El pasado mes de abril, en Antigua, organizado por el Centro Cultural de España en Guatemala, tuvo lugar un coloquio sobre el sector del libro en el país centroamericano. Dentro de dichas sesiones, el escritor Javier Payeras leyó este texto que ahora compartimos con todos los lectores de penúltiMa.
Es muy complicado dar detalles. Una vez recibimos un libro, luego lo leímos creyendo que estaba escrito para nosotros, fue tanto el entusiasmo que no resistimos el impulso y terminamos eligiendo un destino: escribir un libro como ese que leimos y luego intentar escribir aquel que nunca encontramos. Fin del relato.
Una página en blanco siempre es perfecta. Muy adecuado aquel proverbio antiguo que reza: No digas algo que no sea mejor que el silencio. Si hablamos del oficio de escribir, esta sentencia puede ser el Primer No. Damos dos pasos hacia atrás, queremos dar con el conjuro que transforme la chatarra en oro o encontrar la vara que separe el Mar Rojo. Torpemente iniciamos por lo más difícil, la poesía. Algo que es deprimente, el autor joven que no sabe ni ha leído mucha poesía, que balbucea un par de filósofos o que repite atropelladamente una que otra teoría, que ningunea nombres y que, tarde o temprano, descubre que se formó en público. Esto que podemos llamar la prehistoria de un escritor. Cabe también la post historia: cuando se acomoda en el papel de intelectual orgánico (o transgénico, por qué no), se vuelve un atildado corrector político, acude a sus anécdotas frente a la carencia de ideas y gradualmente se transforma en una estatua viviente. Puede que ambos flancos sean la parte más triste del oficio de escribir.
Y es precisamente la palabra oficio la que reúne todas las verdades. No se trata de una profesión ni de un título nobiliario ni de un ejercicio de propaganda. Se trata de pulir y limar, leer incasablemente, adaptarse al cauce de su corriente y postular cosas que no deformen una tradición literaria torpemente. Dos principios: Tener una habilidad no es tener un talento, tener un talento no es ser artista. Para ser escritor se necesita mucho tiempo, mucho trabajo, muchas crisis, muchos detractores y no caer en la tentación de presentar algo impulsivamente, no vale la pena talar tantos arbolitos para producir aquello que, por pena, nadie mandará a reciclaje o la la Quema del Diablo del 7 de diciembre.
Qué más insistir: Guatemala no es un país para escritores, pero es un lugar del cual vale la pena escribir. Bertolt Brecht lo dice:
“-Y en los tiempos oscuros, ¿habrá canciones?
Sí. Habrá canciones sobre los tiempos oscuros.”
Este insuperable verso de Brecht guarda en la clave poética y política de lo todo cuanto puedo decir acerca de crear literatura en un país tan complejo y lastimado como éste. Puede que la barbarie y la imaginación sean las dos formas que nos han representado. Una suerte de crónica delirante del paraíso más violento. La transparencia que reta todas las cosas y la posibilidad de abrir una salida de emergencia para el espíritu. ¿Qué es escribir?, simple, es el oficio de no darse por vencido. ¿Qué es el espíritu?, lo que resiste a la muerte o a la vida, lo que permanece. En mi habitación tengo varias fotografías de creadores que tuvieron vidas difíciles pero lograron perfeccionar su arte a través del oficio. Es de sobra conocido que el gran talento no es recompensado sino hasta mucho tiempo después. Los más afortunados pueden recibir algún aplauso en vida, los menos pasan desapercibidos décadas o siglos, hasta que una compleja ecuación del cosmos los pone en el camino de alguien que recupere ese legado y lo promueva con un amor inexplicable. Pienso en el legado que dejará esta época de consumero efímero y quimeras cibernéticas. Puede que de las toneladas de libros producidos cada año sólo quede un flaco libro de versos o dos párrafos de un autor desconocido. En tiempos como éste da más prestigio ser el autor menos comprado que ser el más vendido. Quien crea que puede empatar ambas cosas, debe competir con otras épocas en los que la gente disfrutaba leyendo Moby Dick y leía a los indestructibles clásicos grecolatinos sin quedarse dormido. Acaso épocas más envidiables en las que los narradores no competíamos contra Netflix ni las redes sociales.
El presente nos da un reto a los escritores: hacer libros que no puedan ser resumibles. Matar las historias y volver a los poemas. Para relatos ya están las series de televisión. Puede que nos toque volver a la milenaria tradición del relato corto y del poema-ensayo. De eso estoy seguro cada vez que alguien viene con ese taladro de la técnica narrativa o del género puro. Si vemos el camino recorrido por lo autores latinoamericanos, encontramos la vigencia de un Augusto Monterroso, un Juan Rulfo o una Clarice Lispector en contraposición con los autores que acapararon las primeras planas de los suplementos culturales en todo el mundo. Creo que el medioevo intelectual latinoamericano se dio a finales de la década del setenta, cuando se balbuceó que un narrador no era un poeta. Ese desprendimiento surgió de mal interpretar aquello que los franceses de finales del Diecinueve y los norteamericanos de principios del Veinte propusieron para eliminar la caspa retórica y solemne del Modernismo.
Es curioso que una época que no tiene rival para todo lo que es la publicidad y el traslado de lo público a lo privado, sea una de las menos lectoras que existen. Las cifras de libros vendidos, no se reflejan en la cantidad de libros leídos por una persona promedio en un año. No es una época culta, es una época que simplemente consume sin nutrirse de nada. El libro ha ganado compradores que no leen, sólo codician. Los nombres de los autores contemporáneos se evaporan al tratar de hacer una lista de recomendaciones para un amigo. Estamos en el excedente literario en el que no se habla jamás de libros, simplemente esperar a que saquen la película y se acabe toda espectativa.
Ese oficio de escribir que nos convoca este ensayo tiene otro componente, hacerlo en Guatemala. Un país no país. Un lugar de hablas distintas, personas distintas, colores distintos y creencias distintas. La unidad no es más que otro recurso electorero para sumar votos. Decirse escritor es cargar un peso muy grande: Monterroso, Asturias, Cardoza, Méndez de la Vega, Ruano, Ak’abal, Rey Rosa… entre otros indispensables. Pero todos, al igual que las fotografías en mi cuarto, tuvieron impensables resistencias y precariedades. A la fecha pensar sigue siendo un lujo, ¿cuántas veces hemos escuchado la voz de la autoridad que nos dice “Aquí te pagamos por hacer no por pensar”? La creatividad siempre está asociada con el ocio. Tristemente escuchamos los juicios feudales que insisten que la inteligencia siempre está en las profesiones prácticas cercanas a los números y la usura, no en el trabajo humanista ni creativo. Esa lógica gorila que expulsó a los mejores guatemaltecos al extranjero, si es que no los acribillo en una esquina o los mató en la banca de un hospital público aguardando ser atendidos. Pero si algo tengo seguro es que este oficio construye amistades sólidas que nacen de la fe en publicar autores desconocidos por parte de nuestros editores y donar esos magros reditos para que publiquen a otros que puede que tengan mejor o peor fortuna que nosotros.
Así el oficio de escribir es como atravesar un bosque en la oscuridad. No hay mapas ni guías ni recomendaciones precisas. Vemos las enormes copas de los árboles que se asoman como guardianes colosales que nos observan desde lo alto, aunque entre una y otra sombra asome un poco del reflejo lunar. Así la memoria de los grandes que lo hicieron antes que nosotros y que alcanzaron permanecer entre las cambiantes prioridades humanas para quedarse aguardando en alguna parte de la memoria humana, acaso mejores tiempos o al menos una sociedad más cercana a las palabras y a la verdad.

Ya sea como narrador o poeta, la obra de Javier Payeras (Ciudad de Guatemala, 1974) es un referente de la literatura centroamericana. Sobre todo por ser una figura central de la Generación guatemalteca de la posguerra, que reflejó las consecuencias del conflicto armado que asoló el país durante décadas.
La fotografía que ilustra el texto es de María Cristina Orive, incluida dentro del libro Actos de fe en Guatemala.
exactamente un individuo,
por Rubén J. Triguero
nueva columna de Martín Cerda
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Antología de cosas pasajeras
por Javier Payeras
de Henry David Thoreau,
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