Considerada como una de las grandes series de los dos últimos años, exaltada y reverenciada por muchos, el director de todo esto se animó a dedicarle un rato a verla y quizás no está tan entusiasmado como parecen estarlo otros.
(Contiene spoilers)
No me cabe la menor duda de que The Bear es una de las mejores series que puede disfrutar el público en las plataformas televisivas. No creo que se trate, como muchas veces sucede, de esas maniobras más o menos arteras por parte de los canales, que pagan mucho dinero a los medios de comunicación para que se pasen el día bombardeándonos acerca de las series que debemos ver, el borbotón de elogios que la serie ha despertado en su primera temporada y la expectativa que se ha desencadenado con el estreno de la segunda. El hecho de que sea el único producto medianamente sólido de la plataforma de Disney, sobre todo ahora que, como era esperable, comienzan a hacer aguas las sucesivas franquicias de la cada vez más aburrida factoría Star Wars (comienza a dar vergüenza incluso decir que fuimos niños que sabíamos de memoria hasta diálogos de las películas de Lucas), ha empujado, sin duda, al público a consumirla con avidez. Ahora bien, que todo eso sea cierto, recapitulo: que sea la mejor serie de Disney+ y que esté entre las mejores cosas que puede uno ver entre las producciones actuales, más que alegrarnos debería preocuparnos. Porque eso no la convierte en una buena serie. Siento mucho ser el aguafiestas que viene aquí a enfatizar una serie de detalles que parecen estar siendo obviados, y eso es algo que hasta cierto punto me preocupa.
Por descontado hay detalles que no son en sí mérito de la serie, sino síntomas de que el fenómeno de las series de televisión puede permitirse lujos propios de las superproducciones de Hollywood, como la extensión desigual de los capítulos (la televisión a la carta permite estas cosas), o los invitados de lujo para hacer dos escenas inanes. Hay dinero, hay que gastarlo, los productores están en el restaurante pagando con la visa platino y no tienen tiempo de revisar los guiones.
La exaltación de esta serie sobre el mundo de la alta cocina y la enfermedad mental, que son los dos pivotes en torno a los que se mueve toda la serie, parece en principio algo obvio. Nos están dando comida basura a todas horas a través de los canales televisivos, los gratuitos y los de pago, y cualquier cosa medianamente bien cocinada hace que el espectador se relama entregado al gozo. Lo entiendo. Me sorprende que, pese a ello, un buen restaurante familiar quiera venderse como un tres estrellas michelín.
La trama, para los que han visto la serie, es conocida, pero pocos reparan en lo peregrino de la misma: tras el suicidio de su hermano, un chef que ha trabajado en el mejor restaurante del mundo decide hacerse cargo del local de bocadillos y comida rápida familiar que el muerto regentaba y termina por convertirlo en un restaurante de alta cocina. La segunda temporada, de hecho, gira en torno al proceso del proyecto una vez han decidido lanzarse a la transformación. Y se cierra, como ya sabrán muchos, tras el primer día de puertas abiertas para amigos y familiares, sin que aún esté, como tal, abierto al público. Relean de nuevo el resumen argumental de la serie y díganme si no les suena algo abracadabrante el asunto. Vamos a utilizar el sentido común, queridos lectores: supongamos que el guionista de la serie, que es el show runner detrás del invento, algo se ha formado acerca del mundo de la hostelería. Lo suponemos porque somos generosos y benévolos. Ya el hecho de que el protagonista haya trabajado en el «mejor restaurante del mundo», cuando habría sido mucho más sencillo, y creíble, haberse referido a un «restaurante de alta cocina», debería alertarnos. Pero lo mejor no es eso, es que apenas se hace cargo del restaurante contrata a una souschef que enseguida se muestra como una especia de joven prodigio capaz de cocinar el plato que convence a un crítico gastronómico que se acerca a un puesto de comida rápida para escribir sobre él en el periódico. Todo esto, tal y como se presenta en la serie, parece lógico y asumible, por eso lo aíslo, para subrayar que no hay por dónde agarrar estos pilares argumentales de la serie. Y, una vez queda claro que el hermano pedía dinero a su tío para meterlo en latas de tomate (se conoce que como todo el mundo en esta serie tiene problemas mentales es innecesario explicar el porqué de esto), y pidiendo un poco más de dinero a dicho tío, que se dedica a la promoción inmobiliaria, se lanzan a convertir su restaurante de barrio que vende bocadillos y tiene un pequeño salón con hules a cuadros en un restaurante capaz de emular al «mejor restaurante del mundo». Y, para hacerlo, en vez de contratar una plantilla formada y de nivel, se dedican a convertir al personal en diestros cocineros, jefes de sala, etc. Vamos a brindar por el desparpajo narrativo y la inverosimilitud, solo para esto, ojo, en todo lo demás vamos a intentar ser naturalistas radicales, y nos venimos arriba.
Todo esto es bastante inverosímil, además de peregrino, y como persona que ha trabajado en restaurantes de cierto nivel, ni siquiera alta cocina, restaurantes de altos vuelos y algo pretenciosos que contrataban a estudiantes erasmus para trabajos menores de sala (ahí entra uno), ir viendo todo esto me ha dejado pasmado. Uno al principio se alegra de que una serie enfatice la importancia del trabajo de la hostelería y transmita al público que no conoce ese ambiente las tensiones y el estrés, además de la categoría, de dicho trabajo. Pero si luego quieres convencer al espectador de que un puñado de aficionados pueden convertirse en profesionales del ramo en tres meses, y en algunos casos tras renunciar incluso a formarse debido a inseguridades, y que todo sea maravilloso, no sé hasta qué punto le estás vendiendo al público lo contrario de lo que pretendes. La lectura final en ese sentido, desde un prisma ético y moral, no entro ya en temas estéticos o narrativos, es decepcionante. Tantos capítulos de los programas de Gordon Ramsay (el original del de Chicote para los que no conozcan el mundo televisivo anglosajón) han convencido no ya a la audiencia, sino a los mismos profesionales del sector audiovisual de que, si un chef puede enderezar a los ingenuos que pensaron que cualquiera lleva un restaurante en una semana y con enseñarles a hacer los cuatro platos de la nueva carta los conviertes en profesionales, eso mismo puede servir como arco narrativo de una serie que se pretende seria y ambiciosa. A mí me da la risa, pero debo ser alguien malintencionado.
Con todo no es la verosimilitud lo que convierte a una serie en buena o mala, ni el modo en que interactúa con el mundo que refleja y con el que dialoga. Resulta pasmoso, pero es así. Con todo, lo que más echa a perder la serie es su idea central: la plasmación de los trastornos mentales y cómo estos afectan nuestras vidas. En la serie vemos cómo un chef de prestigio tiene taquicardias y vive en una leonera, tiene problemas para involucrarse sentimentalmente, evita a su hermana, apenas tiene relación con su madre, y transita por sus relaciones en una continua negación que cada cierto tiempo estalla en un conflicto del que siempre se sale pidiendo perdón con un gesto de la mano pero sin atajar jamás el origen del problema. Todo bien, esto es incluso lo más asumible del asunto. La souschef apuñala al primo y socio del chef en un brote y del tema no se vuelve a hacer mención en toda la serie. Cuando se le pasa el enfado regresa al trabajo y seguimos tan amigos. Sí, han leído bien. Es un ejemplo de los muchos giros argumentales que se ve obligado a asumir el espectador que transita por la serie. No voy a aburrirles repasando cosas que ya conocen, amigos lectores (asumo que los que no han visto la serie no se habrán aventurado hasta aquí y, si lo han hecho, es más que probable que no vean la serie o que la vean por el puro morbo de comprobar si todo lo que he dicho es cierto), pero sí quiero detenerme en el capítulo de la segunda temporada que se ha vendido al público como la «pieza maestra» de la serie. Me refiero a la mini película «Fishes» que es el capítulo sexto de la segunda temporada. Podríamos hablar largo y tendido de que es un capítulo que parece construido con los peores clichés del cine indie gringo. Está pensando en, posiblemente incluso escrito, en un hotel de Sundance. Si Cassavettes se levanta de la tumba y ve cómo bastardean su herencia le dan los siete males. Donde el cine de Cassavettes es sutil y revolucionario, donde atina a reflejar la psicología de sus personajes y prescindir de los pilares narrativos del cine mainstream, esa parte en la que parece un improvisador del cine íntimo y guionizado de Woody Allen, esa vocación de encapsular la vida que lo aproxima a Bresson, es donde no puede encontrarse The Bear, y menos aún ese capítulo que es como un refrito mal resuelto, una mayonesa cortada, entre The Dead de Joyce (seguro que el guionista jamás ha leído a Joye y ha trabajado desde la adaptación de Huston) y el cine de Cassavettes (posiblemente tampoco haya visto mucho cine de Cassavettes, sino las imitaciones mal resueltas que abarrotan la programación de Sundance). El capítulo en cuestión es largo, está lleno de diálogos innecesarios, personajes ajenos a la trama de la serie, conflictos que desconocemos (la gracia de la estructura de Dubliners es que primero conocemos historias sueltas que se atan en el cuento-sinfonía final, conocer historias que a lo mejor se desarrollarán en la temporada séptima es no solo un lujo que se puede dar alguien gracias a la inflada industria de las series y las plataformas, sino una falta de respeto al espectador), y, lo que es más importante, carece de todo sentido del humor. Ese es el resumen de la serie: es de una solemnidad tan tediosa que se hace muy complicado ir viendo capítulo tras capítulo. El capítulo acierta a la hora de presentar una mente desquiciada, o sería más exacto decir dos, que es la de la madre de la familia protagonista. Esa cocina llena de porquería que no se limpia, la madre untando con las manos y la roña de las uñas largas la comida en el pan, los brotes y el delirio en que vive, sin conexiones causales, conmueve al espectador. Un poco lo asquea también, todo debe ser dicho, esa cocina da grima. Pero todo esto convive con un delirio que se acomoda a este que llega a ser estomagante. El trastorno del hermano que terminó suicidándose parece casi caprichoso, la inquina del tío que lo provoca injustificada —error de bulto del guion, pasan cosas que no tienen justificación alguna demasiado a menudo—, y, sobre todo, los diálogos, esos diálogos omnipresentes en los que se pierde el episodio, que parecen escritor por un alumno de taller de guion recién matriculado. Venimos de un formato que ha entregado monumentos como The Wire (se conoce que aprender de los guiones de Simon a construir diálogos aparentemente intrascendentes que se revelan luego cargados de sentido es algo innecesario a día de hoy para trabajar en la industria), o Mad Men (si queremos hacer un capítulo que funcione de modo independiente dentro del curso argumental de la serie aprendamos de las joyas de la serie de Weiner, que en ese sentido sigue sin haber sido superada), y si buscamos plasmar los entresijos del trastorno mental volvamos a ver The Sopranos, cuyo argumento al completo no solo se detona por una visita al terapeuta, sino que está construido en torno a la salud mental del protagonista y cómo lidia con ella, sin necesidad de que en todo momento, como sucede en The Bear, los personajes estén todo el día teniendo diálogos cargados de sentido, explícitos, solemnes, enfáticos, delirantes y de una intensidad que llega a resultar cómica. Al ver la serie me acordaba de esas escenas ya convertidas en referentes de algunos culebrones latinoamericanos donde se les va tanto la manija que uno termina riéndose en vez de sentirse conmovido. La escena de los padres desgarrados ante la decisión del hijo de estudiar para convertirse en fotógrafo, la madre en pleno brote que amenaza a una niña en una silla de ruedas. Todos conocemos esas escenas sin haber visto las series. Es imposible no intuir que la escena de Jamie Lee Curtis en el último episodio de la segunda temporada, donde no llega a entrar en el restaurante que han abierto sus hijos y tiene una conversación totalmente pasada de rosca con su yerno no termine en esa antología. Llega un momento en que resulta cómico todo, más allá de lo que el pacto con el espectador aguanta.
Ese es el principal problema de la serie: se les ha ido la mano, cada vez más, con la solemnidad, y hasta cierto punto con el pensamiento positivo, el mágico y el mindfulness. A medida que uno va avanzando capítulo a capítulo en la segunda temporada lo hace más por el morbo de hasta dónde son capaces de llegar, hasta donde tensan la cuerda y la paciencia del espectador con la mente en funcionamiento, que por verdadero interés hacia lo que sucede en la serie.
Incluso en detalles marginales, fruto de las necesidades narrativas del medio, se desinfla la cosa. Si uno viera la serie parece que es más complicado controlar las comandas e ir pidiendo que marchen los platos con orden que el cocinar el plato. Y, cualquiera que ha trabajo en una cocina, sabe que la importancia del emplatado y salida de los platos, donde suele estar el jefe de cocina, se debe a que es donde se supervisa el trabajo y sale a sala, no porque sea más complicado coordinar el servicio de diez mesas que cocinar realmente bien lo que comen.
Para que no me crucifiquen sí que hay un aspecto notabilísimo de la serie: el impecable gusto de la selección musical de la serie y la capacidad del montaje, tanto para transmitir tensión y agitación como calma, soledad y nerviosismo. Lo mejor de la serie descansa en lo que sirve como aliño, en lo que es mero vehículo, pero su trama y credibilidad va haciendo aguas a medida que avanza.
Lo dicho: The Bear es una de las mejores series del 2023, y eso, más que alegrarnos, debería hacernos temblar.
Antonio Jiménez Morato (Madrid, 1976) es escritor, crítico y traductor. Su libro más reciente es NOLA ( 2021). Además ha publicado la recopilación de ensayos sobre literatura latinoamericana contemporánea La piedra que se escribe, la novela Lima y limón, editada en cuatro países y en digital, y Mezclados y agitados, entre otros.
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