Ingenuamente, piensan muchos lectores que un autor termina un libro cuando lo da por cerrado, se lo entrega a un editor y este lo imprime y lo manda a las librerías para que esos ingenuos lectores lo disfruten. No menos ingenuos son los autores, que piensan, como lectores que son, y por lo tanto ingenuos, que ese libro con el que han estado batallando y releído mil veces queda ya cerrado cuando lo mandan como archivo adjunto, versión final corregida y editada, al correo electrónico del editor. Y, cuando sucede eso, y tienen ya ejemplares del libro en casa, y toca ya pensar en el siguiente, o en los siguientes, de repente lo ataca a uno la necesidad de extender algunas de las líneas abiertas por ese libro con un nuevo texto. Eso le ha sucedido a Francisco Bitar, que en su último libro, Un accidente controlado, que acaba de poner a la venta la editorial 17 grises, incluye un texto llamado «La lectura del abandono». Cuando ya anda el libro de mano en mano, un fin de semana, se siente uno impelido a escribir algo, un texto nuevo, que dialoga con aquel. Y también, al mismo tiempo, con el No leer de Alejandro Zambra. De esos dos diálogos, y de muchas otras lecturas, surge este texto, que es un inédito, recién salido del horno como quien dice, y que Bitar ha tenido la delicadeza de compartir con los lectores de penúltiMa. Nosotros no podemos hacer otra cosa que darle las gracias. De modo entusiasta e irrefrenable.
Para leer, el libro no es necesario. A lo sumo si hace falta comprarlo o pedirlo prestado para tener uno a mano, de modo de recordar qué título disparaba mi fantasía. Pero eso sí: sin leerlo. Adentrarme en su lectura es del todo prescindible.
Ya hemos leído suficientes libros como para saberlo, y algunos en buena medida insoportables. Aun así nos tomábamos el trabajo de llegar hasta el final, porque, según nos habían dicho, no sólo había que leerlos sino que también había que terminarlos: dejarlos por la mitad era lo mismo que no haber pasado nunca por ahí.
De aquel esfuerzo muchas veces descorazonador nos queda sin embargo una ganancia: la de conocer, por la frecuentación de algunos libros casualmente buenos, el placer que supone la lectura. Habiendo tomado lo que nos corresponde por el esfuerzo, y luego de abandonar un centenar de libros por la mitad, es hora de extremar el gesto en busca de un último refinamiento: no leerlos en absoluto.
Es que un libro nunca se igualará con aquello que habíamos previsto. Como ocurre con esas voces que conocemos pero que no están unidas a la imagen de un cuerpo (las voces de la radio, por ejemplo) los libros, al leerlos, devuelven una impresión distinta a la que teníamos en un principio, o antes del principio, cuando nos aprontábamos para empezar. Y esta diferencia pocas veces ocurre en favor del libro. Al contrario: en general arruina las fantasías que de él nos habíamos formado.
Entonces, ante la perspectiva de quedar frente a otro libro indeseable y perder el tiempo y las ganas, lo mejor quizá sea no abrirlo. Esto, evitar el tropiezo de ingresar en el libro, no significa renunciar a la lectura sino volver a ella cada vez, aunque en estado puro, ahorrándonos toda mediación. Para los conocedores del placer de la lectura, lo recomendable es progresar en la fantasía que la lectura de hecho, podemos estar seguros, terminará por desbancar. (En este sentido, el libro no es otra cosa que la coartada de la lectura).
No es difícil de lograrlo. Al contrario, sólo hace falta observar de cerca esa fantasía que nos acompañó acá y allá, y que se movía con nosotros cuando imaginábamos qué cosa podía venir atrás de un título tan atractivo o qué otra podía haber entre tapa y contratapa que a un amigo lo había animado tanto. La lectura, de esta manera, ya-es en nosotros, sin que haga falta leer esas palabras en el papel para advenir.
Claro, está el caso contrario del que lee por placer. Se trata de aquel que conoce al autor, las referencias, la incidencia de un título entre lectores cercanos: es el lector que tiene todos los elementos para dar rienda suelta a su fantasía de no leer, es decir, de escribir por sí mismo el libro, y sin embargo decide leerlo. ¿No sería esa una manera mezquina de confirmar sus sospechas, para celebrar o decepcionarse, pero siempre para constatar su importancia personal? Esta es la clase de lector que no sueña, que padece la herida siempre abierta de no atreverse a escribir.
A diferencia de él, la no-lectura promueve, no una horda de no lectores, sino una aristocracia de la lectura: sólo puede no leer quien, con el hábito, adquirió un estilo, y sabe perfectamente qué cosa le gustaría leer en el libro que imagina pero no lee. Esto lo aleja también de la otra clase de lector: el lector-masa. Su nombre es una legión formada por quienes no establecen diferencias, el batallón de quienes llegan a la librería a revolver sin una idea aproximada de su propia rareza. Exactamente el consumidor de novedades.
A distancia de estos lectores, el no-lector, que sabe exactamente qué clase de estado busca revivir, consigue el libro y no lo lee. Porque siempre es mejor tener el libro a mano, aunque no para leerlo sino para mejor volver a él, sin leer. Para mi cortejo, que con esto se parece al del amor cortes, no hace falta el acceso al objeto amoroso: es suficiente con mirarlo desde afuera, incluso alcanza, como a veces ocurrió con aquellos amantes, con haberlo visto una sola vez.
Así, mi biblioteca se vuelve de pronto plena y superabundante: este modo de leer sin leer me permite comprar libros que me gustan nada más que por su aspecto, por sus colores y por su forma, ignorando olímpicamente la cuestión de su contenido: yo mismo puedo hacerme cargo alegremente de su escritura, desde que la no lectura es la clase de trabajo que no insume ningún esfuerzo. De hecho, puedo ir más lejos y hacer frente al problema de la enorme cantidad de libros que, por falta de tiempo, es imposible leer. Antes ese Himalaya de papel me provocaba una inmensa angustia, pero ahora puedo escalarlo todo de un golpe. Es suficiente con no leer.
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Francisco Bitar (Santa Fe, 1981). Ha publicado una novela, Tambor de arranque (2012), que tras recibir el premio de novela de la Editora Municipal de Rosario fue publicada en España por Candaya. Ha publicado los libros de cuentos Luces de navidad , Aquí había un río y Teoría y práctica. También dio a la imprenta un libro a medio camino entre las memorias, la ficción y la crónica al que tituló Historia oral de la cerveza . Ha publicado los poemarios Negativos , El Olimpo, Ropa vieja: la muerte de una estrella y The Volturno Poems. Fue el encargado de realizar una edición crítica del libro de Juan L. Ortiz El junco y la corriente. Su más reciente publicación es la colección de ensayos Un accidente controlado.
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