Este texto fue originalmente una conferencia pronunciada en la Universidad de La Rioja, con ocasión del Congreso «El Canon del Boom». Sin embargo, la versión final se corrigió para la edición de las actas del congreso, publicadas por la Cátedra Mario Vargas Llosa de la Fundación Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes (Madrid, 2013). Forma parte de la recopilación de ensayos literarios Mínimo Común Literario que publica esta misma semana en Costa Rica la editorial Germinal.

 

Esta charla debía llamarse «Parodio no por odio». Pero creí que si tenía un título en latín ustedes pensarían que soy un hombre culto, cuando soy un hombre oculto. Oculto detrás de mis gafas, oculto detrás de mi nombre, oculto detrás de las palabras. Una de esas palabras es parodia. Todos la conocemos, aunque nadie recuerda que está emparentada con paranoia —o manía persecutoria. Afortunadamente parodia queda cerca de parótido que, como las parótidas, tiene que ver con el oído, no con el odio. Parodia y paronomasia, jugar con las palabras, son vocablos vecinos. Se puede hacer parodia sin paronomasia, pero muchas veces la paronomasia es una parodia de una sola palabra. ParonomAsia es una tierra donde abundan las parodias. De ese Oriente vengo y voy.
Guillermo Cabrera Infante

 

Aunque el título que he elegido proviene de un juego de palabras que remite a una novela de Gabriel García Márquez, no estaría de más precisar qué entiendo por humor, «boom» y los tiempos del «boom».

En más de una ocasión he sostenido que el humor en lengua española —a pesar de Cervantes y Borges— tiene muy mala prensa, pues innúmeros editores, críticos y lectores confunden la ironía con el chiste y la paradoja con la mala leche. También creo que es mejor reírse de uno mismo —tanto en la primera personal del plural como del singular— antes que de los demás, porque la risa del «otro» molesta más que la mirada del ídem. Y siempre he reivindicado como maestros del humor a escritores de habla hispana que han padecido como un estigma llevar el membrete de «humoristas». Pienso en mi paisano Héctor Velarde, en el chileno José Santos González Vera, en el argentino Conrado Nalé Roxlo y en los españoles Álvaro Cunqueiro, Julio Camba, Enrique Jardiel Poncela y Wenceslao Fernández Flórez, cuya autoridad convoco:

‘‘El humorista no es un clown. El humorista es un hombre perfectamente serio, que trata con toda seriedad asuntos serios. El humorista no cultiva el retruécano, no retuerce la frase, no produce el chiste. El chiste va directamente a buscar la risa, importándole poco todo lo demás […] La visión del ridículo, de la desproporción de los hechos o de los sentimientos, que el humorista ha de poseer, puede excitar alguna vez la sonrisa; pero hay una condición igualmente importante en él: la ternura. El humorismo no puede ser agrio ni violento, porque dejaría de ser humorismo. El humorismo ha de ser la comprensión, un poco bondadosa del alma humana, con todo lo que hay en ella de dolor y de placer, de virtud y de malicia. Hay una frase, que me parece acertadísima, que llama al humorismo «la sonrisa de una desilusión». (Fernández Flórez, 1922, pp. 10-11)’’.

Por otro lado, existe una cierta unanimidad en admitir que el epicentro del «Boom» estuvo en las obras de Julio Cortázar, Carlos Fuentes, Mario Vargas Llosa y Gabriel García Márquez, mientras que la diversidad de opiniones se manifiesta en los nombres que deberíamos incluir en la onda expansiva[2]. Mi exposición, en cualquier caso, se concentrará en las esquirlas de la detonación.

Finalmente, los tiempos del «Boom» vendrían a ser los mismos que Joaquín Marco y Jordi Gracia establecieron en La llegada de los bárbaros (2004). Es decir, de 1960 a 1981, aunque el inventario de las obras que me interesan arranca en 1962, fecha que a Cabrera Infante siempre le pareció más precisa: «Fue en ese año de 1962, no cinco más tarde, cuando Borges y Vargas Llosa ganaron sendos premios literarios europeos, que comenzó el verdadero y a veces excesivo interés por la literatura, perdón, latinoamericana: lo siento, no hay otro adjetivo, no por el momento» (Cabrera Infante, 1999, p. 977).

 

HUMOR Y COMPROMISO

Durante los tiempos del «Boom», se valoraba de manera especial el compromiso político y la seriedad crítica. El humor era una virtud personal mas no necesariamente literaria. Se apreciaba que los escritores fueran ocurrentes, chispeantes y divertidos en la corta distancia, pero en sus obras tenían que ser graves y severos hasta rayar con la solemnidad. Hacer el humor era un desdoro y no solo había que reprimirlo sino impugnarlo, como solía hacer Vargas Llosa cuando era «El sartrecillo valiente»:

‘‘Yo siempre he sido absolutamente inmune al humor en la literatura. [El humor] Hiela, congela. El humor es interesante cuando es una manifestación de rebelión: el humor insolente, corrosivo de un Céline. Puede ser una forma de amortiguar. Pero en general el humor es irreal. La realidad contradice al humor. Nunca en mi vida un autor humorista me ha convencido ni entusiasmado. Y el humorista profesional es un autor que me ha irritado siempre. Yo creo que el humor puede ser un ingrediente, como lo es, de la realidad, pero que debe estar siempre justificado por un contexto. No debe ser premeditado. (Harss, 2012, p. 384)’’.

Tampoco García Márquez tenía un buen concepto del humor, como se puede apreciar en el perfil que le dedicó Luis Harss en Los nuestros (publicado originalmente en 1966):

‘‘García Márquez no se considera un humorista, si es que la palabra tiene algún sentido preciso. Dice que en sus obras el humor, que siempre comenta la gente, es algo que se da por añadidura, sin buscarlo. Desconfía del humor, sobre todo del chiste fácil que llena un vacío. Además, agrega solemne, siempre ha creído que no tiene sentido del humor. Las sonrisas desparramadas en sus obras las ha dejado caer de paso y como por casualidad, cuando surgían espontáneas de una situación. (p. 347)’’.

Sin embargo, Julio Cortázar no tuvo ningún problema en reconocer que el humor le complacía, le interesaba y le divertía:

‘‘Para Cortázar, que ha conseguido siempre ver «el lado cómicamente serio de las cosas», el humor es un índice de alta civilización. Se declara a favor de «esa actitud liviana con que la mejor literatura europea ha sabido buscar las cosas, sin necesidad de utilizar las grandes palabras ni caer en esas retóricas de la solemnidad que tanto abundan por nuestras playas». Lo que puede lograr el humor, «los ingleses lo saben de sobra, y la gran literatura inglesa está mucho más basada en el humor que cualquier otra. (pp. 244-245)’.

No se me escapa que Cortázar es un autor cuestionado en nuestros días incluso en la Argentina, pero quisiera llamar la atención sobre cómo en la misma década de los 60 el autor de Rayuela ya era criticado por ejercer con tanto desparpajo su sentido del humor. Por ejemplo, en Los españoles y el boom —un libro de entrevistas realizadas por Fernando Tola de Habich y Patricia Grieve—, más de un autor español expresó sus reservas sobre la ironía y el ingenio de Cortázar. Así, para José Caballero Bonald el humor de Cortázar era «como una ingeniosa frivolidad que tal vez el autor se permite deliberadamente, en su vertiente lúdica, y que incluso alguien puede considerar como un atractivo de su prosa» (Tola de Habich y Grieve, 1971, p. 55); para Alfonso Grosso «a Cortázar lo que le pasa es que tiene algo especial, ese sentido de la argentinidad que a mí me jode» (p. 190), y Juan Benet pensaba que Cortázar «Es deshonesto. Los problemas literarios no se los ha planteado con honestidad y ha cogido el rábano por las hojas, en el sentido en el que podía aprovecharlo mejor» (p. 33). Corrían los días del escritor comprometido con la revolución, la lucha popular y otras causas de lo más solemnes, y sin duda los más empacados se escandalizarían al leer frases como: «Me considero sobre todo como un cronopio que escribe cuentos y novelas sin otro fin que el perseguido ardorosamente por todos los cronopios, es decir su regocijo personal» (Cortázar, 1969, p. 265).

Algo semejante sucedió con Carlos Fuentes, interesado también en el humor de raíces populares porque «tienen como sustento la supervivencia del mundo antiguo mexicano de fórmulas de vida mágica» (Harss, 2012, p. 302)[3], a quien criticaron por escribir novelas como Aura (1962)[4], llegando incluso al menosprecio personal[5].

Por lo tanto, casi podríamos concluir que de los cuatro fundadores del «Boom», tan solo Julio Cortázar y —en menor medida— Carlos Fuentes admitían un interés personal hacia el humor en la literatura.

 

EL CANON DEL HUMOR EN LOS TIEMPOS DEL «BOOM»

Entre 1962 y 1982 los autores del «Boom» publicaron sus mejores obras, pero durante aquellos mismos años también aparecieron veintisiete títulos constelados de humor, algunos de los cuales fueron escritos por cuatro grandes creadores de humor en la literatura. A saber, el cubano Guillermo Cabrera Infante, el mexicano Jorge Ibargüengoitia, el argentino Manuel Puig y el peruano Alfredo Bryce Echenique.

Me propongo enumerar las obras que considero más representativas del humor en los tiempos del «Boom» y demostrar que la influencia y el prestigio de los autores citados fueron decisivos para que otros escritores se animaran a experimentar con el humor en sus propias novelas. El risueño inventario sería el que sigue a continuación:

1962 Historias de cronopios y de famas, Julio Cortázar

1963 Rayuela, Julio Cortázar

1964 Los relámpagos de agosto, Jorge Ibargüengoitia

1967 Cien años de soledad, Gabriel García Márquez
Tres tristes tigres, Guillermo Cabrera Infante
La vuelta al día en 80 mundos, Julio Cortázar
La ley de Herodes, Jorge Ibargüengoitia

1968 Último round, Julio Cortázar
La traición de Rita Hayworth, Manuel Puig

1969 Maten al León, Jorge Ibargüengoitia
Boquitas pintadas, Manuel Puig

1970 Un mundo para Julius, Alfredo Bryce Echenique

1973 Pantaleón y las visitadoras, Mario Vargas Llosa
The Buenos Aires Affair, Manuel Puig

1974 La felicidad ja ja, Alfredo Bryce Echenique

1975 O, Guillermo Cabrera Infante
Estas ruinas que ves, Jorge Ibargüengoitia
Sálvese quien pueda, Jorge Ibargüengoitia

1976 Ejercicios de esti(l)o, Guillermo Cabrera Infante

1977 La tía Julia y el escribidor, Mario Vargas Llosa         Las muertas, Jorge Ibargüengoitia

1979 La Habana para un infante difunto, Guillermo Cabrera Infante
Un tal Lucas, Julio Cortázar

1980 Dos crímenes, Jorge Ibargüengoitia

1981 La vida exagerada de Martín Romaña, Alfredo Bryce Echenique
Los conspiradores, Jorge Ibargüengoitia

1982 Los pasos de López, Jorge Ibargüengoitia

Mi impresión es que el humor de Guillermo Cabrera Infante, Manuel Puig, Jorge Ibargüengoitia y Alfredo Bryce Echenique fue maravillosamente acogido por los lectores y que ello sirvió de ejemplo para escritores como Mario Vargas Llosa, quien trabajó su propio registro humorístico para escribir Pantaleón y las visitadoras (1973) y La tía Julia y el escribidor (1977). Solo así se explica la conversión del novelista peruano:

‘‘Yo era alérgico al humor porque creía, muy ingenuamente, que una literatura seria no podía ser risueña, que si uno quería, en sus novelas, describir problemas profundos, de tipo social, político, cultural, el humor era muy peligroso, porque tendería a superficializar las historias, a crear en el lector una especie de actitud burlona, de incredulidad, de simple divertimento. Entonces por eso rehuí el humor. Creo que era la mala influencia de Sartre, que siempre estuvo reñido totalmente con el humor, por lo menos en sus escritos, y que tuvo, como ya le he dicho, una influencia muy grande en mí cuando era joven […] Un día descubrí, por un tema que yo quería desarrollar, que el humor puede ser también un instrumento riquísimo de la literatura para describir una cierta experiencia de la realidad. Y fue con el tema de Pantaleón y las Visitadoras. Luego, en La Tía Julia y el Escribidor, creo que aproveché esa experiencia. Desde entonces, soy muy consciente de que el humor es una fuente muy rica, un elemento fundamental de la vida, y por lo tanto de la literatura. Así, no descarto que el humor vuelva a ser otra vez parte central en mis historias. (Setti, 1989, pp. 83-84)’’.

En efecto, Vargas Llosa regresó al humor en Elogio de la madrastra (1988), Los cuadernos de don Rigoberto (1997) y Las travesuras de la niña mala (2006), pero es que hasta José Donoso —una persona divertida en la corta distancia pero también solemne a la hora de escribir ficciones— también incursionó discretamente en el humor cuando en 1981 inventó al apócrifo escritor ecuatoriano Marcelo Chiriboga:

‘‘Marcelo Chiriboga, el más insolentemente célebre de todos los integrantes del dudoso boom. Su novela, La caja sin secreto, es como la Biblia, como el Quijote, sus ediciones alcanzan millones en todas las lenguas, incluso en armenio, ruso y japonés, figura pública casi pop, entre política y cinematográfica, pero la calidad literaria de su obra sobresale, para mi gusto y el de Gloria, casi sola en medio de los pretenciosos novelistas latinoamericanos de su generación: pertenece al, y fue centro del, boom, pero en su caso no se trata de una tarpisonda editorial manejada por la capomafia, sino la simple y emocionante aclamación universal. Pequeño, flaco, tan «bien hecho» como una de esas figuras creadas por orfebres renacentistas que con Nuria Monclús estudian, su planta aristocrática y su cuidado cabello entrecano es tan reconocible como la figura de un galán de cine: este ecuatoriano ha hecho más por dar a conocer su país con La caja sin secreto, que todas las noticias y textos publicados sobre el Ecuador. (Donoso, 1989, pp. 132-133)’’.

¿Cuál era el quid de la caricatura representada por Chiriboga? ¿Se reía Donoso de sí mismo? ¿Se reía quizá de la literatura ecuatoriana? Ya no es posible saberlo, aunque sí nos consta que Donoso hizo aparecer a Chiriboga en Donde van a morir los elefantes (1995) y que Carlos Fuentes también lo utilizó como personaje novelesco en Cristóbal Nonato (1987) y en Diana o la cazadora solitaria (1994). Por lo tanto, Marcelo Chiriboga fue una broma y también una complicidad.

 

EL HUMOR NO ES CIEGO

Tengo para mí que —a mediados de los 70— la crítica valoraba mucho mejor las ocasionales incursiones humorísticas de los grandes autores del «Boom», que no las risueñas propuestas literarias de los escritores que convirtieron el humor en la clave de sus cuentos y novelas. Así, Jorge Ibargüengoitia ironizaba con melancolía sobre su mala estrella de autor incomprendido en México[6] e ignorado en España[7], en un artículo que tituló «Humorista: agítese antes de usarse»: «Creo que, si no voy a conmover a las masas ni a obrar maravillas, me conviene bajar un escalón y pensar que si no voy a cambiar el mundo, cuando menos puedo demostrar que no todo aquí es drama» (Villoro, 2008, p. 91)[8]. Aunque el trago más amargo fue el que apuró Manuel Puig, quien a punto estuvo de ganar el Biblioteca Breve de 1967 con Boquitas pintadas (1969), novela que se quedó compuesta y sin premio porque su humor no pudo superar la solemne severidad del jurado. Para horror de los machos-alfa de la literatura latinoamericana, Manuel Puig se lo tomó con gracia y se despachó así en una entrevista evocada por Tomás Eloy Martínez tras la muerte de Puig:

‘‘«Soy una mujer que sufre mucho», me dijo. «Si pudiera, cambiaría todo lo que voy a escribir en la vida por la felicidad de esperar a mi hombre en el zaguán de la casa, con los rulos hechos, bien maquillada y con la comida lista. Mi sueño es un amor puro, pero ya ves, estoy condenada a los amores impuros». (Martínez, La Nación, 14 de setiembre de 1997)’’.

Manuel Puig era un autor extraño en medio de un elenco de escritores más bien varoniles, con fama de mujeriegos y un largo historial de amantes. Cabrera Infante recordaba melancólico que en una entrevista para la revista Newsweek, Borges declaró sobre Boquitas pintadas: «Imagínese, es un libro de Max Factor» y que por eso Puig se refería a Borges como «esa vieja malvada». Siempre según Cabrera Infante, Julio Cortázar tampoco sentía simpatía por Puig y lo describía como un «lector femenino» y un «escritor homosexual» (Cabrera Infante, Clarín, 7 de enero de 2001). En realidad, Guillermo Cabrera Infante fue un admirador incondicional de Manuel Puig, y cuando Suzanne Jill Levine publicó la biografía Manuel Puig and the Spider Woman. His Life and Fictions (2000), glosó así la figura del narrador argentino:

‘‘Después de muchas novelas (The Buenos Aires Affair, Maldición eterna a quien lea estas páginas, Sangre de amor correspondido, Pubis angelical, y su última obra maestra, Cae la noche tropical) muere el autor. Es la tarea de su biógrafa devolverlo a la vida.
Y aquí está Manuel Puig completo: el escritor pero también su alter ego privado, Sally. Manuel solía decir que nunca sería un esqueleto salido de su armario —frase favorita de los gays cuando hacen pública su homosexualidad—, porque estuvo allí mucho antes de que el armario se construyera. Nació hombre pero todo lo que quería era ser hembra. Para él la mujer no sólo era superior al hombre sino también depositaria de la belleza y del alma: un ser humano que no quería realismo, como la Blanche Dubois de Tennessee Williams, sino fantasía. Manuel tenía mucho en común con Williams como escritor y como hombre: ambos eran en extremo sensibles y para colmo sus personajes femeninos favoritos vivían y sufrían y morían.
(Cabrera Infante, Clarín, 7 de enero 2001)’’.

Sin embargo, lo más divertido de aquella nota de Guillermo Cabrera Infante fue la reproducción del texto de una felicitación de navidad que le envió Manuel Puig, donde a cada escritor latinoamericano le adjudicaba una actriz:

Metro Goldwyn Mayer presenta a sus estrellas favoritas:
1) Norma Shearer (Borges) ¡Tan refinada!
2) Joan Crawford (Carpentier) ¡Tan fiera y esquinada!
3) Greta Garbo (Asturias) ¡Todo lo que tienen en común es ese Nobel!
4) Jeanette MacDonald (Marechal) ¡Tan lírica y aburrida!
5) Luise Rainer (Onetti) ¡Tan, tan triste!
6) Hedy Lamarr (Cortázar) Bella pero fría y remota.
7) Greer Garson (Rulfo) ¡Oh qué cálida!
8) Lana Turner (Lezama) Tiene rizos por todas partes.
9) Vivien Leigh (Sábato) Temperamental y enferma, enferma.
10) Ava Gardner (Fuentes) El glamour la rodea, pero ¿puede actuar?
11) Esther Williams (Vargas Llosa) Tan disciplinada (y aburrida).
12) Deborah Kerr (Donoso) Nunca consiguió un Oscar pero espera, espera.
13) Liz Taylor (García Márquez) Bella pero con las patas cortas.
14) Kay Kendall (Cabrera Infante) Vivaz, ingeniosa y con glamour. Espero grandes cosas de ella.
15) Vanessa Redgrave (Sarduy) ¡Es divina!
16) Julie Christie (Puig) Una gran actriz pero al encontrar el hombre de sus sueños (Warren Beatty) no actúa más. Su suerte en el amor ¡es la envidia de todas las estrellas de la Metro!
17) Connie Francis (Néstor Sánchez) Los contratos de la Metro no admiten a estrellitas de menos de treinta años firmar contratos.
18) Paula Prentiss (Gustavo Sainz) ¡No más estrellitas de menos de treinta!!!
(Cabrera Infante, Clarín, 7 de enero de 2001)[9]

¿Qué consecuencias tendría la publicación de aquella travesura navideña de Puig? Es complicado saberlo, mas lo cierto es que Vargas Llosa también reseñó la biografía de Suzanne Jill Levine, y que después de enumerar las virtudes de Manuel Puig se pronunció rotundo acerca del valor de su obra:

‘‘Reconocidos estos méritos, me pregunto si (…) la obra de Manuel Puig tiene la trascendencia revolucionaria que le atribuyen. Yo me temo que no, que ella sea más ingeniosa y brillante que profunda, más artificiosa que innovadora y demasiado subordinada a las modas y mitos de la época en que se escribió como para alcanzar la permanencia de las grandes obras literarias, la de un Borges o la de un Faulkner, por ejemplo. Los grandes libros no están hechos de imágenes, como las grandes películas, sino de palabras, es decir, de ideas que transpiran de una sucesión de imágenes, las que van constituyendo una visión, del mundo, de la vida, de la condición humana, del devenir histórico. Esta visión surge, en el espíritu del lector, al conjuro de un esfuerzo intelectual incitado por la riqueza y la funcionalidad de un lenguaje, de un estilo, del que resulta el hechizo de una obra literaria. En la obra de Puig hay imágenes, laboriosa y eficientemente construidas, pero no hay ideas, ni una visión central que organice y dé significado a su mundo, ni un estilo personal. Hay fantasmas y alardes de ingenio, unas sombras chinescas a las que el malabarismo formal de quien escribe da, por momentos, un semblante de realidad, pero que luego, páginas después, se esfuman como las cascadas de agua de los espejismos. La vida nunca brota del todo, alejada por la frivolidad, actitud que confunde los contenidos con los semblantes e invierte los valores, poniendo a la cabeza de ellos el parecer, no el ser. (Vargas Llosa, El País, 16 de noviembre de 2002)’’.

Como es de dominio público, hacia 2002 Mario Vargas Llosa ya había dado muestras sobradas de su aprecio por el humor en la literatura, tanto a través de sus propias novelas como en su consideración hacia la obra de otros escritores, pues cuando Guillermo Cabrera Infante ganó el Premio Cervantes lo celebró con estas palabras:

‘‘Por un chiste, una parodia, un juego de palabras, una acrobacia de ingenio, una carambola verbal, Cabrera Infante ha estado siempre dispuesto a ganarse todos los enemigos de la tierra, a perder a sus amigos, y acaso hasta la vida, porque, para él, el humor no es, como para el común de los mortales, un recreo del espíritu, una diversión que distiende el ánimo, sino una compulsiva manera de retar al mundo tal como es y de desbaratar sus certidumbres y la racionalidad en que se sostiene, sacando a luz las infinitas posibilidades de desvarío, sorpresa y disparate que esconde, y que, en manos de un diestro malabarista del lenguaje como él, pueden trocarse en un deslumbrante fuego de artificio intelectual y en delicada poesía. El humor es su manera de escribir, es decir, algo muy serio, que compromete profundamente su existencia. Es su manera de defenderse de la vida, el método sutil de que se vale para desactivar las agresiones y frustraciones que acechan a diario, deshaciéndolas en espejismos retóricos, en juegos y burlas. (Vargas Llosa, El País, 14 de diciembre de 1997)’’.

Puig, Bryce, Ibargüengoitia y Cabrera Infante no fueron los únicos escritores hispanoamericanos que se distinguieron por sus libros colmados de gracia e ironía, pues a ellos habría que sumar los nombres del guatemalteco Augusto Monterroso, el argentino Marco Denevi o los mexicanos Sergio Pitol y Juan José Arreola, quienes también hicieron el humor durante los tiempos del «Boom».

Han tenido que transcurrir muchos años para que el humor adquiera carta de ciudad en los predios de la crítica, y sobre todo porque han aparecido nuevos autores que han escrito y contemplado la realidad latinoamericana desde el humor, como los mexicanos Juan Villoro, Xavier Velasco y Enrique Serna; las argentinas Ana María Shua y Luisa Valenzuela o los chilenos Pedro Lemebel y Roberto Bolaño. Gracias a ellos, el humor en la literatura ha dejado de ser una extravagancia y un arte menor:

‘‘En el humor, en la desenvoltura lúdica, en la capacidad de autodenigración, en la conciencia de la relatividad histórica desde la cual se puede proyectar un destino auténtico, en la distancia con que se miran los propios reflejos en un espejo deformante, se adivina el rumbo para una narrativa cuyas vías tradicionales parecían desmentidas por la verdadera historia, aquella que no se conoce todavía y que, muy probablemente, no se conocerá nunca. (Ainsa, 2012, p. 45)’’.

No obstante, como varios escritores de mi generación —Rafael Gumucio, Claudia Piñeiro, Marcelo Birmajer, Santiago Gamboa, Mayra Santos-Febres o Juan Carlos Méndez Guédez— hacen el humor sin complejos y disfrutan de sus infinitas posibilidades, me ha parecido oportuno trazar la genealogía del humor en la literatura latinoamericana para reconocer las deudas que tenemos con Julio Cortázar, Jorge Ibargüengoitia, Manuel Puig, Alfredo Bryce Echenique y Guillermo Cabrera Infante. Nosotros reímos los últimos, pero ellos rieron mejor.

 

Notas

[2] Desde mi arbitrario punto de vista, el cubano Guillermo Cabrera Infante y el chileno José Donoso deberían formar parte del exclusivo epicentro del «Boom», aunque Cabrera Infante lo negara rotundo: «Nunca pertenecí al Boom. Nunca quise pertenecer» (ver «Include me out» en Guillermo Cabrera Infante, 1999, p. 978) y Donoso advirtiera que «No quiero erigirme en su historiador, cronista y crítico» (ver José Donoso, 1999, p. 18).

[3] Fuentes mantuvo aquella opinión hasta el fin de sus días, porque en uno de sus últimos libros reconoció que «a mí me maravilla ver comedias antiguas —Aristófanes, Plauto— representadas en aldeas campesinas de México, donde el humor antiguo es más entendido y celebrado por los campesinos que por nosotros, los intrusos espectadores urbanos» (ver Carlos Fuentes, 2012, p. 151).

[4] Luis Harss opinaba que «hasta el estilo de Fuentes se ha relajado en Aura, volviéndose “ameno” hasta la banalidad» (Harss, 2012, p. 322).

[5] Juan Benet respondió así a una pregunta de Fernando Tola: «Carlos Fuentes es un escritor pasajero al que la falta de perspectiva literaria e histórica probablemente lo hace crecer; quizá su amistad con García Márquez y su parentesco lo hacen crecer, pero es un escritor vulgar» ( Tola de Habich y Grieve, 1971, pp. 31-32).

[6] Juan Villoro lo resume así: «Admirado por los lectores, careció de respaldo crítico y académico en un país convencido de que el humor es poco profundo y, en consecuencia, no define prestigios. Las grandes obras de la cultura mexicana han tenido un tono desgarrado. Las sangrantes mujeres de Frida Kahlo y los extenuados peregrinos descalzos de Juan Rulfo son figuras emblemáticas de una cultura donde la intensidad rara vez se asocia con la risa» (Villoro, 2008, p. 17).

[7] Como cualquiera podría comprobar revisando el índice de La llegada de los bárbaros (2004), los compiladores no incluyeron ni una sola reseña de los libros de Jorge Ibargüengoitia. Es más, el escritor mexicano ni siquiera es mencionado ni una sola vez a lo largo de las 1183 páginas de la obra.

[8] El texto original fue recogido en Autopsias rápidas (1988), pero aquí cito la edición de una antología patrocinada por Javier Marías.

[9] La tarjeta navideña de Puig tuvo tanto éxito que el escritor Tomás Eloy Martínez presumió así: «A mí me tocaba ser Faye Dunaway o Jane Russell, actrices que no le gustaban» (Martínez, La Nación, 14 de setiembre de 1997).

 

Fernando Iwasaki

Fernando Iwasaki Cauti (Lima, 1961) es autor de  las novelas Neguijón(Alfaguara, 2005) y Libro de mal amor(RBA, 2001), y de los libros de cuentos El atelier de Vercingétorix (Germinal, 2017), España, aparta de mí estos premios(Páginas de Espuma, 2009), Inquisiciones Peruanas (Páginas de Espuma, 2007), Helarte de amar (Páginas de Espuma, 2006), Ajuar funerario (Páginas de Espuma, 2004), Un milagro informal (Alfaguara, 2003), A Troya, Helena(Los Libros de Hermes, 1993) y Tres noches de corbata (AVE, 1987). Papel Carbón (Páginas de Espuma, 2012) reúne sus dos primeros libros de relatos. Como ensayista es autor de Nueva Corónica del Extremo Occidente(Universidad Iberoamericana de México, 2016), Borges, la expectativa y el asombro (Del Centro Editores, 2016), Mínimo común literario (Asamblea Nacional de Rectores, 2014), Nabokobia Peruviana (Isla de Siltolá, 2011), Arte de introducir (Renacimiento, 2011), Mi poncho es un kimono flamenco (Sarita Cartonera, 2005) y El Descubrimiento de España(Nobel, 1996), y sus crónicas han sido reunidas en Somos libros, seámoslo siempre (Universidad de Sevilla, 2014), Desleídos y efervescentes (El Mercurio/Aguilar, 2013), El laberinto de los cincuenta (Cal y Arena, 2013), Una declaración de humor (Premio Bodegas Olarra & Café Bretón, 2012), Sevilla, sin mapa (Paréntesis, 2010), La caja de pan duro (Signatura, 2000) y El sentimiento trágico de la Liga (Premio Fundación del Fútbol Profesional, 1995).

Todo texto es un Palimpsesto, pero más todavía los que versan sobre otras producciones culturales. Haciendo un leve homenaje a Genette, en Palimpsestos se recogerán los textos críticos. En penúltiMa la crítica es meditación y diálogo. Los textos que pasan a entretejerse con aquellos de los que hablan.

La cubierta del libro, que ilustra el texto, es de Daniel Montiel.