porque lo sean o no lo parecen. Y esto no es algo banal. En el contexto actual donde cada vez se nos presentan más novelas «de hechos reales» que no lo parecen, pero que justifican su existencia precisamente por eso, por ser «hechos reales que parecen ficción» es importante recordar que el nacimiento de la novela como género moderno tuvo que ver con la propuesta de textos como el Lazarillo o el Quijote que no eran sino «ficciones que parecían realidad». Que una ficción sea ficción no es un demérito, por mucho que los apóstoles de esta depauperación de la complejidad del hecho literario quieran vendernos. Y por eso me parecería un flaco favor a la ambiciosísima propuesta de Morella despacharla como un mero texto testimonial. Los textos que son presentados así tienen muy corto vuelo salvo que seas una niña judía que se muere de inanición mientras unos nazis van acabando con toda su gente.

West End, en cambio, vuela muy alto, porque nos transmite de modo vívido no ya la locura de Nicomedes, que es algo de complicada transmisión, sino la incapacidad de lidiar con ella de toda su familia y la fascinación que por él siente el narrador, un escritor obsesionado con los trastornos mentales porque intuye que no son algo ajeno a nosotros, sino algo con lo que convivimos, y no precisamente en cuerpos ajenos. Morella es capaz de operar como lo hace la mejor poesía: alumbrando a partes de nosotros mismos que estaban allí, dentro de nosotros, y no queríamos o podíamos ver. Más allá de la liberación de Nicomedes, simbólica y real, que se produce en la escritura de estas páginas, lo determinante es la toma de conciencia, y por lo tanto asunción y descargo, que se produce en los lectores. West End es un viaje no al interior de la familia Miranda, sino a la de todos nosotros. No es necesario que nuestro abuelo haya tenido que convivir con la esquizofrenia, que su familia no haya tenido la formación o el dinero necesarios para poder tratarlo o comprender qué le sucedía –esta novela tiene, como toda la narrativa de Morella, muy presente la condición social de sus personajes, sin caer jamás en el peligro constante de deslizarse a una literatura marcada por la ideología o que retrate lo sociológico de modo esquemático–, o que finalmente un nieto escritor vaya tirando del hilo hasta reconstruir lo sucedido para que uno sienta los vacíos en torno a los que las familias viven, la incomprensión en la que nos sumimos y la presencia de ese misterio inagotable que son los otros. Toda la producción narrativa de Morella, me voy a arrogar la potestad de incluir su primera novela, La fatiga del vampiro, que no he leído, dentro de esta generalización intuitiva, es una indagación en torno a esos tabúes, a la comunicación y su imposibilidad, así como el hurgar en esas grietas que, a veces, nos hacen sospechar que sí existe eso que llamamos humanidad, y la sospecha incesante de que esos momentos de comunicación con los otros sean más ficción que otra cosa.

Podrían decirse muchas, muchísimas cosas de West End, un artefacto creativo que respira con la naturalidad de un ser vivo, que supone un repaso a una parte de la Historia reciente de nuestro país y nos devuelve un retrato mucho menos apetecible que el habitualmente ofrecido por las ficciones que han decidido idealizar los últimos años del franquismo y los primeros de la democracia, e incluso intuir que ese supuesto cambio social que hemos vivido no sea tal. Hay mucho en las alforjas de este libro, por eso, mejor que seguir leyendo esto corran a hacerse con un ejemplar del libro de Morella y léanlo, que les hará mejor servicio que estas líneas.

 

Antonio Jiménez Morato (Madrid, 1976) es escritor, crítico y traductor. Su libro más reciente es la recopilación de ensayos sobre literatura latinoamericana contemporánea La piedra que se escribe (Festina, Ciudad de México, 2016). Además ha publicado la novela Lima y limón, que cuenta con ediciones en cuatro países y una digital de alcance global, y Mezclados y agitados. Entre otras cosas es el director de penúltiMa.