Es conocida la fascinación que ejerció Marcel Schwob en muchos escritores contemporáneos suyos. Entre ellos acaso fuera mayor en Jules Renard que escribió de modo abundante sobre él en sus diarios. Precisamente de una selección de los numerosos pasajes del diario de Renard donde habla de Schwob se compone un libro que acaba de editar la UNAM y que cuenta con un prólogo, este, escrito por César Ramiro Vásconez y que ponemos a disposición de los lectores de penúltiMa.

«La gente feliz no tiene talento»

«Si tuviera talento, me imitarían. Si me imitaran, me pondría a la moda. Si me pongo a la moda, pasaré muy pronto de moda. Por lo tanto, es mejor que no tenga talento». Así escribe Jules Renard (1864-1910) en una entrada del 21 de Abril de 1896 de sus Diarios 1887-1910[1]. Cuando son más los reveses y los triunfos, espejismos, si un escritor no deja de apremiarse por el prestigo y el reconocmiento, es que está inseguro de su valía; no puede ver que lo incierto es lo más fértil que tiene ante sí.

Nacido en Châlons-du-Maine, llega a París a los 17 años con tanto talento como ansias de gloria. Abandona sus estudios de filosofía apenas comenzados, pues una carrera académica estaba muy por debajo de sus ambiciones. Comienza a escribir, a frecuentar los cafés y los teatros; pasado el vértigo inicial, la bohemia suele maquillar una vida de miseria y precariedad. Renard busca trabajo sin éxito, empieza a colaborar en diarios y revistas, se emplea esporádicamente como preceptor. A los 24 años se casa con Marie Morneau, que tenía diecisiete años, una dote nada despreciable y un importante patrimonio, el cual Renard emplearía para ser accionista de la editorial Mercure de France, volviéndose su colaborador estable y asegurándose así una importante influencia a futuro. Pero el verdadero precio que tuvo que pagar fue alto: una convivencia imposible con su suegra por disponer de sus bienes; además, el fundador de Mercure de France, Alfred Vallete, lo despreciaba, veía en Renard a un campesino arribista.

Es con su novela El parásito[2] (1892) por la cual empezará a ser conocido. «El burgués es aquel que no tiene mis ideas», declara Henri, su protagonista, un joven escritor en ciernes que es acogido prácticamente como a un hijo por los Vernet, una familia próspera en vacaciones, y que se regodea sin remordimientos en su condición de ventosa. El calificativo de autor alegre que le endilga la crítica no le satisface. Con Pelo de zanahoria[3] (1894), su siguiente novela, empezaría a lograr el reconocimiento que tanto ansiaba. La historia de un niño rechazado por sus padres, vejado por sus compañeros de escuela, una especie de venganza del propio Renard contra su infancia, su familia y la burguesía rural francesa. Su detonante fue la pésima relación entre la madre de Renard y la esposa de este, durante el embarazo de su primer hijo, pues la joven pareja decidió ir a la casa de los padres del autor, en Chitry, por razones económicas. El retrato de Madame Lepic, la madre del protagonista, es áspero y cruel. Los cuentos breves de Historias naturales[4] (1896) — entre el poema en prosa y la viñeta — afianzaron su reputación.

No hay ascensión sin un golpe o una mancha: en 1897 el padre de Renard se suicida con un fusil de cacería para no sucumbir a una enfermedad incurable. Aunque es un hecho que apenas se menciona al pasar en sus diarios, su muerte no dejaría de atormentarlo. Renard se pone del lado de Emile Zola y su Yo acuso (1898), defensa del capitán Dreyfus, acusado injustamente de espionaje en favor de Alemania. Desde el diario Cri de Paris fustiga al nacionalismo antisemita en crónicas anónimas, el cual era la norma en ese entonces, así como hoy la islamofobia o el rechazo a la inmigración; aunque como muchos de sus contemporáneos, Renard dosificaba el antisemitismo para su círculo íntimo. El mundo no es pequeño, la burguesía sí. 1900 será su año de triunfo: la versión teatral de Pelo de zanahoria es un éxito tanto entre el público como ante la crítica, además, luego de algunos traspiés por ambicionarla tanto, al fin obtiene la Legión de Honor.

Siguiendo a su idolatrado modelo, Víctor Hugo, uno de los propósitos de Renard, progresista republicano y anticlerical, era levantar un capital intelectual para introducirse en la política. Logró ser elegido como miembro del consejo municipal de Chaumont. Fue alcalde de Chitry en 1904, al igual que su padre. «Nací para ser alcalde de la ciudad», anota en su diario; reelegido, ocupó ese cargo hasta su muerte. Aunque consideraba que «un campesino es un tronco de árbol que se desplaza», apoyó muchas de las conquistas sociales logradas durante la Tercera República en Francia: el laicismo, el ingreso de las mujeres a la secundaria, la enseñanza universal para todos los jóvenes. Colaboró en L’Humanité, el diario fundado por Jean Jaurès, desde su fundación.

Aunque Toulouse-Lautrec y Bonnard ilustraron sus libros siempre desdeñó a la pintura. De nula sensibilidad musical, Renard se aburrió con Pelléas et Melissande, la opera de Debussy, tampoco se entusiasmó cuando Ravel quiso mostrarle su adaptación musical de Historias Naturales. No solo cumplió con el servicio militar, pidió repetirlo varias veces, llegando a ostentar el rango de sargento de la división de ciclistas. Prefería la vida en el campo, la bicicleta, el tiro al blanco, la cacería, de las que tuvo que alejarse por la afección cardiaca que lo llevaría a la muerte. Durante sus últimos años como autor se concentró en la dramaturgia y la crítica teatral. Un año antes de la muerte de Renard, su madre cayó a un pozo y falleció, no se sabe si se lanzó o si perdió el equilibrio a causa de una embolia.

Renard, que conoció la celebridad y el reconocimiento en vida, empezó a escribir sus Diarios a los veinte y tres años, los cuales fueron editados póstumamente. La edición[5] en que se basa esta selección fue expurgada por su esposa, Marie Morneau fue la única que los leyó en su integridad. Superando el desmayo y la indignación al enterarse de las infidelidades de su marido, suprimió la mitad del manuscrito, especialmente los pasajes acerca de sus contemporáneos para evitar represalias legales. Luego los quemó íntegramente. Solo se conserva una página manuscrita de su autor.

«Escribir sobre un amigo es enojarse con él»

«Imaginen que la semejanza es el lenguaje intelectual de las diferencias, que las diferencias son el lenguaje sensible de la semejanza. Sepan que todo en este mundo es solo signos, y signos de signos», escribió Marcel Schwob (1867-1905) en el prólogo de El hombre de la máscara de hierro (1892).

Cuando el diario en papel era uno de los avances tecnológicos de mediados del siglo XIX y el periodismo una profesión respetada; el padre de Schwob, nuevo propietario de Le Phare de la Loire, periódico de Nantes, se traslada a esa ciudad con su familia. Con apenas once años, Schwob publicó allí una reseña sobre Un capitán de quince años (1878), la novela de Jules Verne. Para iniciar sus estudios se muda a París, donde lo acoge Léon Cahun, su tío y bibliotecario de la Biblioteca Mazarine. Fue él quien lo inició en las obras de Rabelais y de François Villon, del cual llegaría a convertirse en uno de sus mayores especialistas. Sus investigaciones lo llevaron a descubrir que Villon formó parte de una banda criminal conocida como Les Coquillards. Su facilidad natural para las lenguas y el argot lo convirtieron en políglota, también asistió al seminario de lingüística de Ferdinand Saussure. Aunque obtiene su licenciatura con el puntaje más alto, la academia le cerró las puertas; nunca quiso ni pudo ser un rentista, se dedicó a la escritura, el periodismo y la traducción.

Schwob conoció a Renard cuando los dos empezaban a publicar. No hay medio literario que no esté marcado por las relaciones volátiles, la tensión por los pagos retrasados, las envidias, el resentimiento y las rivalidades. Así los afectos se enfrían y mutan en odio. Cuando Schwob dirigió el suplemento literario del periódico L’Écho de Paris, no dudó en invitar a colaborar en sus páginas a muchos de los que consideraba sus amigos, algunos de los cuales le darían la espalda en los peores momentos. Mientras Schwob se carteaba con Robert Louis Stevenson, Renard le hace saber de su elogiosa incomodidad hacia El libro de Monelle (1894).

Ninguno de los dos llegó a los cincuenta años: si Renard sucumbió por los problemas cardiacos, una enfermedad intestinal acechó a Schwob, quien al igual que De Quincey recurrió al láudano y al éter para calmar el dolor. Será hospitalizado, sufrirá varias operaciones intestinales, ningún doctor acertará con el diagnóstico, debilitándose a merced de la morfina. Las razones que llevaron a Renard a detestar a Schwob son las mismas que provocaron la admiración de Borges por Vidas Imaginarias (1896), precursor de Historia universal de la infamia (1935). Schwob dejó importantes traducciones: Moll Flanders, la novela de Daniel Defoe; Hamlet y Macbeth de Shakespeare adaptados para la escena, que no llegaron a ser un éxito de taquilla.

«La sonrisa es el comienzo de la mueca»

“He aquí Renard atado enteramente: — escribe Jean Paul Sartre en en L’homme ligoté[6] — es, a pesar de alguas negaciones sin fuerza, un realista. Entonces, lo propio del realista, es que no actua. Contempla, pues quiere pintar lo real tal como es, es decir, tal como se le aparece a un testigo imparcial. Es necesario que se neutralice, ese su deber de clérigo. No está, jamás debe estar “involucrado”. Planea por encima de los partidos, por encima de las clases, y por ello, se afirma como burgués, pues la característica específica del burgués es negar la existencia de la clase burguesa. (…) Como el realista es pesimista, solamente ve en el universo desorden y fealdad”.

Entre la caja de herramientas, el laboratorio, el campo de tiro al blanco, en los Diarios de Renard ya se encuentra una displicencia similar a la de Descanso de caminantes (2001) de Adolfo Bioy Casares. Cuando se miraba a sí mismo lo hacía para dirigirse las invectivas más duras; esas imágenes al escalpelo, esos aforismos fulgurantes, su humor a menudo cruel. “La tentativa de Renard aborta, al contrario, incluso antes de que se haya dado cuenta de lo que quería hacer, — vuelve a arremeter Sartre — porque estaba viciada desde la base. Habría tenido que perderse, abordar el solo objeto. Pero Renard no se pierde jamás. (…) Si habría rechazado la evasión, como Rimbaud, si habría tomado directamente a la pretendida “realidad”, si habría hecho estallar a los cuadros burgueses y cientistas, habría podido llegar al inmediato proustiano o a lo surreal del Paysan de Paris, puede ser que habría adivinado esa “substancia” que Rilke o Hofmannsthl buscaban detrás las cosas. Pero nunca supo lo que buscaba, y si está en el origen de la literatura moderna, es por haber tenido vago el presentimiento de un territorio que le estaba prohibido”.

La siega del tiempo no deja a ningún ego en pie: Renard puso por encima de Mark Twain a Alphonse Allais. Tal como hoy, quienes idolatran al pasado por las asperezas del presente se quejaban amargamente porque los periódicos llenaban las plazas, los cafés y los tranvías de gente alienada con sus crucigramas o con la novela por entregas (que a veces eran de Flaubert o de Dickens). Olvidando así que las innovaciones tecnológicas alteran inevitablemente las formas de comunicación y que el deseo es coartado o alentado según el grado de posesión de capital. Renard sabía que no hay nada más temible y patético que la estupidez de los hombres de letras; por ello retrató sin piedad a la fauna de los parnasianos menores, incapaces de vivir sin parasitar de otros, sea de una subvención o de una sinecura.

No solo juzgó duramente a sus contemporáneos, como a Maurice Barrès, por ultramontano y nacionalista (aunque haya estado de acuerdo con él en otras cosas); también veía con desconfianza y sorna a sus mayores. Mallarmé le resultaba incomprensible y molesto. El fauno Verlaine, — el que conoció Rubén Darío — le parecía un payaso decepcionante. Nada que no se haya visto entre los autores menos interesantes de las editoriales independientes o del slam poetry, de los cuales es probable que no quede ni una nota al pie de página. Quienes hoy en día buscan prestigio y ascenso social a través de la literatura o el periodismo son acechados muy pronto por la decepción y la miseria; acaban tomando no una guitarra, sino una cámara o afiliándose a un partido reaccionario. Ya hay alguien diseñando — tal vez sea un lector de Schwob — el algoritmo que va a reemplazarlos.

[1] Renard Jules, Diarios 1887-1910, Debolsillo, Madrid, 2014. Traducción y selección de Ignacio Vidal-Floch Balanzo.

[2] El parásito, Trifaldi, Madrid, 2006. Traducción de Máximo Higuera Moreno.

[3] Existen dos ediciones en español: Pelo de zanahoria, Akal, Madrid, 2002, traducción de Ana Fernández Álvarez ;  Pelo de zanahoria, Debolsillo, Madrid, 2014, traducción de Ana María Moix

[4] Historias naturales, Debolsillo, Madrid, 2014. Traducción de Joan Riambau Moller.

[5] Renard Jules, Journal 1887-1910, Éditions Robert Laffon, S.A., Paris, 1990.

[6] Sartre, Jean Paul, L’homme ligoté. Notes sur le «Journal» de Jules Renard, Situations, I, Paris, Gallimard, 1947. Pags. 379 y 377.

 

César Ramiro Vásconez (Quito, 1980) Hizo estudios de Letras y Edición en la Universidad de Buenos Aires (UBA). Fue jefe de redacción de La Comunidad Inconfesable. Como editor preparó la Obra Poética (2007) de David Ledesma y Minero de la Noche — 24 poetas franceses de vanguardia —(2008) de Jorge Carrera Andrade. En el 2009 fue seleccionado para el Programa de Residencias Artísticas para Creadores de Iberoamérica del Fonca en México. Aldaba, (Huesos de Jibia, Buenos Aires, 2010) es su primer libro de poesía. En el 2012 fue escritor en residencia de la Maison des Écrivains Étrangers et des Traducteurs (Meet) de Saint-Nazaire en Francia y editor de su revista bilingue Quito/Dublin N°16 (Meet, Saint-Nazaire, 2012). Dirigió Alkmene, revista de literatura y traducción (2014). En 2015 publicó Tierra tres veces maldita (Meet, Saint-Nazaire, 2015), su primera novela.
Todo texto es un Palimpsesto, pero más todavía los que versan sobre otras producciones culturales. Haciendo un leve homenaje a Genette, en Palimpsestos se recogerán los textos críticos. En penúltiMa la crítica es meditación y diálogo. Los textos que pasan a entretejerse con aquellos de los que hablan.

La imagen que ilustra el texto es de Sandra Ramos Casasampera, su trabajo puede disfrutarse en su página web: http://sandra-ramos.format.com/