En un mundo ideal la crítica sería leída como creación y la creación como crítica, porque las dos están tan indisolublemente ligadas que cuando alguien quiere verlas como algo separado deja entrever lo poco que conoce de ambas. Payeras, que sabe que las lindes de los géneros son pequeñas tapias que puede saltar cualquiera, demuestra en este texto que la lectura es creativa y que no hay mejor modo para escribir que la relectura.

 

Que hielo hace dentro de las sábanas. Qué vacío. El vacío no es oscuro. El vacío es un cuarto con luz de bombilla 25 watts. El vacío se siente por la columna. Masturbación. Odio. La gloria de acomplejarse ante el bit de un teléfono. Mensajes que no tienen destino.

Abrazos y caricias que se dicen, pero que no llegan. .1 escribe mensajes de texto mientras habla conmigo, habla con otro y yo debo callarme. Se acuesta con otro. Se besa con otro y lo niega muy bien. Ella es la gente. La  gente  que nunca llega.

El vacío no es histeria ni infelicidad. Es desgano. Es indiferencia. Esa ansiedad que despelleja blisters de Alprazolam. Una decisión que no llega. Amparos y juicios. Un monólogo insoportable.

Todos los caminos son correctos, pero hay que decidirse por uno. Yo estoy en el limbo, a medio camino entre un extremo y otro. Pasar del infierno más celeste al paraíso más caluroso. Subir y bajar como si fuese la baba de un loco. ¿Qué es esta mierda? Ver documentales acerca de un escritor. Otro tipo tan solitario, delirante. Otro enfermo. Otro insecto.

Aquí no hay nadie más. La metamorfosis está terminando. Eso es todo.

Ser dos cosas al  mismo tiempo es la única manera de mantenerse acompañado. Hombre e insecto.

Garganta. Deseo hilado. El lomo extendido de un libro. Apuntes que pensás ocultos pero que luego reanudás. Vamos yendo. Vamos yéndonos. La inspiración no tiene gracia. La gracia no tiene aspiración. Regodeo zen. Luego viene mi lugar mortal. Un duende sube por mi camisa y me pellizca el oído. Otra vez abajo. Lacra lacrimosa.

Debe ser medianoche para todos. Sigo con mis ideas. Radio de tubos encendida en medio de un campo solitario. Música que me persigue. Transpiración y resistencia. Atleta del pesimismo. El vacío rocoso de un vaso con güisqui. Amenazas y metáforas. Celos. El privado delito de ver. Grasa.

Te quedás sostenido del aire. Sentís el insano privilegio de permanecer echado como una piedra al fondo de un barranco. Dormir no basta. La soledad no es suficiente para sentirte pleno. Cierra los ojos, alejate de este estrecho pasillo.

Un tanto cansado de repasar las cosas que me sucedieron este día decido acostarme.

Me quedo en penumbra escuchando la música. Siento dolor. De mis cavidades chorrea líquido. En mi cabeza amarilla surgen imágenes. Miles de imágenes: la gente moviéndose de un lado a otro, Wingston hablándome, La Plaza Central, .1 y su embarazo , la entrevista con Cortázar. Me he perdido dentro de todo esto, un día corre como si llevara la esencia de una vida.

Soy todo eso que experimento. Este lugar deja de existir para mí, porque esta ciudad es cualquier ciudad en cualquier otra parte.

Comienzo a soñar, comienzo a trasladarme a un sitio donde soy un poeta chino de hace 800 años, donde soy Virginia Wolf o James Joyce o Jorge Luis Borges o Catulo o Dante; luego regreso para arrancarle algunas imágenes a este lugar. El mismo sitio una y otra vez. Apenas voy modificando mis ideas cuando va entrando el sueño, se me cierran los ojos y la oscuridad alrededor va borrándome.

Un poema es un día, un relato es un día, un párrafo, una coma, un instante es un signo, días en mayúscula o en vocal o con puntos suspensivos.

Todos mis sentidos se detienen y poco a poco empiezo de nuevo a caminar, allí, en ese otro día y en esa otra ciudad. Paso por el lugar de la herida.

Tanta ciudad abierta, tanta gente que brota. Las calles infectadas por las pequeñas promesas. Esa hemorragia de luz que viene con el amanecer. Largo pasillo de aceras que van fulminándose una por una. Pequeños seres desolados se interponen en mi camino, yo los alejo con descortesía, yo deambulo con avaricia.

En esta habitación escucho el ruido del televisor. Diálogos inconexos. Escucho a los vecinos cambiar una y otra vez de canal.

Me distrae. El hilo de palabras se rompe momentáneamente. Tartamudeo. Pero inmediatamente devienen miles de formas sonoras. El mundo está repleto de diálogos inconexos. La literatura es un zapping continuo. Nada se detiene en una sola historia. Bla-bla.bla, esta imagen sacude. Esta otra y la fría claridad que  repentinamente llega a mi cabeza.

El día fue una frase muy larga. No como una oración predecible, con simples sujetos y simples predicados. Fue una larga sintaxis de cosas que irrumpieron unas con otras. Las calles cicatrizadas con letreros por todas partes. Las personas tan prontas a invadir los sitios.

El ruido. La música de mi incombustible walkman viejo. El café. El diálogo tan detonante que tuve con mi amigo poeta. Mi familia que no desea verme. Soy una cámara sin otra vida que esa, dejar que lo demás permanezca intacto. Sin añadir nada a nada.

Cruzar fantasmalmente por la Sexta Avenida, llegar a la Plaza de la Constitución y quedarme añadido a ella como un intruso. Luego anotar todo cuanto veo. Pero nada es simple en realidad. Ningún detalle. Ningún lugar.

Yo he logrado sobrevivir, como sobreviven los insectos. Pero el dolor que más duele, a ese sí le temo. El dolor está en el mismo lugar donde está lo que más se ama. Ese es el lugar más vulnerable.

Amaneceres con la lengua sin saliva posible. La condecoración de una culpa sin remedio. El malestar físico ininterrumpido y el deseo de no levantarse para abrir la puerta que alguien insistentemente no deja de golpear. La cocaína y la cerveza son fragmentos de la infancia. Es un alquiler de la euforia por una niñez perdida y nunca superada. La poción que momentáneamente sube de mi nariz. El eructo básico. Luego la deformidad. El tirano. El celo y las lágrimas efusivas que buscan un blanco. Desde luego todo termina mal. No llega el sueño. Todo se aplaca. Esta habitación se hace más angosta todavía. Pierdo el horario que destila rutina. No existe parentesco con nada. La sobriedad es muy solitaria.

Aquí abrigo la espera que pueda abrirme paso lejos del miedo que cubre de oscuridad este lugar. La ciudad cubierta  por una nube negra. El zodiaco de criminales que beben de la cabeza de sus víctimas. Violan, matan, mutilan. No basta con robar, es necesario arrancar la memoria de cuanto pudo ser la vida. Destruir para no dejar rastro de otra cosa que no sea crimen.

Los letreros luminosos no tardarán en apagarse. La luz opaca que recorre la ciudad de Guatemala. Los acostumbrados anuncios de Coca-Cola. La luz interna colándose por los ventanales de los restaurantes chinos. Eternas patrullas negras. Pick ups llenos de policías. 45 milímetros. Pasa un motor en lenta marcha y las prostitutas vigilan el tramo. Los ojos amarillos de una joven indígena se detienen a ver a hacia la esquina. Calle de escupideros. Hoteles. Ferreterías.

Desde arriba la ciudad asemeja la copa de un árbol sin podar. El tránsito y las personas parecen una colonia de hormigas rojas.

A distancia no pueden verse los colores de las paredes. La sombra de los postes va muriéndose en las aceras y las viejas manchas de hemoglobina tirada en los portones se convierten en un café amarillento. El destino solitario  de este lugar.

Este maldito y recóndito lugar que se quema hasta volverse brasa. Un sitio de rombos y de cuadros. El espacio dispuesto tres siglos atrás para simbolizar una catedral y un cuartel. Aquí siempre fue la finca repleta de mataderos, depósitos de grano y tiendas.

Metrópoli de tenderos y carniceros que se construyeron escudos y mayorazgos a fuerza de reinventar su sangre. Incesto infinito. Entre arzobispos y militares fueron dejando este lugar convertido en un cementerio. Ellos trajeron piedra por piedra una ciudad remota y la construyeron desde la plaza. Construyeron y encalaron las paredes con las manos de los indios esclavos y los mestizos. Amoldaron para sí el poder y la memoria. Compraron títulos nobiliarios y máquinas. Con ambas cosas rompieron surcos y espaldas. Extrajeron lo mejor de la ignorancia. La mirada blanca de la cal y el sonido blanco de la cal por todas partes. La perpetuidad de balcones con efigies ilegibles y apellidos.

Llenos de rencor y oscuridad decidieron romper con el lodo peninsular y fracasaron al imponer sobre sus siervos un pensamiento en común. Se reunieron y hablaron sobre su herencia, sobre su propiedad. Sólo la miseria de sus azulejos tildando el abolengo de viejos zaguanes. Ahora la promiscuidad cristiana y la pólvora. Por esa extraña fe se diluyó la inteligencia. Conocimiento sólo para hacer adobe, para limpiar pisos y para cargar los bultos. Trabajo de lunes a lunes a cambio de un plato lleno de odio y una botella de ron barato.

La sangre más común, la que se riega en las piedras. Cargaron enormes sacos de dinero y lo dejaron enmohecerse en las bodegas. El dinero que financió guerras y dictaduras en miles de tonos. Dinero de las familias que construyeron esta ciudad. Escondido y raptado debajo de las mesas. Por las calles queda el rastro de las carretas llenas de cadáveres. La respiración del cólera morbus diezmando la ciudad de los pobres y la ciudad de los ricos. Todo brotó de las alcantarillas. Era mediados del siglo XIX y estas mismas calles eran el hospital y el campamento. La guerra por no morir ya quedaba entre las múltiples cantinas para indios y en los palenques. Agua envenenada para cada boca.

Los periódicos deshechos de huellas dactilares rebotaban por la ciudad.  Por ellos corrió la tinta de poetas-aristócratas que doblaron una y otra vez la historia. Ennoblecieron el trabajo forzado, atrajeron la novedad por nuevas ideas liberales, máscaras. Sus palabras disminuyeron su hilo de voz. Muchos de ellos trabajaron como pisapapeles de algún dictador vesánico. Influyeron sobre las termitas que emborronaron constituciones y tratados. Diligentes y provincianos, contabilizaron la nostalgia heredada. Nostalgia por la derruida España que sus abuelos dejaron.

La ciudad de ellos es precisamente ese fragmento de patria, de pequeña España que nunca pudo consumarse. Teóricos de la luz sepia, sus ideas son como un candil siempre a punto de apagarse. Sus libros vuelven la memoria en olvido. Olvido errático de ese eje podrido que dio origen a este país. Un lugar que no es más que un lago de halógeno, una instantánea de otro mundo.

Esta ciudad inmersa dentro de otra ciudad, una isla en un mar que no se mueve. Ahora los carros suenan sus bocinas entre la estrechez de la Sexta Avenida. Circo de rugidos y numerosos dientes que hacen llaga en el silencio. Progreso erosionado por la ignorancia.

Este caminar sonámbulo del hastío. Las calles donde pasaron numerosos frankenstein construidos con cuerpos de tiranos. Dictadores del siglo XX con ese prisma de malas decisiones. Esos moldes que grabaron en cada terraza del Centro una fecha, un extraño símbolo y la caduca esperanza del asombro. La idea era escapar hacia otro país. Revolver una y otra vez el instinto de fuga. Generar nobleza para el dolor. Lo único que dejaron como posible fue cerrar los ceños y llenar las cárceles. Tirar a jóvenes en la basura.

Así llovieron meteoros y botellas desde el cielo. Muchas lenguas cortadas. Emergió el miedo en su imagen. Entonces murieron los jóvenes una y otra vez. Esta avenida es la de las pancartas tiradas.

Luego terremotos. Se quebró esta esquina del mundo. Pero nada hace mutar el color de esta ciudad. Los largos muertos de las revoluciones breves. Aquellos que bajaron por los escalones del dolor o la tortura.

La juventud en esta muy noble ciudad de Guatemala está para extinguirse. Consignas e imágenes. Raptos de ruido lodoso. Quedan los enrejados que sobran en las costillas de una casa. La muerte alquila hoy este lugar. Luego de las revueltas y las renuncias. Muchos ciclos de invierno. Largas avenidas que no tocan ningún verano. Espacio más que lugar. Trago de sabor distinto a cada sorbo. Pequeño y complicado lugar lisiado por el odio

Este lugar siempre cede a luchas que parecen derrotas tempranas. La savia que corre en nosotros no es la de  los  soldados.

No.

Nosotros somos desordenados y mercenarios que asaltamos un futuro que nos es negado. Somnolencia. Algo nos atrae de obedecer. De eso que una y otra vez se repitan los mismos ciclos interminables.

La ciudad es la maqueta de nuestros proyectos fallidos. Siempre volvemos sobre el mismo camino. Un espasmo que no tiene ruta. Un espacio de espera. Un paréntesis. Eso somos.

Todo es la experiencia inmediata que no deja más horizonte que este horizonte. Aquí el horizonte es difícil, es vertical.

El siglo XX fue parte de la Colonia. Por eso la crónica de la conquista continúa vigente. Seguimos siendo la Audiencia de los Confines. Mucha prisa larga. Mucho fanatismo nos golpea. Edulcorada tradición. La tradición es el miedo. Miedolatría. Activado ante cualquier cosa. Ante cualquier idea dispersa. Miedo solo. Tal vez aliviado por las muchas formas que tenemos de olvidar.

Tenemos la sangre tibia. Somos el bufido espiral. Pronunciamos palabras como si comiéramos de ellas y su compasión. De ello que nunca hallemos en nuestra memoria algún recuerdo de una época dorada. Siempre quisimos cambiar, pero siempre fue ayer, todo está en el pasado interminable, en el pretérito absoluto. Nunca hemos traspasado la puerta del pasado. Estamos arrobados, en suspenso, detenidos a medio camino de una metamorfosis que no deseamos.

Queremos seguir siendo la misma conjunción de errores. Quejarnos por los siglos de los siglos. Entre gas lacrimógeno y secuestro, consignas enterradas y avenidas. Pero llega el viento frío, luego la lluvia fría.

Rutina de zombis que rumian su propia tragedia mientras avanzan por la avenida. Este lugar sin propósitos. Gentes que no son personas. Masa. Maleza. Ruido. Sombras de consumo rápido, ¿hasta cuándo?  Envejece el tiempo. Y los meses que son días tienen el cielo despejado. Cientos de cabezas o millones de cabezas guatemaltecas no incluyen este cielo de noviembre. Constelaciones, eso sí. Nubes que somos, somos opacos. El azul no escampa por ningún lado. Son las correcciones. Es el coro de voces que practican la gratitud no espontánea. Rezan de forma inexplicable. Placer, dolor, culpa. Esa es nuestra imaginería. El dolor desfila todo el año. Despegan de las iglesias, siempre cargadas por feligreses vestidos de púrpura o de  negro. Velan el luto de todos nosotros. Guardamos toda la oscuridad. El estallido de la pólvora. Balas y cohetillos. Sacrificio que no envejece. Envejece únicamente la inocencia. La inocencia –nuestra inocencia– no va a ningún lado. Se encierra en el fondo de nosotros y se convierte en una práctica del olvido. Se desvanece y corre a quedarse a resguardo.

Siempre llevamos un intruso dentro. Esa textura tan rara que se atenúa en la opacidad. Esa opacidad que drenamos.

Desde niño he pensado que deambular por la ciudad es como adentrarme en mí mismo. Lleno de luces blancas y lugares húmedos y oscuros. Así la gloria y la miseria. Barrer las aceras y orinar las paredes. Ese odio tan propio es un lugar para ser muchos lugares. Hurgar gritos. Gritos, pero jamás respuestas. Comienzos, pero no finales. Inicios prolongados.

Breves destellos que decaen. El murmullo aventaja la mirada. Luego todo se forma en el piso. La maleza de la voz que se degrada en las aceras quebradas. Gorjeos atroces y el zumbido de una detonación.

Las aceras son cuadros continuos donde las siluetas asoman en formas extrañas. Delirio visual de líneas trazadas con la mano izquierda sobre los bloques de cemento roto. Las grietas en la acera son escritura. Caligrafía de rúbricas y pasos. Pasos y tiempo. El reemplazo de las imágenes por un devenir de días. Gris y monótono es como todo. Cuadros helados. Escombros.

La ciudad es bella en su monotonía deforme. Gris de aislamientos. Rendijas de cieno. Fermento de marchas forzadas, contenidas, silenciosas. Cambios, amanecer, anochecer. Esta ciudad no es más que la orilla de una realidad que se despedaza. Caminar en ella es vagar en formas de escritura y de silencio. Rayar un papel sucio. Esperar que llegue el material del olvido. Generar fragmentos y párrafos o entender que cada vida en este sitio va conformando las líneas de un ábaco. Ejercitar luego los ojos para que llegue la oscuridad.

El Centro que retiene todos los pasos, aquí la vida es un espejismo de la soledad. Es la secuencia del hastío. El paisaje que se demora entre bolsas plásticas llenas de basura y arrojadas en las junturas de las aceras. Es difícil que todo esto se me enfrente. La mierda petrificada y deyecta bajo los letreros de “se  vende”. Los amenazantes grafiti de desalojo.

Tantas imágenes rebotando por todos lados. Todo está saturado de una vegetación de promesas. Episodios del subdesarrollo. Una miga de capital latinoamericana con el único mérito de sobrevivir a dos terremotos.

Aquí la única fuga posible es buscar labios y besar cuerpos ajenos. Tomar revancha, hacer artefactos. Lo mejor es escanciar la imaginación y reconstruir la música que subyace en el ruido. La epifanía de las bocinas, gritos y zumbidos interminables. Imaginar que lo mismo es aquí que en cualquier otro sitio. Ese consuelo. Entonces me asomo para hallar lugares distintos donde quedarme.

Leer (que es como dormir: lo deseable y maravilloso) en algún pequeño rincón donde nadie me estorbe. Rincones donde un todo me abandona. A veces me siento golpeado por miles de peatones inoportunos. Esa gente que irrumpe añadida para estorbar. Entonces el sueño se demora. Cuando no lo hago, cuando no estoy leyendo, sólo me queda la ansiedad. El pánico y el error. Morder los cables y palpitar en la calle. Me aproximo. El teléfono. La espera de una respuesta, de una voz deseada.

Supersticiones. Fe enferma. Es difícil hallar una nueva fe. Nada diluye la situación. Me conformo con echar la carga sobre mi espalda. Irme. Pancartas de asedio al miedo. Necesidad de vidas secretas e ilimitadas. Me desvanezco y me confundo. Transfusión de palabras. Horas de verbos y espantos.

Esta ciudad, este país concentra la energía póstuma. Esta ciudad es la novela. Un día es todos los días. La nomenclatura es el presente. Un presente a momentos, nada más. Oleaje. Infusión de signos. Una marea rodea todas estas islas. Una isla aquí dentro. Aquí donde uno se pierde. Se pierde en uno mismo. Un movimiento. Trozos de imágenes que se sepultan. Libros imposibles de terminar.

Gente que aplasta los cigarrillos. Ese leve nevar. El anochecer de siempre y la perplejidad. Cada día comienza desde cero. La acción es verter la vida en miles de vasos. Días que son rumbos y decisiones. La poesía que se pierde sin remedio.

Llevar las notas de cada minuto. Demasiadas cosas. Demasiados rincones. Cosas impronunciables y deseos que tienden a acabar.

Así, de esta manera viene cierto hielo al corazón. Aliento. Nada más. Escribir como caminar. Dar el paso siguiente y el próximo y el próximo también…

Pensar en tanta forma, en tanto moverse. Eso que en la cabeza respira y enciende otros movimientos.

Se decoloran las superficies de la infancia transcurrida. Se queda el residuo de las cosas no dichas. De las cosas incomprensibles que traen de lejos el miedo y la ansiedad legítimas. Muchas maneras. Formas en movimiento asilado. Memoria. Trazo de ciudad que no tiene puntuación. Balbuceo. Vómito saturado. Soledad.

Aquí me veo, aquí busco la tarea de ordenar mis ideas. Aquí me quedo perdido. Pero buscar el orden hace enloquecer. Afuera está la frontera. Allí la vigilia. Los cuerpos que vuelven vacíos por las noches y se hallan cerrando los párpados. Es la luz más inmediata. Intermediarios de la luz, cuerpos vacíos. Cuerpos de ruido. Me canso y evito desistir.

No estoy en este sitio. Esta condensación. Esta neutralidad.  Estoy harto. Eso también sucede. Tanto dolor innecesario. A veces viene el más leve olvido. Agotándome paso una y otra vez la misma calle. Siento que ni siquiera ella existe. Ni mi vida. Ni la pereza ni el agravio. Sólo espero soledad. Nubes tuberculosas. Electricidad. Camino y camino y camino y me voy escribiendo a mí mismo. Pervertido. Ridículo. Pensando. Es hastío. No leo mentes. No puedo decir algo que pueda entenderse.

Me siento como una mancha, como un animal extraño en una selva de animales extraños. Nada es más delirante que hacerse un experto en razones ajenas. La razón del desorden. Miseria. Tránsito. Luz. Letrero neón titilante que se resiste a morir. Ruido de bolsas plásticas. Vidrios polarizados. El color del domingo. Cumbias. Mingitorios. Piñatas. Cuadernos con apuntes. Lodo y sangre. Gente paseando perros caníbales. Artistas sin suerte. Mañanas. Tardes. Noches. Policías sodomitas. Restaurantes chinos. Botellas rotas en la acera. Tetas con aretes. Candados. Películas de karate. Melancolía. Mierda amontonada junto a las puertas. Cometas nocturnos. Vientres vacíos de indigentes. Sombras detrás de los vidrios. Olor a marihuana. Amas de casa que se resisten a la pornografía. Rockeros. Ancianos con ojos de vidrio. Ramas que se quiebran. Chinaski. La niña con la lengua pegada. Rasposo y blanco semen. Cuchillos. Cerumen. El dorado en los vidrios. Este momento. Este lugar. Todo adherido al sonido de este disco. Sonido de tiempo. Tiempo completo.

Las canciones suenan una tras otra. Luego son dibujos. El hilo del ruido y mi memoria. Memoria de música sin pausa. Pensamientos oscurecidos. Poesía planeada. Pasta blanca. Cemento. Track de una cerilla encendida. La vida se va día tras día en un continuo encender y apagar.

Acabarme sin haber liberado todos los nudos. Las miradas graves de las personas que andan a mi lado. Su frío intenso. Calles. Noviembre. Papeles que se arrastran con el viento. Me acostumbré a este encierro. Creo que soy todo esto.

La ciudad de Guatemala por fin se construyó dentro de mí. Esta ciudad está dentro de mi cabeza. Estoy fuera y dentro de ella. Invadido por fanáticos del ruido y de la furia. Así es la estrategia para vivir en este lugar: violencia y ruido.

Guatemala y la normalidad de su fracaso. Perder se vuelve rutinario. Invertir para perder. Luego anestesiarse. Hablar con expertos en la tristeza. La vida es breve, sólo queda la expectativa por la pérdida. Ir dejando madejas de pelo. Papeles llenos de segundos. Neuronas. Muchas botellas de vino. Quemarse los dedos con cigarrillos que se mueren dentro del cenicero.

Las vidas de esta ciudad son parajes. Distorsiones de palabras. Deseos terrestres y profanos. Este cenicero. Este espacio capital. Las migas que me guían a través de calles. Desertor borracho de bares repletos. Bares del Paisaje Aycinena. Lodazal-trinchera y materia gris derramada.

El origen del olvido. Los escaparates de las pacas de ropa usada en la Sexta Avenida. Calles con sobre-maquillaje que irrumpen en la vida. Mucho material beatnik. Un radio amplio de destrucción alrededor. Sólo es la vida que pasa. Espuma de cerveza orinada que baja con cadencia por la novena calle. Tilde de naftalina en las pastillas contra el dolor de la ausencia. Un tour intestinal por el crimen contemporáneo. Las aceras aceitosas. Todo ese prorrumpir, incluyendo, el origen de la respiración. La solemnidad. Las horas de la rabia. El agotado tintineo de la melancolía. Este tratado de las causas. Todo se va demasiado rápido. Todo se va. Todo se va.

Urgen baterías nuevas para encender el horizonte.

Es suficiente. Sólo me he puesto a hablar. Hablar todo el día. Melancolía anacrónica. Mis dedos se vuelven morados a causa del aire helado de hoy. Ya estoy muerto. Este lugar desaparece. Me he transformado completamente en insecto.

Dormir no es suficiente, hay que transformarse completamente. Alejarse. Largo parpadeo que es el sueño. Aquí un tumulto de cosas a punto de derrumbarse.

 

Ya sea como narrador o poeta, la obra de Javier Payeras (Ciudad de Guatemala, 1974) es un referente de la literatura centroamericana. Sobre todo por ser una figura central de la Generación guatemalteca de la posguerra, que reflejó las consecuencias del conflicto armado que asoló el país durante décadas. Su obra se extiende por diversos géneros: poesía, narrativa, dramaturgia e, incluso, libros objetos y performance poéticas.

Todo texto es un Palimpsesto, pero más todavía los que versan sobre otras producciones culturales. Haciendo un leve homenaje a Genette, en Palimpsestos se recogerán los textos críticos. En penúltiMa la crítica es meditación y diálogo. Los textos que pasan a entretejerse con aquellos de los que hablan.

La fotografía que ilustra el texto es obra de Heinrich Riebesehl.