En este artículo, más allá de la expresión irónica del desapego a la lectura de la sociedad actual, Navarro se lanza a esbozar un hipotético mundo donde todos somos artistas, como apuntó Beuys y subrayó Groys, y sumidos en la construcción de nuestra imagen artística nos olvidamos de la esencia del arte, de la labor creadora y, sobre todo, del enfoque casi místico de la obra. ¿Qué mejor modo que entrar en el fin de semana para un audaz lector de peúltiMa?

 

Mi vecina Luisa es escritora. Si te la encuentras en el ascensor a poco que el día esté como todos los días y no dé para más hablar del tiempo, te cuenta entonces que su tiempo —no el atmosférico— lo ocupa ahora en acabar otra novela. No una; otra. Como me bajo en el tercero no le pregunto nunca de qué va, no sea que por educación me quede con un pie a cada lado del rail por no dejarla con el argumento en la boca cuando llegue a mi planta, oyendo cómo por ejemplo los alemanes diseñaron una máquina que pudo cambiar la guerra pero que menos mal que la robó una señora que fue espía a su pesar porque su ilusión era ser bailarina, y entonces comiencen a oírse golpes metálicos rebotando en la caja del elevador porque alguien lo esté esperando con ansia. No el argumento, claro; el ascensor.

Mi vecino Ramón es escritor. Escribe aforismos y microrrelatos. A poco que el día esté como todos los días, y cuando es así no da para más hablar del tiempo —del atmosférico—, llena el espacio del ascensor y el tiempo —no el atmosférico— del viaje con el relato de sus microrrelatos. Afortunadamente vivo en el tercero, esto es, entre los saludos y la protocolaria invocación al estado del tiempo —el atmosférico de nuevo— apenas queda tiempo para que mi vecino concluya sorprendiéndome con su ingenio; mientras la puerta se desliza por el raíl en el aire del tercer piso se diluye el eco de su inteligencia y la rotundidad de sus finales, tan sorprendentes como el funcionamiento del elevador.—

Podría subir por las escaleras, es cierto, tan sólo es el tercero, pero en el primero vive Ángel, que es poeta, sólo poeta. Ángel suele tener la puerta abierta y su pomerania, gordo y pomponoso, campoamoriano, ladra a los que siguen las instrucciones para subir —o bajar— los escalones. La voz de Ángel resuena en la caja de escalera en mitad de la corriente generada entre la puerta de entrada al edificio y la de su vivienda, custodiada por el enojoso pomerania, tan enojoso como una rima consonante. ¿Por qué no cierras la puerta, Ángel, carajo?, le he preguntado algunas veces. Para que se me ventilen las metáforas, suele contestar divertido, con los ladridos chirriantes de fondo.

Antes yo solía ir a las reuniones de comunidad; lo común exige el consenso de lo individual. Ahora ello resulta imposible. Luis, el administrador, es dramaturgo, y en el orden del día cuela obras de microteatro experimental, hace voces distintas para explicar el presupuesto, y al estado de cuentas suele meterle una errata habitual que firmaría Ramón; Estado de Cuentos. Se nos caen trozos de la fachada, pero como necesitamos el acuerdo de tres quintos —que es algo menos de una botella de tres cuartos— no hay manera de que se acuerden las obras que no sean dramáticas; sólo hay acuerdos en mi comunidad, de un tiempo —cronológico— a esta parte plagada de literatos, acerca de la maldad del establishmen autorial, del lobi editorial tradicional, de los falsos prestigios, de la caducidad del canon, además de afirmar el indiscutible talento individual de cada uno, al cual no se renuncia en aras del consenso común. Se nos está cayendo la fachada y lo que es peor, plagado el edificio como está, la empresa que nos hace los tratamientos de plagas, cuando les consulto, me dice que para lo que nos pasa no tienen nada efectivo; ratas, cucarachas, pulgas, no hay ni una en la comunidad, pero con los símiles inesperados, los títulos insólitos, los argumentos nunca antes imaginados, los personajes incendiarios y las vertiginosas peripecias, no hay producto químico u orgánico que acabe.

Lo último ha sido tener que poner una chapa en la boca del buzón. Un día vino a casa un notificador de Hacienda a entregarme una citación. Iba a dejársela en el buzón, pero lo tiene usted clausurado, y tampoco nos consta que tenga correo electrónico al cual hacerle las notificaciones, se quejó el hombre mientras le firmaba el acuse. Todos mis vecinos se autoeditan, le dije. Uf, me dijo, nosotros teníamos un problema con una antena de telefonía, pero con eso no sé qué decirle, la verdad. Me encogí de hombros mientras rompía el sobre con miedo —menos mal que era la confirmación de una devolución que había reclamado; uno recibe esas noticias con más alegría que uno de mis vecinos el Planeta—. Lo malo además es que le va a bajar mucho el precio del piso si quiere venderlo, me dijo el señor de Hacienda como despedida, probando que de ese ministerio nunca traen del todo buenas noticias. Cerré la puerta, y regresé a mi lectura.

Leo desde hace unos días Viajes con Charlie en busca de Estados Unidos (en busca de América, en el original), de John Steinbeck, en traducción de José Manuel Álvarez Flórez. Debería mejor decir que lo leo a la vez que lo releo, porque vuelvo sin cesar a la primera parte del libro. Son apenas trece páginas, pero qué trece páginas. Describe en ellas el origen y propósito de la obra —no para instruir a otros, sino para informarme yo— y el plan del viaje, físico y literario, que se propone afrontar. Habla entonces, por primera vez en el libro, del tiempo, del tiempo atmosférico, de la llegada de un huracán. Si mis vecinos letraheridos —tan heridos que diríase moribundos o sin más muertos y zombificados— hablasen del tiempo —del atmosférico— en el ascensor del modo en que lo hace Steinbeck cuando cuenta acerca del huracán Donna y su barco anclado en la bahía, yo, que vivo en el tercero, nunca me bajaría del ascensor —la mía es una torre de quince plantas—. Pese a mi rotunda oposición a las nuevas formas de esclavitud capitalista, viviría en el ascensor. Llamaría, para alimentarme, a un repartidor tras otro, haría mis necesidades en los recipientes vacíos de comida —se queja Steinbeck en 1962 del exceso de embalaje que el capitalismo supone—, dejaría la basura fuera de la caja metálica en las paradas al deslizarse por el raíl plateado la puerta automática con un susurro color cobalto —esto prueba que comienzo a comportarme como mis vecinos en su imparable afán creador—, dormiría acurrucado y feliz en un rincón, y aguardaría a que, en cualquier viaje del quinto a la planta baja, o del bajo al noveno, comenzase de nuevo ese relato sobre el viento que arruga el agua como una sábana negra y que aun así no logra arrancar del fondo de la bahía la vieja ancla de uñas lanceoladas anchas como palas del barco de Steinbeck.

Uno de los mejores efectos de la lectura es el silencio de la escritura. Escribir, dice Marguerite Duras, es también no hablar, callarse. Resulta casi pornográfico pretender escribir sobre un huracán tras leer esas apenas dos páginas de Steinbeck; uno las lee, puesto en pie, y renuncia a cualquier nuevo intento. Por mucho que quien afronta la escritura deba obviar que las historias ya están contadas y sólo acometemos variantes sobre las historias contadas por Homero, obviar no es olvidar, sino salir al encuentro del obstáculo que supone llegar a la escritura en un momento concreto de la historia de esa misma escritura. Por ello la escritura literaria no contiene un rechazo sino una vindicación de la autoridad del precedente, lo que no significa un plegado al mismo sino un diálogo con él. Ese diálogo comienza en la lectura, y uno de sus efectos, decía, es el silencio; escribir es callarse cuando no se tiene nada tan inobjetable como necesario que decir. En mis vecinos, y es lo sorprendente del fenómeno zombificador de los condominios infinitos de escritores que aglomeran el espacio contemporáneo, la lectura es un obstáculo a las horas de escritura y claro, cómo puede uno concluir una obra sobre el deshollinador de Auschwitz si se pone a leer a Seweryna Szmaglewska, Imre Kertész o Primo Levi. Los nuevos escritores que conforman el nuevo no—lugar de la literatura no leen porque no quieren influencias que contaminen su genio, salvo las lecturas que hacen de sus competidores en los concursos digitales, hermanados en la vindicación de la nueva autoridad que representa la ignorancia de la autoridad editora y autoral. No hay angustia ni ansiedad en la influencia, para póstumo dolor de Bloom, puesto que La influencia, declama flaubertianamente —pero sin leer a Flaubert— mi vecino del primero entre ladridos del pomerania alimentado con ripios y pienso eco, la influencia soy yo. Ahora, señora Duras, parecen afirmar, escribir es también no leer, cegarse.

La literatura no es una necesidad, pero se conforma como una necesidad. Luego, cierto es, llega el mercado, pero en su forma original el mercado no es sino la expresión de la autoridad. Sin autoridad no hay imitación como molde para el aprendizaje ni hay diálogo como camino de vecindad y pertenencia. La autoedición, lo posteditorial en tiempos post, no sólo es la negación de la autoridad sino lo que es peor, expresa la forma más extrema y falsaria de mercado, la simbiosis del just do it, impossible is nothing y lo amazoniano en perjuicio de lo amazónico—literario; la novela—río de lo autoeditado lleva un río de papel de plata como cualquier belén made in China, pero tratando de hacerlo pasar por uno renacentista napolitano. La nueva bestia editorial que auxilia a los nuevos escritores elimina el diálogo literario y lo que es peor, agrega gadgets y apps a lo editado que en suma reconfiguran de modo tramposo el mercado editorial para quienes se sienten rechazados por el mercado y en beneficio de los mercaderes, que lo son siempre, mercadeen ora con libros ora con libras de carne; si quiere edición en papel clique la casilla, si quiere distribución clique la casilla, si quiere edición previa clique la casilla. El nuevo escritor genial del cuarto piso es el esclavo económico del nuevo leviatán editor. Para abrir camino a su genio se convierte no sólo en autor, pues nadie puede discutirle tal condición auto proclamada —nadie puede negar el sentimiento, y el sentimiento lo es todo, sea de ser escritor o finisher de Ironman— sino en su propio enemigo, el mercado editorial. En lo post, en lo líquido, el mercado editorial tradicional desaparece; ahora hay tantos mercados como autores son. La democracia, el nuevo poder constituyente, era esto; cada escritor es su única autoridad.

Las librerías agonizan asfixiadas por las legiones de títulos que las asedian, no hay metros cuadrados bastantes en el urbanismo contemporáneo que hagan rentable el postnegocio consistente en un hombre, un autor, un libro.  Y no digamos la Red; pronto habrá más páginas en ella dedicadas a los microrrelatos o a la auténtica poesía ripiada que páginas pornográficas, veganas, filofascistas o negacionistas de las vacunas, lo que ya es decir. Por cada libro que se lee se escriben mil cien o acaso cien mil, lo cual genera un problema de espacio al que Steinbeck, apasionado del trabajo con lo residual, ya dedica unas cuantas páginas admonitorias en Viajes con Charlie. Se pregunta Steinbeck qué haremos cuando no nos quede espacio para la basura, pues no podemos aún emigrar del planeta azul —toma lugar común—. Más de cien millones de libros solían quedar en España anualmente sin vender, en almacenes fantasmales habitados de personajes, peripecias, arabescos estilísticos que pasaron de sorprendentes, insólitos y magistrales a rancios, tópicos y comunes en una semana. Lo posteditorial traslada ahora ese problema de espacio al auto(r)editor, de ahí que hayan subido los precios de los trasteros más que de las propias viviendas vinculadas; en mi comunidad, por ejemplo, los trasteros soportan una cuota mucho mayor que el resto de grupos contables en el Estado de Cuentos, porque los autores de la comunidad decidieron instalar un sistema de ventilación adicional que impida que aniden en ellos los lepismas. Lo digital es otra cosa; Elon Musk prepara ya instalar miles de servidores en el espacio del tamaño cada uno de diez Estrellas de la Muerte que permitan almacenar las poesías, las memorias, las novelas, los libros de cuentos, los ensayos que revelan sin cesar secretas conspiraciones globales del Vaticano y los Jemeres Rojos para hacer estallar esas mismas Estrellas de la Muerte bibliotecarias. Si prospera lo de Elon Musk pronto el espacio exterior será lo más parecido a Benidorm que un inglés borracho pueda concebir.

Ah, la literatura, esa no necesaria necesidad, ese diálogo entre humildad y autoridad, entre comprensión y posibilidad de expresión del espíritu humano. Lectura y silencio en la escritura. Ahab arponeando la ballena blanca mientras mi vecino del primero, henchido el pecho de lírica y épica, vuelca un exceso de pienso, contra el mal formado criterio del veterinario, en el cuenco de su repugnante pomerania.

 

Felipe R. Navarro (Málaga, 1969) da clases de Filosofía del Derecho, se gana la vida como abogado, ha sido incluido en diversas antologías y tiene dos libros de cuentos imprescindibles. Uno es Las esperas (2000) y el otro Hombres felices (2015). Es corredor de fondo.