Carlos Regueyra Bonilla atraviesa y se vale de la perspectiva de Carlos Fonseca para acercarse a la novela de Junot Díaz que lo convirtió en un referente de la literatura de los Estados Unidos y Latinoamérica.
En un libro sobre las historias pictóricas de aztecas y mixtecos, Elizabeth Hill Boone se ve forzada a emitir un criterio acerca de una noción ampliada de escritura para reivindicar que la pictografía prehispánica era una forma de escritura no verbal. Ignoro si Carlos Fonseca, cuando elaboró su exposición para presentar en Princeton su novela Coronel Lágrimas (que luego fue incluida en La lucidez del miope bajo el título “El archivo biográfico”), estaba pensando en esa forma de escritura no verbal que era el quipu, cuando hablaba de la novela como un “nudo ruinoso entre el archivo y la vida”. El quipu, se sabe, era una forma de archivo hecho de nudos y a mí me gusta pensar estas líneas como un retazo en el que se entretejen unos cuantos hilos apenas del amplio poncho de la tradición escritural del continente, una trenza en su orilla.
Carlos Fonseca Suárez ganó el Premio Nacional de Ensayo de Costa Rica en 2017 por su libro La lucidez del miope, publicado por la Editorial Germinal. En otras ocasiones, Carlos ha relatado que la publicación tomó forma a partir de la propuesta de Juan Hernández, editor de Germinal, de sacar una edición local de textos suyos. Una serie de reseñas, perfiles literarios de autores para él significativos, un homenaje caleidoscópico a Ricardo Piglia y dos esbozos teóricos configuraron un volumen que resultó premiado en la última lotería que el Ministerio de Cultura de este país concede cada año. Esto lo digo porque los premios nacionales tienen, en el ámbito literario, un dudoso prestigio: han sido reconocimientos merecidos a trabajos relevantes en la historia de la literatura de este pequeña ficción con volcanes, pero también burda expresión de amiguismo (lo que aquí llamamos argolla) o de celebración institucional de la mediocridad.
Por ello se hace necesario tomar los textos, leerlos en voz alta y “con el lápiz en la mano”, como propone Álvaro Rojas en el título de su libro de ensayos, ponerlos a fermentar y destilar su sustancia, bebérselos y decir: no es papel higiénico, cuando lo merezcan. Los dos esbozos teóricos con los que cierra el libro me parecen particularmente valiosos no sólo porque alimentan mis propios intereses de escritura sino también porque son los anteojos con los que elijo leer este otro libro premiado: La maravillosa vida breve de Óscar Wao, de Junot Díaz (Premio Pulitzer 2008).
Se trata de la historia de una estirpe de desgracias que desembocan en un joven dominicano que crece en Estados Unidos ejerciendo el arquetipo no del esperado latin lover, sino del nerd negro empantanado en libros y películas de ciencia ficción y fantasía, y virgen.
En Coronel Lágrimas, Carlos Fonseca nos propone la imagen de un viejo matemático anclado en los Pirineos, en medio de un paisaje sin acontecimientos, “tratando de encontrar –dice en “El archivo biográfico”– el código para esa amalgama de ruinas” que es el siglo XX y que es su propia vida. Desde una historia detenida, como condensada en un museo, accedemos al pasado, al relato de un siglo.
En “El archivo biográfico”, plantea la noción de una nueva novela política en América Latina “que retoma, de entre las ruinas históricas, la posibilidad de una nueva forma de rendir testimonio”. Esta lectura se proyecta sobre novelas como El material humano, de Rodrig Rey Rosa; Insensatez, de Horacio Castellanos Moya; las novelas de Cristina Rivera Garza y 2666, de Roberto Bolaño, y yo la quiero también para la novela de Junot Díaz.
En La maravillosa vida de Óscar Wao, la historia de Óscar es también el atisbo al archivo histórico de un país. La historia familiar permite dar cuenta de la catástrofe del trujillato en la República Dominicana como una bomba que destruyó un territorio y expulsó a la gente al exilio a modo de esquirlas en la onda expansiva. La novela, sin embargo, no es narrada por el protagonista, sino por un exnovio de la hermana con quien Óscar compartió apartamento durante algún tiempo y quien alguna vez intentó “ayudarle” a tener éxito con las mujeres. En la reconstrucción de la vida de Óscar y de su herencia, el narrador parece asistir a la tarea que sugiere Carlos Fonseca para el archivista; consistente en “reconstruir y contemplar el archivo ajeno y en ese archivo ajeno verse reflejado uno mismo”. El narrador es también un hijo de la emigración dominicana que se mira en el aleph que describe.
En este esbozo teórico, Fonseca concibe el archivo biográfico a partir del término acuñado por Roland Barthes de biografema y echa mano también de la técnica del pintor norteamericano Chuck Close de fragmentar un rostro en una cantidad mínima de puntos para proponer aquel cúmulo mínimo de datos que configuran la biografía de una persona.
En este punto me gustaría traer a colación una entrevista que Joaquín Soler Serrano hizo al escritor cubano Severo Sarduy en el programa A fondo, de la Televisión Española. En dicha entrevista, Sarduy explica que considera arbitrario delimitar el relato de una biografía entre el momento del nacimiento y el de la muerte. Él decide entonces iniciar su autobiografía con el momento en que su madre y su padre se conocieron. Junot Díaz, por su parte, para contar la maravillosa vida breve de Óscar, debe emprender una suerte de “viaje a la semilla” en la historia familiar del personaje. (Así, en este párrafo queda anudada una cartografía: los tres tristes tigres del Caribe hispanoparlante: Puerto Rico, Dominicana y Cuba).
Pero el archivo es una “sustancia porosa, incompleta”, cita Carlos Fonseca las palabras de Cristina Rivera Garza, y en la novela de Díaz el relato tiene lagunas, hechos que se nos presentan como posibilidades antes que como certezas, rumores y conjeturas, literalmente espacios en blanco.
Y tiene también la presencia literal de un archivo. Hacia el final del libro el narrador se construye la ensoñación utópica en la que la sobrina de Óscar pierde el miedo y toca a su puerta en busca de respuestas:
Le ofreceré algo de tomar y mi esposa freirá sus pastelitos especiales; le preguntaré sobre su mamá del modo más superficial que pueda, y sacaré las fotos de nosotros tres en aquellos días, y cuando se haga tarde, la llevaré al sótano y abriré los cuatro refrigeradores donde guardo los libros de su tío, sus juegos, su manuscrito, sus comics –los refrigeradores son la mejor protección contra el fuego, contra los terremotos, contra casi cualquier cosa.
Todas estas reflexiones, desde la perspectiva de Fonseca Suárez están planteadas desde una preocupación que se pregunta “qué podría significar, hoy día, una ficción de archivo y cuál sería su potencial político”. Y se responde que “es a través de Borges que las ficciones de archivo actuales ganan su espesor político más relevante”.
Hacia el final del ensayo, dice:
Me gusta pensar que, tal y como el narrador de El aleph encuentra su propio rostro al final de la alocada serie visual que vislumbra en el sótano de la calle Garay, nuestra época encuentra, al contemplar el mosaico de materiales de archivo que nuestra catastrófica historia nos ha dejado como herencia, un reflejo de su propio rostro y un reflejo de su pesadilla histórica.
De modo que aquellos vestigios refrigerados: las historietas de superhéroes, los juegos de rol, el manuscrito de “una ópera del espacio en cuatro tomos al estilo de E. E. ‘Doc’ Smith llama Starscourge”, constituyen el nudo ruinoso entre el archivo y la vida de Óscar desde el cual podrá, quizás, la sobrina, repensar la historia más allá del fin y verse reflejada ella misma. Serán tal vez la inauguración de la “nueva relación entre archivo, ficción e historia” que sugiere Fonseca.
Pero hasta ahora es posible que parezca que esta es una invitación a sumergirse en las arenas movedizas, en el fango caníbal de la literatura testimonial que podría tenernos en un lamento continuo hasta la próxima glaciación con su recuento de masacres y dictaduras, de las desapariciones forzadas de la época de las doctrinas de seguridad nacional y las de la era del libre mercado, torturas, violaciones, los etnocidios del siglo XVI y los que están en curso; y no es el caso.
La clave tal vez esté en el último de los esbozos teóricos con el que cierra La lucidez del miope y que se titula “La última risa: el viaje antropológico según Michael Taussig”. En este ensayo Fonseca nos recuerda que “la modernidad necesariamente convive con su doble primitivo”.
A partir de un falso viaje antropológico Taussig se adentra, según Carlos Fonseca, en “el oscuro corazón del Estado Moderno Latinoamericano”. El papel del cañaveral en la novela de Junot Díaz como escenario de algunas de las más atroces formas de violencia estatal parece coincidir con la apreciación de Fonseca acerca de “un viaje hacia el corazón de lo natural que es, paradójicamente, una travesía hacia el corazón de las tinieblas del estado moderno”.
Fonseca hace referencia a que el viaje antropológico contribuyó en el proceso de configuración de los estados nacionales latinoamericanos en tanto delineó sus límites pero, además, al establecer la separación entre civilización y barbarie, entre cultura y naturaleza, “propone la fantasía de un espejo sobre el cual alucinarse otro”. Para mí, esto quiere decir que los estados modernos son una ficción que se fundamenta en el delirio de negar su propia imagen.
Pero en medio del recorrido pesadillesco, volviendo a La maravillosa vida breve de Óscar Wao, si hay algo que caracteriza a esta novela, mucho más que esta lectura jalada del pelo acerca del archivo biográfico, es el humor con el que está narrada. Así, la historia catastrófica que nos ha tocado como herencia, tal vez pueda desmontarse con ese gesto político que propone Fonseca Suárez: “atravesar el sueño y despertar riendo”. En la novela de Junot Díaz hay también una última risa.
Pero entiéndase, no se trata de una risa evasiva. Cierro entonces con las palabras finales del ensayo de Carlos Fonseca: “Despertarse riendo es, en este sentido, comprender que ese sueño ha sido la fantasía más cruel”.
Carlos Regueyra Bonilla (San José, 1989) Se dedica a leer, escribir y hacer radio. Produce el programa de entrevistas sobre literatura El placer del texto que se transmite por Radio U. En 2016 la Editorial Costa Rica publicó su novela “Seis tiros”, ganadora del Premio Joven Creación de ese año.
Todo texto es un Palimpsesto, pero más todavía los que versan sobre otras producciones culturales. Haciendo un leve homenaje a Genette, en Palimpsestos se recogerán los textos críticos. En penúltiMa la crítica es meditación y diálogo. Los textos que pasan a entretejerse con aquellos de los que hablan.
La fotografía que ilustra el texto es de Trent Parke, y forma parte de la exposición Players. Los fotógrafos de Magnum entran al juego que puede visitarse en el espacio de la Fundación Telefónica dentro del marco de Photoespaña 2018.
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