Las palabras son nuestra esencia. Todo es lo que decimos que es y al expresarnos nos convertimos en lenguaje. Sin palabras que nos materialicen somos muy poca cosa pero, expresados a través de ellas, ¿qué somos sino juego verbal, máscara, representación?
Algunos consideramos a Fernando Pessoa el gran escritor del siglo XX porque supo saberse muchos autores –entre los que siempre recordaremos a Álvaro de Campos, de quien Pre-Textos acaba de publicar toda su obra traducida, como poeta independiente, Ricardo Reis, Bernardo Soares y Alberto Caeiro- e, interesante por todas sus voces, se convirtió en una figura de excepcionalidad al transformarse en otro a cada texto. El hecho de que en vida apenas fuera reconocido no empequeñece su dimensión sino, al contrario, contribuye a magnificarla pues es característica común de las personalidades geniales disfrutar de la incomprensión de sus coetáneos, entretenidos en componer cada uno a su manera su propia máscara.
Algo así ocurrió con Miguel de Cervantes, cuya imaginación todavía sorprende al lector y que acabó sus días con poca fama y escasa fortuna. Crear un personaje universal e intemporal no está al alcance de cualquiera. Alonso Quijano se singulariza porque cree ser quien no es y, viviendo la vida de otro, transciende sus propias limitaciones. Su fabuloso autoengaño, su nebulosa errabundia, admira al mundo entero y, símbolo de un imperio español que magnifica sus potencias e idealiza su pasado, cumple con su destino mucho mejor que aquellos otros, avarientos del tiempo, que no lo dilapidan ni lo disfrutan. No en vano se considera que, con este libro lleno de aventuras imposibles, Cervantes inaugura el realismo, este modo de comprender si no el mundo en su esencia, lo esencial del engaño que nos acecha, al intentar comprenderlo.
El Quijote es el modelo reconocido del famoso Barón de Münchhausen, al que caracterizó Rudolf Raspe en 1785, contador de autoficciones hiperbólicas que aseguraba haber viajado a lomos de una bala de cañón, bailado en el vientre de una ballena y viajado a la Luna, entre otras muchas hazañas. Precisamente se conoce como “síndrome de Münchhausen” un trastorno mental consistente en inventar padecimientos –e incluso autoprovocarlos- para interpretar el papel de víctima. La Organización Mundial de la Salud lo cataloga como “la producción intencionada o el fingimiento de síntomas o incapacidades somáticas o psicológicas”. Lo que lo diferencia de la hipocondría común es el hecho de que aquí el enfermo sabe que los males son falsos y, aun así, no puede dejar de interpretar ese papel, como si una máscara con voluntad propia y autogenerada se hubiera apoderado de su gesto.
Un paso más allá –un camino sin retorno, si quieren- lo dan quienes padecen el “síndrome de Münchhausen por poder” (by proxy, en su enunciado original). En este caso, quien asume la obligación de velar por una persona desvalida (por regla general la madre de un recién nacido) provoca lesiones o enfermedades a su hijo con el fin de seguir interpretando el papel de cuidador: para recibir beneficios sociales, para cobrar relevancia en el entorno inmediato o, sencillamente, por el placer sádico de causar dolor.
El doctor inglés que lo describió, Samuel Roy Meadow, se especializó durante años en el diagnóstico de esta extraña enfermedad. Numerosos servicios sociales recabaron su ayuda –su peritaje forense- y, basados en sus informes, denunciaron casos de malos tratos infantiles –o causados a personas dependientes-.
Con la certificación del doctor Meadow fueron enviadas a la cárcel algunas madres. Debido a ello fue galardonado por su aportación a la ciencia. Hasta que el Colegio de Médicos, revisados los casos uno a uno, desacreditó al fantasioso doctor Meadow -había falseado las pruebas para adaptarlas a su pregnóstico-, lo privó de la acreditación sanitaria y puso en duda la misma existencia de la enfermedad que lo hizo célebre. Porque, fabricada con palabras, nada era real en esa historia. Tan sólo el placer de contarla.
José Eduardo Tornay (Algeciras, 1968) es el ejemplo perfecto de autor para iniciados que en cualquier momento puede dar el salto a la primera plana de la literatura española si los lectores y la crítica despiertan. Tiene publicados tres libros: A la sombra de los bloques (FMC), Los observatorios (Eda) y Los dueños del ritmo (La Fábrica).
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