Usando como excusa la reciente reedición de La venus de las pieles por parte de la editorial Sexto Piso, hito de la literatura erótica, Rebeca García Nieto reflexiona sobre el eros del displacer y sus representaciones fílmicas y narrativas.

 

Decía el sociólogo Jean Baudrillard al sobrevolar Los Ángeles en un vuelo nocturno que la ciudad se parecía mucho al infierno representado en uno de los cuadros de ‘El Bosco’. Después, deteniendo su mirada en la lyncheana Mulholland Drive, pensó que aquel lugar sería un punto privilegiado para los extraterrestres que quisieran tener una buena panorámica de la Tierra. Seguramente, lo que lo convierte en un lugar privilegiado es su emplazamiento. En cierto modo, esta zona de Los Ángeles está tan situada entre dos mundos como lo estaba Twin Peaks. En este caso, a un lado tenemos ese trampantojo que es Hollywood; al otro, la realidad más descarnada.

No muy lejos de Mulholland Drive está West Hollywood, sede de una de las comunidades LGTB más numerosas del mundo. Aunque ahora West Hollywood es un ejemplo de tolerancia, en los sesenta el cómico Lenny Bruce fue arrestado por “obscenidad”. Su imperdonable ofensa fue emplear la palabra schmuck (“pene” en yiddish) en uno de sus monólogos, algo inaceptable para los oídos de algunos judíos presentes en la sala. Afortunadamente, esta mojigatería parece haberse quedado atrás y ahora se habla de las relaciones sexuales, convencionales o no, con toda normalidad. Para comprobar el estado de la cuestión, a principios de los noventa, el psicoanalista Robert Stoller decidió salir de su cómodo despacho en la universidad de UCLA para realizar una investigación in situ sobre las relaciones sadomasoquistas consentidas. Como él mismo observó, West Hollywood le pillaba a unos diez minutos del despacho, mucho más cerca que Papúa Nueva Guinea, donde antropólogos como Bronislaw Malinowski o Marvin Harris habían realizado sus estudios etnográficos más conocidos. El doctor Stoller pasó años entrevistando a los dueños, empleados y usuarios de algunos clubs sadomasoquistas. Los resultados de su investigación se recogen en Dolor y pasión, un libro que si algo pone de manifiesto es que, a primera vista, los usos y costumbres de los participantes en estas relaciones nos son tan ajenos como los de los aborígenes de las Islas Trobriand.

Para empezar, señala Stoller, nuestro vocabulario es insuficiente: no tenemos bastantes palabras para nombrar los diferentes matices del dolor. Además, nuestro conocimiento de lo que ocurre en estas relaciones es meramente superficial. Conocemos, o eso suponemos por haberlo visto en alguna película, el decorado (las habitaciones del dolor, las mazmorras, las cámaras de tortura medieval), el atrezzo (los collares de sumisión, las botas de tacón alto, el látigo), las técnicas (la suspensión, los azotes, el bondage). Pero olvidamos que, en gran medida, se trata de una puesta en escena. Es decir, que el aspecto teatral es un factor a tener en cuenta a la hora de interpretar este tipo de situaciones. No deja de ser curioso que Stoller llame “actores” a los participantes (de hecho, al exponer la metodología de su investigación habla de elenco de personajes, cast of characters, para presentarlos). Con frecuencia el guión está esbozado en forma de contrato. Los roles están claramente delimitados y, en el caso de que alguno de los actores traspase uno de los límites consensuados, basta con recurrir a las palabras de seguridad para que se detenga. En este sentido, no parece exagerado decir que los actores se respetan más que en algunas relaciones consideradas “normales”.

Por otra parte, dice Stoller, los intercambios de roles son frecuentes en este contexto. Los aficionados a estas prácticas suelen alternar el rol de sádico con el de masoquista. Además, podemos encontrar elementos sádicos en el masoquismo y viceversa: Gilles Deleuze observó que “Al sádico no le gusta menos ser azotado que azotar” y Georges Bataille hizo una reflexión similar: “El lenguaje de Sade es paradójico porque es esencialmente el de una víctima. Sólo las víctimas pueden describir las torturas”. Así las cosas, es posible que, en determinadas circunstancias, la complicidad entre los participantes sea mayor que en algunas relaciones más convencionales. Al fin y al cabo, los dos saben lo que se siente estando al otro extremo del látigo: de algún modo, han estado antes en la piel del otro.

Otro aspecto que llama la atención de la investigación de Stoller se refiere a la sensibilidad de los participantes. Pese a su aparente insensibilidad, los participantes son en realidad extremadamente cuidadosos. El psicoanalista destaca su sensibilidad estética, la importancia de los matices en el escenario sadomasoquista. Las formas, los tamaños, los colores, los olores, las texturas… nada se deja al azar. Así, de entre todas las palas, látigos y fustas, los participantes eligen el instrumento que produce exactamente el dolor buscado. Este elemento artístico está también presente en La venus de las pieles, novela de Sacher-Masoch, escritor cuyo apellido dio nombre al término “masoquismo”. Como apunta su protagonista, Severin: “No soy más que un diletante; un diletante de la pintura, de la poesía, de la música y de algunas otras de las llamadas artes poco lucrativas (…) y, sobre todo, soy un diletante de la vida”.

Pese a ello, este tipo de escenas, lejos de conmovernos, suelen ponernos los pelos de punta. ¿Será que, al igual que no todo el mundo es capaz de apreciar una obra de arte, no sabemos apreciar este elemento estético? Como ya escribí en un artículo sobre Nymphomaniac, de Lars von Trier, creo que este tipo de situaciones nos resultan incómodas por otra razón. De algún modo, el látigo golpea también a quien las observa y le da justo en ese lugar de nuestro interior donde aún reside la autoridad, la ley paterna. Si dejamos a un lado el decorado y nos centramos sólo en el guión, en la historia que nos cuentan a través del cuerpo, puede que la situación no nos resulte tan extraña. Deleuze afirma que “el masoquismo es una historia que cuenta cómo fue destruido el superyó, por quién, y qué resulta de esta destrucción” y se pregunta: “¿Dónde está oculto el padre? (…) Lo miniaturizado, pegado, ridiculizado y humillado, ¿no es precisamente la imagen del padre que guarda en su interior?”. No quiero perderme en términos psicoanalíticos, pero sí me parece útil que nos quedemos con la idea de que, al igual que ocurre en los cuentos infantiles, el padre y la madre suelen estar presentes, aunque de forma velada, en este tipo de historias. En Terciopelo azul, de David Lynch, Dorothy le dice al sádico Frank Booth: “Hola, mi niño”; y él responde: “Calla, soy papaíto, idiota, ¿dónde está mi bourbon?”. En otra escena, mientras la penetra violentamente, Frank le dice: “Papaíto entra en casa, papaíto entra en casa, papaíto…” y llega al orgasmo mientras grita “en casa”. En La pianista, película de Michael Haneke basada en la novela de Elfriede Jelinek, la verdadera relación sadomasoquista es la que tiene lugar entre la protagonista, Erika Kohut, y su madre. La relación entre ellas está cargada de agresividad por ambas partes; además, da la impresión de estar también fuertemente erotizada. La relación que Erika intenta iniciar con su alumno, Walter Klemmer, es un calco de la que mantiene con su madre: en cierto modo, no hay ninguna orden que Erika pueda dictar que no haya sido dictada ya por su progenitora. Cuando Erika le expresa a Walter sus deseos más íntimos mediante una carta que se asemeja mucho a un contrato, muchas órdenes tienen que ver con su madre. Para Erika, Walter es, en cierto modo, un intermediario, un instrumento a través del cual puede torturarla. Uno de sus deseos es ser amordazada, totalmente inmovilizada, en una habitación contigua a la de su madre, cerca de ella pero, a la vez, inaccesible.

Hay algo infantil en estas historias: a Sacher-Masoch le gustaba jugar al oso, a cazar o ser cazado, a ser perseguido y humillado por una mujer envuelta en pieles… Algunas podrían verse como una especie de cuento de hadas perverso. Se ha dicho que Terciopelo Azul es, en cierto modo, el reverso de El mago de Oz. Y, sobre Historia de O, el escritor Jean Paulhan dijo que, al igual que “los cuentos de hadas son las novelas eróticas de los niños”, “es posible avanzar por O de un modo curioso, como en un cuento de hadas”. En efecto, en Historia de O tenemos mazmorras en lugar de castillos encantados; el príncipe azul, en vez de jurarle (y exigirle) fidelidad y amor eterno a su amada, se propone compartirla con todos los afiliados a la sociedad del castillo… Pese a ello, Jean Paulhan relacionó este clásico del erotismo sadomasoquista con el amor: Historia de O es la más feroz carta de amor que haya recibido un hombre”. Teniendo en cuenta que, como amante de la autora, él era el destinatario de tan peculiar misiva, esta opinión tiene su importancia. Es innegable que hay matices sadomasoquistas en cualquier historia de amor. Los juegos de sumisión/dominación son parte importante del erotismo considerado “normal”, pero ¿por qué algunas personas tienen la necesidad de interpretar este tipo de guiones? o, mejor dicho, ¿por qué necesitan llevar la interpretación hasta esos extremos?

Robert Stoller apuntó algo interesante en este sentido: la situación sadomasoquista crea, ante todo, una ilusión de peligro. Como en un parque de atracciones, pese a la apariencia de peligro, todo está bajo control. En ese sentido, es un simulacro que permite dar salida a este tipo de pulsiones a la vez que ayuda a mantenerlas a raya. Lo que más temen los participantes es precisamente lo que se sale de las reglas consensuadas. En La pianista lo verdaderamente aterrador no tiene lugar cuando Erika le hace saber sus deseos a Walter, sino cuando éste, supuestamente una persona “normal”, se sale del guión y da rienda suelta a su violencia, y a sus deseos de humillar, sin cortapisas. Quizá estas personas que llamamos “perversos” hacen visible algo que existe, reprimido, dentro de todos nosotros, algo que no duda en salir a la luz a poco que se den las circunstancias propicias. Como escribía Jordi Costa hace unos meses a propósito de la última película de Paul Verhoeven, lo que Elle “propone es una mirada a una nueva moral, levantada sobre la convicción de que todos somos, en mayor o menor medida, monstruos”. Tal vez por eso este tipo de películas pueden resultarnos incómodas. Son como un espejo que nos devuelve nuestra propia imagen, algo aumentada tal vez, irreconocible a primera vista, pero la nuestra al fin y al cabo.

Al final de La venus de las pieles, Severin sugiere que la moraleja de la historia tiene algo que ver con los roles que interpretamos en la vida real: “Que la mujer, tal y como ha sido creada por la naturaleza y como la educa actualmente el hombre, es enemiga del varón y únicamente puede ser su esclava o su déspota, pero nunca su compañera. Esto sólo será posible cuando ella goce de los mismos derechos que él, cuando sea igual a él por medio de la formación y el trabajo. Hoy únicamente podemos escoger entre ser martillo o ser yunque”. Han pasado casi ciento cincuenta años desde que se publicó este libro, reeditado ahora por Sexto Piso, y estas palabras no han perdido su vigencia. Ojalá todas las relaciones violentas, todas las humillaciones, que se dan en la realidad fueran consensuadas como las de Severin y Wanda, o como las de los clubs de West Hollywood que nos mostró el doctor Stoller.

 

Rebeca García Nieto

Rebeca García Nieto (Medina del Campo, 1977). Su primera novela, Historia de una mirada, fue publicada por Eutelequia (2012). Con ella fue finalista del 58º Premio Ateneo Ciudad de Valladolid y fue seleccionada en el Festival du Premier Roman 2013 (Chambéry, Francia). Su segunda novela, Eric, ha sido publicada en la editorial Zut (2015). Con ella fue finalista del Premio Azorín de Novela 2012 y del Premio Herralde de Novela 2013. En 2016 publica Las siete vidas del cangrejo (Editorial Alegoría), libro a medio camino entre la colección de relatos y la novela coral.

Todo texto es un Palimpsesto, pero más todavía los que versan sobre otras producciones culturales. Haciendo un leve homenaje a Genette, en Palimpsestos se recogerán los textos críticos. En penúltiMa la crítica es meditación y diálogo. Los textos que pasan a entretejerse con aquellos de los que hablan.