El «efecto de realidad», nos dijo Barthes, se ancla en los más pequeños detalles, en esas minucias que tan desapercibidas pasan para tantos lectores (incluso críticos o profesores universitarios), más preocupados por encontrar en un texto lo que buscan que por atender a lo que realmente el texto desvela.

 

El primero de los cuatro libros que forman El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha termina en mitad del duelo del Caballero de la Triste figura con el Vizcaíno. Ambos, espadas en alto, contemplan como se cierra el capítulo en un momento climático a la espera de la resolución del combate. Más allá de la exhibición en el dominio del suspense folletinesco que demuestra Cervantes al interrumpir la narración cuando todos los lectores están ansiosos por saber el resultado del enfrentamiento, lo verdaderamente llamativo es la fractura que sufre la narración entre los capítulos viii y ix de la primera mitad del Quijote. En ella se encuentra el punto clave de una de las más atinadas piruetas narrativas de la Historia de la literatura.

Como sabe todo lector, al final del capítulo octavo se cuenta que el narrador no puede continuar la historia porque es hasta ahí donde alcanzan los manuscritos que había recibido hasta ese momento donde se albergaba la historia de don Quijote. El capítulo noveno se inicia con la digresión del propio Miguel de Cervantes donde afirma que no debe ser difícil encontrar la continuación de la narración que lo ha entretenido hasta ese momento. Esgrime como argumento que en el donoso escrutinio realizado por el cura y el barbero tras la primera de las salidas del hidalgo, aquella en la que se hiciera armar caballero, aparecían libros de muy reciente publicación. De ahí surge la creencia de que no debe ser complicado encontrar la continuación de las andanzas del hidalgo. Así sucede, de hecho: en la Alcaná de Toledo se encuentra con unos cartapacios en caracteres arábigos que, una vez encuentra quien se los traduzca, se revelan como la continuación, completa, de la Historia de don Quijote de la Mancha, contada por Cide Hamete Benengeli, historiador arábigo. Cervantes, tras revelar como ha encontrado la continuación de la novela, prosigue con las andanzas de su protagonista.

Los cervantistas han encontrado un filón para el estudio en esta fractura. Por ejemplo, el hecho de que el original, del que la novela de Cervantes es apenas una  copia o versión, estuviera escrito en árabe cuando sus hablantes habían sido expulsados de la península es una buena excusa para una tesis doctoral. El juego de narradores que se genera en este momento y que se complicará, todavía más, en la segunda parte de la novela es una de las vetas más transitadas y fecundas de los estudios cervantinos. O el deslinde genérico entre las novelas de caballerías que se parodian en el inicio de la novela y que desde este momento quedan en un segundo plano al abocarse el texto a la historiografía. Y muchas más posibilidades que un vistazo a cualquier anuario de las publicaciones especializadas puede solventar.

El genio cervantino se muestra en esa capacidad de darle un nuevo giro a su creación con un pequeño detalle, en apariencia apenas una anécdota, que sobredimensiona el alcance de su novela. Más allá del profundo calado que implica ese pasaje del libro, conviene repensar en la función de esa narración anecdótica del encuentro del cartapacio, que no va más allá de una página, y lo que supone dentro del libro. Cervantes no rompe la narración por capricho. Le permite, ante todo, lograr un objetivo: introducir la realidad dentro del discurso de la novela. Es a través de esa fractura por donde permite que entre lo Real en el Quijote.

Toda la novela se construye, como artefacto narrativo, sobre la tensión producida entre el mundo que el hidalgo proyecta desde su mente trastornada, el mucho leer y el poco comer, y el mundo que el resto de los personajes aceptan como espacio social y que nos hemos acostumbrado a llamar realidad. O sea, entre el mundo real dentro del universo del texto y el mundo imaginario de don Quijote. Interrumpir la narración para evidenciar su carácter ficcional y, acto seguido, retomarla ligeramente desviada mediante el matiz de que se trata de unos hechos históricos es, desde luego, una ocurrencia genial. Es el mecanismo del que Cervantes se vale para inventar la novela moderna, que se entronca en ese sentido con el Lazarillo al plantear una relación doble de imitación y suplantación con lo que hemos dado en llamar mundo real. La novela asume su condición de narración ficticia, pero pretende seducir al lector en tanto que pueda presentarse como algo que podría ser cierto. La pregunta sería cuál es la marca que entrega esa realidad. Desde luego no el hecho de que el texto esté escrito en caracteres arábigos, ni el nombre del autor árabe, ni siquiera la presencia de Miguel de Cervantes como autor inmerso ahora en el tejido narrativo[1]… La marca de realidad viene dada por el modo y el lugar en que se encuentra ese cartapacio: el Alcaná de Toledo, un lugar perfectamente reconocible para un lector de la época y por eso mismo asumido al instante como espacio real, y la costumbre de Miguel de Cervantes de leer cualquier papel que encuentra, aunque sean los papeles rotos de las calles.

Algo tan anecdótico, banal y secundario como esa costumbre es en realidad lo que le da la profundidad necesaria a ese pasaje. Porque el lector interpreta, de modo automático, la verdad –no tanto la veracidad o verosimilitud como la verdad- que reposa en esa acción y en el hecho de introducirla en la novela. La anécdota puntual, lo más pasajero y aparentemente irrelevante de la narración, es en realidad la pieza clave que sostiene en buena medida la ambición de la novela. La lección queda así bien explicada para todo lector atento. La anécdota debe ser la que otorgue verdad al discurso, porque es en el detalle donde un texto puede venirse abajo, donde puede aparecer la impostura que nos lleve a abandonarlo.

Sirva como ejemplo el detalle de la ventana de Los crímenes de la calle Morgue. Edgar Allan Poe ha calculado meticulosamente los distintos niveles de discurso, la dosificación oportuna de la información que el narrador va ofreciendo del excéntrico investigador que es Auguste Dupin, todo destinado a que el lector asuma la alambicada explicación de los asesinatos. Pero hay un detalle, una anécdota, que Poe descuida. Un matiz inane, incluso, pero que ha permanecido en el texto: la ventana y el clavo que la mantiene abierta. Esa ventana es una ventana de guillotina, esas ventanas de guillotina que son de uso frecuente en los Estados Unidos. Pero ventanas de guillotina que nada tienen que ver con las de batientes que se montan en Europa y, sobre todo, en París. Más allá de un error de verosimilitud, lo que el lector detecta es la falta de verdad, el descuido. Lo de menos es que pueda venirse abajo la historia. La anécdota ensombrece el conjunto, se magnifica hasta que el lector contempla todo como una construcción artificiosa. Inteligente y divertida génesis del género policial, sí, pero no verdadera. Un género que, precisamente, parece siempre atravesado por la falta de verdad hasta que se convierte en la serie negra que, al despreciar esos detalles destinados a la resolución del enigma, se presenta mucho más verdadera.

Quizás haya que remontarse hasta ese paso del octavo al noveno capítulos de El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha para entender los motivos del furor que los géneros autobiográficos despiertan hoy. Los diarios, cartas, memorias y demás se presentan ante el lector con la ventaja inherente de no exigir ese pacto que los otros géneros parecen haber desgastado hasta convertirlo en un obstáculo casi insalvable ya para muchos lectores. Algo en cierto modo incomprensible puesto que todo texto nace de percepciones y recuerdos reales que, pasados por el tamiz subjetivo de la experiencia y el afán estético de la creación, se ven convertidos en hechos ficticios, pero que no por ello son menos verdaderos. Quizás, en muchos casos, los lectores, y muchos autores son lectores en primer lugar, parecen haber olvidado las palabras de Proust al final de El tiempo recobrado, esa novela que se lanza también desde el hecho anecdótico de mojar una magdalena en una taza de té: “no hay ningún hecho que no sea ficticio”.

[1] De hecho su condición autoral se verá suplantada por diversos autores que extienden las aventuras quijotescas tras la rotunda fortuna comercial del libro, siempre con poco eco hasta que un tal Alonso Fernández de Avellaneda publica una exitosa continuación que obliga a Cervantes a acelerar la escritura de la Segunda parte de su novela donde cuestiona, desmiente e incluso dialoga con dicha continuación apócrifa.

 

 

Antonio Jiménez Morato (Madrid, 1976) es escritor y crítico. Su publicación más reciente es la recopilación de ensayos sobre literatura latinoamericana contemporánea La piedra que se escribe (Festina, Ciudad de México, 2016). Además ha publicado la novela Lima y limón, que cuenta con ediciones en cuatro países además de una digital de alcance global. Otros de sus libros son Mezclados y agitados o El sabor de la manzana. Entre otras cosas es el director de penúltiMa.

Perengano: todavía menos que fulano, mengano o zutano.

La imagen que ilustra la entrada es una fotografía de Helen Levitt, como viene siendo habitual en la sección Perengano.