El hecho de que en esta columna Martín Cerda se aproxima a la labor de Alfonso Reyes la convierte en un auténtico choque de titanes, ya que hay pocas veces en que podamos disfrutar de la opinión de un erudito sobre otro, siendo los dos, como son, más que relevantes para entender sus respectivas literaturas nacionales. Como siempre, gracias a Gonzalo Geraldo y Marginalia ediciones por permitirnos compartir esta sección Punta de lápiz con nuestros lectores. Disfrútenla.
“Su casa es la casa de sus libros”.
José Bergamín (1955)
Entre libros, pasó su vida don Alfonso Reyes.
Entre libros fue también el título, o símbolo viviente, con que anudó, en 1948, una serie de notas de varia erudición, publicada entre 1912-1923, en revistas de difícil hallazgo.
Don Alfonso fue un lector incurable.
Sus maestros preferidos, los griegos, le hubiesen contado, jubilosamente entre los “anagnostes”, entre los grandes lectores…Testimonio de ello es –amén de su obra, las más vasta e importante que ha rendido, hasta la hora, América- su biblioteca.
En su casa, número 122 de la Avenida Industria de Ciudad de México, reunió, en poco más de medio siglo de vida con la Literatura, cuarenta mil volúmenes, que representaron las más grata compañía en la odisea terrenal del Ulises del papel, de la tinta, de las letras.
Los conoció todos.
Su erudición era sorprendente. Cuando menos se lo adivinaba, se echaba a volar por cielos griegos, latinos, sajones o románicos. Era la eruditio, sobre todo, de un poeta. Quizá la de un filósofo insospechado, in partibus infidelieum.
“Padezco –afirmó en cierta ocasión- de un mal que comparo a la hemofilia. Lo llamo tintofilia. No puedo parar la tinta que mana de mí”. Resultado de esta tintofilia son los veinticinco volúmenes (en publicación) de sus Obras Completas.
Hasta su taller literario –su casa-biblioteca, la llamó Victoria Ocampo–, llegaban, desde los cuatro vientos de la rosa, sus admiradores más fieles. Nunca olvidaron el espectáculo de don Alfonso entre sus libros. Hubiese sido como olvidar la figura de Erasmo ante su atril…
“Si hay una casa –escribió Etiemble, hace unos años– que me hubiese gustado ubicar bajo la invocación de Goethe, sería la de Alfonso Reyes…”
“Para mí –apuntó otro francés ilustre, Jules Romains– la casa de Alfonso Reyes en México –esa casa que es una enorme biblioteca, a la que le han añadido, tímidamente, unos pequeños cuartos útiles– es una especie de símbolo polivalente… sugiere la imagen de una civilización…”
“La vasta biblioteca que Alfonso Reyes ha legado a su patria –anotaba, el pasado año, en Sur, J.L. Borges– no es otra cosa que un símbolo imperfecto y visible”. “El paseo nos condujo –recordaba, en su estudio sobre el helenismo de A. Reyes, el sueco Ingemar Düiring– a la biblioteca magnífica de D. Alfonso Reyes, con su taller de escritor en una plataforma, desde donde el señor de la casa puede divisar todos sus libros, esos amigos silenciosos…”
Hombre de libros… no fue otra cosa don Alfonso.
Su casa fue la casa de sus libros. La morada desde donde fue urdiendo, en largas noches de vigilia, la realización o cumplimiento de su vocación humanística. Humanismo es, en buena parte, diálogo lúcido, vivo con la tradición que se encierra o se guarda, en libros.
Nota literaria fechada el 19 de agosto de 1961, correspondiente a sus entregas intituladas “Punta de lápiz” del periódico La República de Caracas.
Martín Cerda nació en Antofagasta en 1930. Realizó sus estudios básicos en Viña del Mar, en el colegio los Padres Franceses. Desde entonces su pasión fundamental fueron los libros, especialmente la literatura y la cultura francesa. Por esta razón, a los 21 años viajó a París, con el propósito de conocer e imbuirse en la corriente intelectual encabezada, en esta época, por los existencialistas Jean Paul Sartre, Boris Vian, Albert Camus, Ives Montand, Simone de Beauvoir entre otros. Se matriculó en la Universidad de La Sorbonne para estudiar derecho y filosofía, allí entró en contacto con obras de escritores franceses y europeos fundadores del pensamiento moderno. Así, Cerda fue uno de los primeros escritores chilenos en estudiar a los intelectuales europeos de la década de 1950, adquiriendo con ello una erudición que lo posicionó como el único autor con la capacidad de difundir tales ideas en Chile. Todo esto ayudó a forjar su orientación de ensayista, actividad que abordó con gran entusiasmo, pues esta forma literaria le permitió situarse en la contingencia y dejar constancia de su tiempo. De regreso en Chile, trabajó como columnista en distintos periódicos y revistas, colaboró desde 1960 en la revista semanal PEC, y en el diario Las Últimas Noticias, donde escribió ensayos sobre hechos históricos, literatura, cultura y contingencia chilena. Asimismo, en 1958, participó de un suplemento del diario La Nación llamado «La Gaceta». Por otra parte, en esta época formó parte del ambiente intelectual chileno, integrándose a discusiones literarias en cafés y en tertulias y dando charlas. En 1970 resolvió abandonar Chile y establecerse en Venezuela desde donde siguió enviando artículos para Las Últimas Noticias. Además trabajó en un suplemento literario de un periódico de ese país. En 1982 publicó su primer libro, La palabra quebrada: ensayo sobre el ensayo, en el que propuso un recorrido por la historia de este género, desde sus orígenes. En 1984, asumió la presidencia de la Sociedad de Escritores de Chile, cargo al que renunció el 3 de marzo de 1987, porque quería dedicarse por completo a la preparación de otros libros de ensayos. Ese mismo año, publicó Escritorio, un largo texto donde reflexionó sobre el oficio del escritor. En 1990, obtuvo la beca Fundación Andes para llevar a cabo tres proyectos de investigación en la Universidad de Magallanes (Umag): Montaigne y el Nuevo Mundo; Crónicas de viajeros australes y una completa bibliografía de Roland Barthes. Esta experiencia lo motivó a trabajar en la ciudad de Punta Arenas, donde había descubierto una escena literaria fecunda y una activa vida académica.Sin embargo, a los pocos meses de haberse instalado, en agosto de 1990, la Casa de Huéspedes del Instituto de la Patagonia, donde estaba alojado, sufrió un incendio que destruyó casi por completo su biblioteca personal y sus manuscritos próximos a ser publicados. Esta catástrofe le asestó un duro golpe del cual nunca logró recuperarse. Luego de sufrir un paro cardíaco a fines de ese mismo año, debió ser sometido a una intervención quirúrgica que, en definitiva, no resistió. Murió el 12 de agosto de 1991. Dos años después, los investigadores Pedro Pablo Zegers y Alfonso Calderón publicaron dos libros recopilatorios de sus ensayos dispersos en libros y revistas. Más tarde, el prólogo de Martín Hopenhayn a la última edición (2005) de Palabra quebrada; ensayo sobre el ensayo, marcó la reactivación de las lecturas e interpretaciones en torno a su obra, que vino a confirmar la publicación de Escombros: apuntes sobre literatura y otros asuntos, volumen de textos inéditos con edición y prólogo también a cargo de Calderón
exactamente un individuo,
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nueva columna de Martín Cerda
adelanto del nuevo libro de
Javier Payeras
Antología de cosas pasajeras
por Javier Payeras
de Henry David Thoreau,
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