Una vez concluida la emisión en HBO de We Own This City, de David Simon y George Pelecanos, y coincidiendo con el vigésimo aniversario del estreno de The Wire, llega el momento de poder sacar algunas conclusiones sobre lo que cuenta y, más importante aún, sobre cómo lo cuenta, esta miniserie. El director de todo esto se acerca a la serie no tanto para hablar de su argumento, como suelen hacer tantos críticos de medio pelo que confunden la crítica televisiva con el patio de vecindad, sino para apuntar algunos detalles acerca de su trascendencia narrativa.

 

Aunque a David Simon se le conozca hoy, sobre todo, y por motivos lógicos, como un paladín del progresismo en general, ahí tienen ustedes la obsesión de Pablo Iglesias por él, y dentro de la industria audiovisual estadounidense en particular —una especie de oveja negra al que se tolera porque otorga un marchamo de legitimidad, no nos engañemos, lo que también viene a hacer patente cuáles son las verdaderas obsesiones actuales en Hollywood y las plataformas de internet, y si no que le pregunten a Louis C.K.—, mucho antes de estas simplificaciones, fue, sobre todo el principal referente de los que pensaban que se podía hacer una televisión que respetase la inteligencia del espectador. Su proclama, «Fuck the average viewer», fue el estandarte de toda una nueva generación que quiso ver en la explosión de los canales de pago y las plataformas de internet un espacio donde parecía poder madurar la ficción televisiva. Hoy, pasados ya unos añitos, y contemplando el panorama de la mayoría de sus catálogos, produce un cierto sonrojo pensar en lo ingenuos que fueron, por descontado fuimos, al pensar que algo así podría pasar. La avalancha de mediocridad de la oferta actual ha servido, sobre todo, para subrayar lo que ya suponíamos: que la mayoría de lo que se ofrece al espectador sigue siendo la misma basura de siempre, carente de ambición intelectual o estética, y ese espectador medio al que le podían dar por saco de una vez por todas según Simon y sus acólitos ha terminado por imponer su mirada en estos nuevos espacios que, más todavía que en el caso de los canales tradicionales, han terminado por adolecer de una falta de ambición y de exigencia casi insultante.

Pero no se trata aquí de lamentar lo que pudo haber sido, sino de aprovechar que ya se ha completado la emisión del último de los trabajos de Simon, We Own This City, para comentar el estado de la cuestión en base a los logros de esta producción, y qué aporta y a qué apunta dentro de la industria en general y la trayectoria de Simon en particular lo que evidencia este trabajo.

La primera salvedad que debe ser señalada es que esta miniserie no es, en sentido estricto, «una serie de David Simon», sino una de «Simon y Pelecanos», detalle importante ya que se trata de una nueva colaboración entre dos escritores que comenzaron a trabajar en aquella serie mítica que es The Wire, y desde entonces han colaborado en mayor o menor medida en otros proyectos, y que en este caso han partido de un libro que recogía la investigación periodística realizada para el Baltimore Sun por Justin Fenton. Así como las primeras series de Simon surgieron de sus propios libros escritos durante su época periodística, en este caso han partido de un origen parecido, aunque también ajeno, para dar forma a la miniserie. No es algo secundario, puesto que no trabajan desde materiales propios, pero tampoco tan diferente a lo que hicieron en aquella serie mítica.

Lo que sucede es que hay un cambio determinante en lo que se refiere a la estética, al modo de contar los hechos, que la distancia enormemente de The Wire, así como del resto de las series donde Simon y Pelecanos han colaborado —incluso de las novelas de serie negra de Pelecanos porque, conviene recordarlo, aunque hace ya una década que no publica nada, justamente desde que se reconvirtió en guionista, productor y productor ejecutivo de series, fue antes de guionista y productor de éxito un aclamado novelista—, donde siempre se exhibió  un claro pulso narrativo, algo que conocen perfectamente los seguidores de The Wire, que disfrutaron del particular modo de Simon de afrontar cada temporada, ya que los cuatro o cinco primeros capítulos parecían deslavazados, mera introducción de la historia, y de repente todo el argumento encajaba para acelerarse y ya uno no podía dejar de ver, ansioso y ahíto, todos y cada uno de los capítulos hasta terminar la temporada. No es tampoco este del modo en que se ven las series algo secundario, y a ese respecto Fresán ha estado más que acertado siempre al subrayar que el boom de las series ha coincidido con el momento en que se pueden ver prácticamente todas como se lee un libro o se ve una película, sin tener que plegarse al ritmo semanal de emisión. No resulta por eso sorprendente que Richard Price, otro de los escritores que Simon unió al equipo de guionistas de The Wire, se refiriera a la serie como «una novela rusa que emiten en HBO». Por el contrario, We Own This City, en su aproximación a los hechos, parece más cercana a Generation Kill, esa miniserie en la que, con voluntad mimética, Simon reproducía la abulia y falta de sentido de la guerra moderna, llena de argot, de tiroteos inexplicables y sin función alguna, donde realmente no pasa nada, al menos nada con un mínimo de sentido y causalidad, y la vida de los soldados no es más que un vacío constante interrumpido en algunas ocasiones por algún enfrentamiento. Piezas en el tablero de intereses estratégicos y comerciales, que trabajan en eso del mismo modo en que podrían hacerlo en cualquier otro lugar, ya que no pasan de ser meros tentáculos finales del capitalismo y de la visión fordista del mundo. Y si digo que la aproximación narrativa es semejante es porque es netamente periodística, alejada de una voluntad novelística o narrativa, donde la idea de causalidad de los hechos, de suspense, de argumento pasa a un segundo plano. En el primer capítulo de We Own This City está ya toda la serie, como quien dice, del mismo modo que en la entradilla de un artículo se entrega toda la información relevante que ofrecerá el mismo, y solo leemos el texto completo porque deseamos conocer más detalles, motivos, matices, etc. Las cuatro líneas argumentales que se apuntan en la serie y se cierran en el último episodio están, como suele decirse, cantadas, y son, en realidad, irrelevantes. Esta miniserie va más allá incluso de lo que fue Generation Kill porque, mientras aquella consideraba que debía mantener una estructura narrativa más o menos lógica, con una sucesión de hechos, a modo de una crónica cercana al periodismo bonzo, en esta todo eso es secundario, la acumulación de anécdotas, detalles de los hechos, cargos y delitos, referentes al verdadero protagonista de la serie, es el único mecanismo que hace avanzar el guion, que desde el inicio ha señalado ya lo que sucede: la corrupción policial, y en su avance solo perfila cada vez más el motivo y el origen de esa impunidad en la que se mueven los que suponemos garantes de la ley y no meros delincuentes: los abusos permitidos por la retórica de la Guerra contra las drogas.

En el caso de que el «espectador medio» no se haya dado cuenta de ello al contemplar los desmanes de los agentes, la investigación del FBI, las conversaciones que conducen al informe de la defensora de los Derechos civiles, en el último capítulo queda todo explicitado y explicado en la conversación de esta última, Nicole Steele (interpretada por Wunmi Mosaku) con Brian Grabler (interpretado por Treat Williams), donde Simon y Pelecanos hacen un fino ejercicio, posiblemente por eso se han permitido incluir el diálogo en la versión final, de glotopolítica: en el momento en que se recurre a la expresión «Guerra contra las drogas» todo queda legitimado, se convierte a la policía en una fuerza militar a la que se conceden poderes y se les exime de responsabilidades, se convierte a los ciudadanos en aliados del enemigo, lo que conculca sus libertades y los expone a acciones arbitrarias, y el mero consumo de drogas los convierte en miembros rivales, y por lo tanto objetivos del mismo conflicto —al que todo esto le suene un poco marciano que encienda la televisión o la radio, que se de un paseo por internet y contemple, tan pasmado como lo hace uno a diario, a mil opinadores de saldo y esquina, sobre todo de esquina, que van de tertulia en tertulia convirtiendo a ciudadanos que usan combustibles fósiles para desplazarse o calentar sus viviendas en aliados de un supuesto sátrapa, que ha ganado elecciones una y otra vez si que nadie cuestionara su legitimidad ni la limpieza de las mismas, y se ha convertido en la encarnación del mal en la tierra por hacer lo mismo que llevan haciendo las administraciones de los Estados Unidos más de un siglo—, por lo que valiéndose de la excusa del enfrentamiento militar le dan carta de libertad a las fuerzas del orden para tornarse en represores y victimarios de la sociedad.

No hay mucho más en sí en la serie que no nos hayan dicho Simon y Pelecanos mil veces en sus anteriores trabajos, y por eso lo novedoso de esta serie en sí se reduce al formato, a la traslación de un reportaje periodístico, de una investigación donde todo se reduce a la acumulación de datos y pruebas, y el modo en que esto se traslada a un formato audiovisual sin pretender modificar su discurso ni seducir al espectador con una narración que lo distraiga. Ahí radica lo interesante de la serie, en prescindir completamente de recursos habituales como el suspense, la causalidad o cualquier otra concesión a los que el «espectador medio» suele esperar de una serie. Y por eso resulta notable, y por eso, precisamente por lo mismo que será criticada en las escaleras de vecindad que son los foros y las redes sociales, hay que ensalzarla: porque supone el primer momento en muchos años en que Simon ha regresado a su lema, y solo por eso debemos, ya estar agradecidos. A ver qué sucede ahora.

 

Antonio Jiménez Morato (Madrid, 1976) es escritor, crítico y traductor. Su libro más reciente es NOLA (Jekyill & Jill, España y Festina, Ciudad de México, 2021). Además ha publicado la recopilación de ensayos sobre literatura latinoamericana contemporánea La piedra que se escribe, la novela Lima y limón, editada en cuatro países y en digital, y Mezclados y agitados, entre otros.