Claudio López Lamadrid murió el 11 de enero de 2019 de un infarto en la sede del grupo editorial Penguin Random House. Se le echará de menos.
¿Por qué se hace editor un editor? Es una de las preguntas que, antes o después, termina haciéndose cualquier lector medianamente asiduo. Todo el mundo parece entender la elección del autor, más narcisista y comprensible, pero no la del editor, que es una labor destinada a permanecer en la sombra para el gran público y apenas apreciada para los lectores más asiduos. Un editor es, como dice un amigo editor, alguien que debe decir casi siempre que no. Pero, añado yo, al que le causa una alegría inusual poder decir que sí. Un editor termina siendo alguien que comparte, un tipo de persona generoso que decide difundir un manuscrito para que la mayor cantidad de lectores posibles disfruten de su lectura. Al menos así fue durante mucho tiempo, antes de que los balances y la cuenta de resultados convirtieran a los editores en otra cosa. Pero hubo una época en que los editores se formaban, en primera instancia, como lectores. Uno de los últimos de esa especie es Claudio López Lamadrid. Siendo, como era, alguien que no tenía necesidad alguna de dedicarse al oficio de la literatura, porque podría haber seguido muchos otros senderos sin especial obstáculo, decidió seguir el ejemplo de su tío Toni y pasar las horas leyendo. Eso lo convirtió en un editor de la vieja guardia, alguien que, ante todo, disfrutaba con ese gesto de apartamiento de lo que sucede alrededor. Por eso, creo, que pudo comprenderme casi desde el momento en que nos conocimos. Yo era alguien que disfrutaba leyendo, como él. Tan sencillo como eso. Le confesé que las trabas a la circulación de los libros de la multinacional en la que él trabajaba me complicaba mucho poder disfrutar como lector de tantos libros por los que anhelaba poder transitar. Me dijo que le mandara una lista de los que quería y él me los conseguiría. Así de sencillo. Le mandé un correo electrónico con un inventario abusivo y él amontonó una pila de libros en su despacho y, apenas pasé por Barcelona, me invitó a visitarlo y llevármelos conmigo. Llevé conmigo una maleta vacía en aquel viaje a Barcelona, porque sabía que, como ocurrió, además de los que yo había listado él se encargaría de darme más. La cara del taxista cuando me vio salir de las oficinas del grupo editorial con esa maleta fue apoteósica. No tenía el por qué hacer aquello, yo, por no ser, no era ni siquiera un autor de la casa, colaboraba de modo tímido en algunos medios era, como lo sigo siendo, un don Nadie. Pero él no tuvo reparos en ejercer de editor y me regaló lecturas. Muy a menudo se señalan, y se señalarán siempre cuando se le recuerde sus «grandes hitos» como editor, sus éxitos. Es lógico en un mundo tan atado a las cifras y las fluctuaciones de capital como en el que vivimos que suceda algo así. Pero yo, en cambio, recuerdo de él sus tozudeces. Esa parte del carácter que permanece fuera de los focos, que tantos reprenderían. Que fuera editando todos y cada uno de los libros de David Foster Wallace menos The Broom of the System, por ejemplo. Ni siquiera cuando Wallace se suicidó y ya cualquier libro suyo tenía asegurada una venta cuantiosa que justificaba el desembolso que fuera necesario sin que importara mucho nada más. O por afán de completar la publicación de toda la obra de un autor. Pero él, sencillamente, no había disfrutado de la lectura de aquel libro. ¿Por qué compartirlo en tal caso?, ¿porque la lógica empresarial así lo dictara? Casi cualquier editor había firmado ese libro de uno de sus autores favoritos para completar la colección, pero no él. Justo lo opuesto sucedió con el primero de los libros de Junot Díaz. Drown, publicado en España como Los Boys, fue un fracaso comercial. Los ejemplares se amontonaban en la enorme nave que la multinacional tiene a las afueras de Barcelona y, cada cierto tiempo, llegaban los estadillos del almacén solicitando el visto bueno para destruir algunos ejemplares de libros que no se vendían. Los conozco, ahora que uno es autor de la casa me llega cada año la noticia de que destruirán libros míos. Claudio, siguiendo su intuición, fue salvando los ejemplares del libro en cada expurgo. Cuando, años después, Junot Díaz publicó su exitosísima novela protagonizada por Óscar Wao y se necesitaron ejemplares de su anterior libro a requerimiento de la distribuidora estaban todos ahí, esperando, salvados de la quema por la terquedad de Claudio. Partida ganada. Lo lógico sería haber publicado el libro de DFW y haber destruido los ejemplares del de Díaz, pero él no es (me van a permitir el presente) así. Por eso siempre será distinto. Sin ser un editor hiperintelectualizado, que olvida la cara mercantil de su trabajo, ni tampoco un mero supervisor de libros que se cree que serán super ventas sin que le importe la faceta cultural de la industria del libro, fue construyendo un catálogo que, como todos, estaba lleno de aciertos y errores. Pero sobre todo de fidelidades, de insistencias siempre que le fue posible. Tuvo que prescindir de algunos autores, sí, porque uno no puede ganar todas las batallas (aunque obtenga, pasado el tiempo, victorias pírricas como la de George Saunders), pero la obstinación que ha demostrado con Aira o con Naipaul son dignas de encomio. La labor de Claudio López Lamadrid durante todos estos años no tiene fecha de caducidad, está más allá de las modas, aunque a veces las haya seguido, o de los vaivenes de un negocio con el que, intuyo, de un tiempo a esta parte contemporizaba más que disfrutaba. Su cuenta de Instagram, llena de autorretratos acompañado con los escritores a los que admiraba, casi siempre en restaurantes, a donde te llevaba siempre que podía porque, además de editor era un gourmet y un profesional del gremio, proporcionaba el placer intermitente de encontrarlo allí con amigos comunes, con escritores a los que uno admiraba otras veces y, también, con otros a los que uno detesta. Hace dos días compartió en ella la foto de un precioso poema de Raúl Zurita, que ha terminado siendo un insospechado epitafio. Pero en todas las fotos se apreciaba la mirada tierna el que disfruta compartiendo, comida, charla, lecturas. Más que un editor fue siempre un amigo, de esos que comparten, hacen circular, te acercan a las cosas. Una vez me habló de un restaurante madrileño que era su favorito, el Sudestada, que yo no conocía ni podía permitirme por mis ingresos y la siguiente vez que estuvo en Madrid por trabajo me llamó para invitarme, sin más, sin motivo alguno. Porque sí, siendo uno un don Nadie, porque Claudio siempre será así: generoso. Este lunes pasado fue su cumpleaños. Me gustaría haber podido brindar con él para celebrarlo. Lo guardaremos en nosotros.

Antonio Jiménez Morato (Madrid, 1976) es escritor y crítico. Su libro más reciente es la recopilación de ensayos sobre literatura latinoamericana contemporánea La piedra que se escribe (Festina, Ciudad de México, 2016). Además ha publicado, entre otros títulos, la novela Lima y limón, que cuenta con ediciones en cuatro países y una digital de alcance global. Otros de sus libros son Mezclados y agitados o El sabor de la manzana. Entre otras cosas es el director de penúltiMa.
exactamente un individuo,
por Rubén J. Triguero
nueva columna de Martín Cerda
adelanto del nuevo libro de
Javier Payeras
Antología de cosas pasajeras
por Javier Payeras
de Henry David Thoreau,
leído por Rubén J. Triguero