La narrativa de Henry James se caracteriza por poseer un ritmo lento y subordinado a la acumulación de detalles psicológicos que se conectan con el desarrollo de la trama y a la reconstrucción de los rasgos anímicos y sociales sus personajes. Quizá sea por esto que sus obras sean consideradas como exigentes en su lectura y, en ocasiones, de difícil acceso. A esta supuesta dificultad intrínseca, se le suma la gran abundancia de su producción: más de una veintena de novelas, un centenar de relatos y varias decenas de ensayos, obras de teatro, notas y otros escritos. Sin dejar de reconocer lo vasto de la obra de James y los múltiples puntos de vista que la han abordado, los ensayos contenidos en «Entre filosofía y literatura, en torno a Henry James», el libro coordinado por Álvaro Peláez Cedrés y Zenia Yébenes al que pertenece este ensayo (editado por la UAM Cuajimalpa), no aspiran a dar una imagen exhaustiva y completa del conjunto de su producción literaria; interesa –desde la relación entre la filosofía y la literatura– poner de relieve la significación cultural, histórica y psicológica de algunos de los textos más relevantes del más europeo de los escritores estadounidenses.
En un trabajo crítico de 1884 titulado “El arte de la novela”, Henry James dice: “Me parece que el hecho de que tenga tanto en común con el filósofo y con el pintor le da un gran carácter; esta doble analogía es una magnífica herencia”.
La pregunta acerca de qué quiere decir James con esta observación, que es el propósito de esta colaboración, tiene una primera respuesta, más explícita en el propio texto, que es: la novela, como la pintura y la filosofía, está destinada a representar el valor moral. Sin embargo, hay también otra serie de observaciones que nos hablan más específicamente de la opinión de James acerca de la naturaleza de ese valor y de las capacidades para su aprehensión. Esas afirmaciones comprometen a James con una concepción filosófica sobre el valor que es realista en cuanto a su naturaleza, e intuicionista acerca de su aprehensión.
No quiero decir con esto, por supuesto, que James profesaba o militaba dentro de una corriente o escuela filosófica específica, cuya doctrina quería exponer a través de su obra literaria. Como se verá, sus observaciones sobre lo que él considera que debe tratarse en una novela, y cómo el novelista es capaz de hacerlo, están lejos de ser sistemáticas o carentes de ambigüedad. Asimismo, la trama de sus relatos va más allá de un simple compromiso con una forma unilateral de ver los conflictos morales. Tiene también que ver con las vicisitudes y los impactos sociales y psicológicos que esos conflictos ocasionan, y cómo los implicados en los mismos soportan esas tensiones y vaivenes. Todo ello no constituye una teoría filosófica, sino una visión personalísima que sólo tiene, desde mi punto de vista, en su base, eso que considero una hipótesis realista sobre el valor.
Comienzo con una pregunta que muy a menudo nos hemos hecho los asiduos a las novelas: ¿qué esperamos de una novela y, por ende, cuándo consideramos una como buena? Muchos esperan diversión, un paréntesis en la vorágine de las actividades diarias, el relato de una situación ficticia que tenga poco que ver con la agobiante vida que todos tenemos. En este sentido, el que una novela sea buena dependerá casi del carácter de cada lector: unos valorarán lo bien representados que estén ciertos personajes virtuosos o ambiciosos y las posiciones prominentes que ocupan; otros dirán que la bondad depende del “desenlace feliz”, de la distribución que se haga al final de premios, pensiones, maridos, esposas, niños, millones, propiedades y observaciones placenteras; otros más, todavía, valorarán que la novela esté llena de incidentes y acontecimientos, de modo que sintamos ansias de saltar adelante y saber quién era el misterioso extranjero o si se encontró el testamento robado.
Sin embargo, puede haber una forma contrapuesta a ésta de la diversión de concebir la novela. Puede vérsela como una representación de la vida. Ésa fue la opinión de Henry James. En el mismo texto con el que comenzaba, James condena abiertamente la actitud, común todavía entre los novelistas del siglo xix, de considerar su propio trabajo como una serie de mentiras sobre acontecimientos que no han ocurrido verdaderamente. Esta actitud, que James cataloga como la actitud de pedir disculpas, traiciona, desde su punto de vista, la esencia misma del oficio del novelista, que consiste en ofrecer “una inmensa y exquisita correspondencia con la vida”.[1]
En esta tarea, como ya he citado, James considera que la novela se encuentra mucho más cerca de la pintura, la historia y la filosofía que lo que a menudo se cree. Dice en relación con la primera:
la analogía entre el arte del pintor y el arte del novelista es completa, hasta donde yo soy capaz de ver. Su inspiración es la misma, su proceso (haciendo concesiones para la clase distinta del vehículo) es el mismo. Y su éxito es idéntico. Pueden aprender el uno del otro, pueden explicarse y sostenerse el uno al otro. La causa de ambos es la misma, y el honor de un arte es el honor del otro.
Pero, ¿cuál es esa causa, esa inspiración y ese éxito compartido? Hay varias obras de James en las que se utilizan referencias a la pintura para hablar del oficio del novelista y del artista en general. Una de sus novelas más conocidas, El retrato de una dama, contiene en el título mismo la referencia a una forma del arte pictórico. Pero creo que no hay en toda la obra de James una en la que aparezca la referencia a la pintura como paradigma de representación de la vida más manifiestamente que en El mentiroso, de 1887.[2]
En esta novela corta, un pintor, Oliver Lyon, quien llega a una casa de campo para retratar a su noble propietario, encuentra después de muchos años a una bella mujer a la que había pretendido, la cual ahora se encuentra desposada con un militar, el coronel Capadose, quien es un consumado mentiroso.
Lyon había estado enamorado de esa mujer no sólo por su belleza, sino también por sus atributos morales. Era “sencilla, amable y buena”, y él había retratado ese carácter inspirándose en Charlotte, el personaje femenino de Las desventuras del joven Werther. Por ello, le resulta incomprensible que esa mujer, a quien considera “transparente y pura como el agua de un manantial” pudiera compartir la vida con semejante hombre, alguien que “miente sobre la hora que es, sobre el nombre de su sombrerero…” ( James, 2005: 71). Le atormentaba pensar que Everina hubiera sido corrompida por su esposo, que hubiera caído en la misma bajeza, que años de convivencia hubieran cambiado su carácter, convirtiéndola, aun por omisión, a ella misma en una mentirosa. Aun le tentó la idea de que simplemente no hubiera descubierto la impostura de su marido, y que diera por buenas sus mentiras.
En medio de estas reflexiones y de sus propios sentimientos por Everina, ahora renovados, Lyon decide retratar al coronel, retratar su carácter moral. Dice el pintor al tratar de justificar su propuesta de retratar a Capadose:
—¿Cómo va a irte muy bien pintar a mi marido? —preguntó la señora Capadose.
—Bueno… Es un modelo tan infrecuente. Un tema muy interesante. Posee una cara tan expresiva… Aprenderé una infinidad de cosas.
—¿Expresiva? ¿Expresiva de qué? —preguntó la señora Capadose.
—¿De qué? De su carácter.
—¿Y deseas representar su carácter?
—Por supuesto. Eso es lo que puede aportar realmente un gran retrato, y yo haré uno excelente del coronel.
Al igual que en El retrato de una dama, donde el objeto a retratar es, en palabras de James “la conciencia de la propia joven… su relación consigo misma” (James, 1996: 25), aquí lo que busca representar el pintor es el carácter mentiroso del coronel Capadose. Y este carácter, esta conciencia, es la vida que el artista busca representar. Como el gran Tiziano Vecellio —que James nombra repetidamente—, quien visualizó el reino de los mitos antiguos como parte del mundo natural, habitado no por estatuas inanimadas sino por seres de carne y hueso, y en cuyo Bacanal nos invita a compartir la alegría de sus figuras de un modo que hace a la Galatea de Rafael fría y remota, así James dice que Lyon, el pintor enfrentado al coronel Capadose, “tuvo la satisfacción de sentir cómo la vida crecía y crecía bajo su pincel, hasta un límite que rara vez había experimentado con anterioridad”.
El éxito de Lyon es testimoniado por aquélla a quien finalmente el retrato estaba destinado. Everina y su esposo contemplan a escondidas de su autor el cuadro terminado. La reacción de aquella mujer “sencilla, amable y buena”, aquella capacitada para ver, es la desesperación asociada a la conciencia de la verdad. Dice James:
La señora Capadose se apartó de su marido, se dejó caer en la silla más cercana y ocultó la cara en los brazos, apoyándose en una mesa. Su llanto de repente dejó de ser audible, pero se estremecía como si se viera abrumada por la angustia y la vergüenza…
—Está todo ahí. ¡Todo! ¡Está todo ahí! —continuó la señora Capadose.
—¡Caray! ¿Qué es todo lo que está ahí?
—Todo lo que no debería estar. Todo lo que él ha visto. ¡Es terrible![3]
Todo eso que no debería estar en el retrato es lo que el coronel Capadose es, y la pintura ha servido para hacerlo explícito. Así, el cuadro ha cumplido su cometido, ha representado la vida.
De la misma manera, la novela o el relato literario prestan también su atención a la vida, representan el valor, la “totalidad de la conciencia humana”, como dice James en “El futuro de la novela”. Sus obras del llamado periodo internacional ilustran esta búsqueda. En efecto, El retrato de una dama, El americano, Las alas de la paloma y Los europeos, tienen como tema el enfrentamiento entre caracteres morales definidos y contrapuestos, la contienda entre ser buenos o malos.
Notas
[1] Esa actitud despectiva hacia las novelas y el arte en general y su rechazo están excelentemente plasmadas en La musa trágica, de 1888-1890.
[2] Hay un antecedente de esta obra en una narración breve de 1868, cuyo tema es exactamente el mismo, salvo que en este caso la retratada es una mujer. Vid. “Historia de una obra maestra” (2010a). El recurso se repite de forma diferente en Confianza, de 1879, donde la relación entre un hombre y una mujer comienza con un retrato que aquel hace de esta última.
[3] . En “Historia de una obra maestra”, ya mencionado antes, la reacción del que encarga el retrato es semejante. Dice este al contemplar el retrato casi terminado: “Me parece que es un retrato demasiado duro, demasiado fuerte, demasiado cercano a la realidad. Por decirlo en pocas palabras: su retrato me asusta”. Y al justificarse el pintor de perseguir un máximo de realismo en su obra, vuelve a decir el mismo individuo: “No crea que no admiro la enorme variedad de recursos que ha utilizado y la firmeza con la que los ha inclinado a representar la realidad, pero se puede ser realista sin ser bruta… sin intentar, cómo lo diría… ser tan literal” (James, 2010a: 62).
Álvaro Peláez Cedrés. Doctor y maestro en Filosofía de la Ciencia por la Universidad Nacional Autónoma de México y Licenciado en Filosofía por la Universidad de la República, Uruguay.
Todo texto es un Palimpsesto, pero más todavía los que versan sobre otras producciones culturales. Haciendo un leve homenaje a Genette, en Palimpsestos se recogerán los textos críticos. En penúltiMa la crítica es meditación y diálogo. Los textos que pasan a entretejerse con aquellos de los que hablan.
exactamente un individuo,
por Rubén J. Triguero
nueva columna de Martín Cerda
adelanto del nuevo libro de
Javier Payeras
Antología de cosas pasajeras
por Javier Payeras
de Henry David Thoreau,
leído por Rubén J. Triguero