Coincidiendo casi con la puesta  a la venta de la edición española de El tiempo de la convalecencia, el primero de los volúmenes de diarios de Alberto Giordano, este crítico y profesor argentino se atreve a esbozar una serie de fragmentos sobre la labor crítica, sus tensiones con la academia y el estatuto y condición misma de la labor del crítico. Interesantísimo, como siempre, estas reflexiones no tienen desperdicio alguno, y obligan a repensar muchas de las ideas establecidas sobre la labor del ejercicio del criterio.

 

Por una crítica disuasoria

Mucho antes de tratarlo personalmente, incluso antes de leer La luz argentina y Ema, la cautiva, conocí a César Aira por las respuestas a una entrevista que se publicó en el número 1 de Pie de página, en 1982. “Nunca usaría la literatura para pasar por una buena persona”. El título de la entrevista, tomado de las declaraciones de Aira, esboza el programa ético que podría seguir un artista al que le interesase no limitar las potencias de lo ambiguo identificando sus experimentos –antes, durante o después del proceso– con tal o cual valor moral. La apuesta es extrema porque implica renunciar a cualquier forma consensuada de reconocimiento (las distintas formas de visibilidad que una cultura instituye como estimables), y avanzar a solas hacia lo desconocido, como si importara más descubrir ocasiones para probarse (¿qué puedo?, ¿qué me limita?) que negociar con expectativas ajenas (¿cuánto valgo?).

Aunque entiendo que su existencia depende, en buena medida, de compromisos morales que se reproducen según la retórica del juicio, me gusta pensar que la crítica literaria también podría responder a un programa incierto, sostenido, precariamente, en un único postulado de base: no es conveniente que el crítico se empeñe en pasar por una buena persona, en un propagandista de alguna de las causas que ofrece el menú de la corrección ideológica, si quiere ejercitarse en el escepticismo y la ironía. La identificación con valores en alza no ayuda a destejer la trama de ideales pretendidamente superiores (¿para qué otra cosa serviría la crítica?), solo contribuye a reforzar tal o cual nudo.

 

Los grandes reductores

En una entrevista publicada en el suplemento cultural del diario Perfil, Beatriz Sarlo afirma que Juan José Saer es el mejor narrador argentino después de Borges, el mejor de la segunda mitad del siglo  XX. ¿Qué sentido tiene una afirmación como esta, cuando hay un amplio consenso que la avala? Se entendería que un crítico dijese que el mejor narrador argentino después de los sesenta es Héctor Libertella o Raúl Escari, apostando al impacto de la ironía o la paradoja, para sacudir e inquietar los criterios demasiado acordados. ¿Pero decirlo para cristalizar todavía más un lugar común…? En este tipo de afirmaciones, lo que el autor gana en legitimidad y prestigio, lo pierde su obra en términos de extrañeza, en posibilidad de afirmase, más acá de cualquier acuerdo, como una experiencia sostenida y radical de impugnación del mundo de los valores. ¿Por qué comparar lo que se quiere irreductible? ¿Por qué no inventar modos de afirmar esa diferencia?

Cuando un crítico recae en estas arrogancias propias de un publicista (todos en algún momento lo hacemos), conviene recordar lo que escribió Maurice Blanchot en “Los grandes reductores”: a los amos de la cultura les gusta afirmar que es literario lo que está bien escrito, porque “escribir bien” es “hacer el bien”, es decir, armonizar con el horizonte moral de la época. Un destino más bien triste para una obra extraordinaria como la de Saer.

 

Por una crítica irónica

El 22 de julio de 1977, Roland Barthes anotó en su diario una reflexión que ilumina los vínculos entre la escritura del ensayo y la asunción de un punto de vista irónico: “Desde hace unos años, parece que solo tengo un único proyecto: explorar mi propia estupidez, o, mejor dicho, decirla, convertirla en objeto de mis libros”. La propia estupidez, los modos en que la subjetividad le reclama a los saberes de la época que acojan y manifiesten su singularidad, es tal vez lo más valioso con lo que cuenta un crítico, si decidió aventurarse por los caminos del ensayo.

Las fricciones entre singularidad y saber necesitan de la ironía para poder exponerse e interrogarse. Ni la corrección teórica que caracteriza a la crítica académica, ni la confusión entre arte y cultura, entre experiencia y actualidad, que caracteriza al periodismo especializado, aprecian el valor de la ironía. La seriedad, la falta de disposición para jugar con lo ambiguo, es una rigidez que se instala tanto por un exceso de rigor como de frivolidad.

 

De la necesidad de las polémicas

La consulta de viejos suplementos culturales es uno de esos hábitos capaces de persuadirnos de algo que, de todos modos, preferimos no sostener: que el tiempo pasado fue mejor. Hace unos días cayó en mis manos un ejemplar de El Cronista Cultural de febrero de 1992; hojeándolo hice este hallazgo: “El gran placer político de la vida”, un ensayo de Eduardo Grüner sobre la crítica literaria como género combativo.

Entre tantas cosas que deploro de nuestra actualidad cultural, está la falta de interés por la polémica que manifiestan muchos de mis colegas docentes-investigadores, por la polémica como ejercicio retórico en el que se señalan los errores o debilidades de determinados discursos y se reconstruyen las condiciones que los habrían hecho posibles. No conozco ningún saber crítico que haya avanzado en el reconocimiento de sus potencias y limitaciones sin someterse a la prueba exigente de la polémica. La ausencia de verdaderas discusiones teóricas tiene en nuestra actualidad académica un correlato lamentable: la burocratización generalizada de las prácticas y las instituciones cuya función debería ser recordarnos que el saber es una experiencia de búsqueda y no un acopio de resultados transferibles. Se tiende a actuar como si fuese posible usar tal o cual concepto, tal o cual estrategia argumentativa, sin reanimar las discusiones que promovieron su aparición y sin asumir las fricciones que esos usos provocan. De ahí que en los usos académicos dominantes el hallazgo conceptual más audaz decline inmediatamente en lugar común normalizador. El ejemplo más espectacular que yo conozca de este tipo de reducciones es el de los usos del concepto de “literaturas postautónomas”: sólo entre quienes lo discutieron (Miguel Dalmaroni, Evando Nascimento, Martín Kohan) se puede encontrar un vigor teórico, una convicción en la fuerza crítica de la imaginación conceptual, comparables a los de quien lo inventó, Josefina Ludmer.

El ensayo de Grüner que acabo de leer es una respuesta incisiva a un artículo de Mempo Giardinelli sobre las funciones de la crítica, publicado poco antes en otro suplemento. Grüner desteje la trama de sentido comunes sobre la crítica como mediación entre el escritor y los lectores reapropiándose de una afirmación que tiene la edad de la literatura: “la escritura es una práctica del estilo que atraviesa los géneros y las aduanas disciplinarias” y la crítica “un género, como cualquier otro, de la literatura” y no una de esas aduanas. Digo que Grüner se reapropia de esta vieja idea porque ensaya modos de volver a enunciarla. La crítica se definiría, según él, por una práctica política de la lengua que “no consiste en ayudar a la gente a leer (para eso están las campañas de alfabetización), ni en ayudar a leer más (para eso están las campañas del Ministerio de Educación o de la Cámara del Libro), ni mucho menos en ayudarla a ‘comprender’ los libros (la gente entiende solita, por suerte): esa práctica consiste, más bien, en producir más escritura, más literatura; en agregar un poco de inteligencia y belleza al mundo —cuando es buena—, o un poco de aburrimiento y tedio —cuando no”. Tampoco es función de la crítica engrosar currículums y apuntalar prestigios, aunque estos puedan ser sus efectos colaterales.

 

Contra la corrección política

La corrección política es una moral y una retórica que limita drásticamente, cuando no asfixia, los derroteros del pensamiento crítico.

La corrección política promueve la estupidez, porque rechaza lo ambiguo, lo contradictorio, la valoración de los matices y las diferencias que no responden al modelo de las identidades minoritarias. Rechaza la vida, sus incertidumbres e inestabilidades.

La corrección política promueve la voluntad de control y el espíritu de obediencia, la conversión del militante en comisario cultural.

La corrección política promueve el espíritu de pertenencia (en el sentido faccioso y reactivo de la expresión) y la demagogia. Verbigracia: el uso del lenguaje inclusivo en boca de los funcionarios culturales y los políticos (le da una pátina de legitimidad a sus ambiciones de poder).

La corrección política es un dogma y, como tal, exige que no se la interrogue, que no se la ponga a prueba, mucho menos en cuestión.

 

La burocracia y el espíritu de juego

Desperté pensando en la intensidad que cobró,  desde hace un tiempo, mi malestar con las instituciones en las que realizo tareas profesionales desde hace treinta y cinco años, la Universidad y CONICET. No sería raro que la irritación se explique, fundamentalmente, por lo avanzado de mi edad (ya cumplí sesenta años). Lo que trae la vejez no es sabiduría, sino la acentuación de las inclinaciones originarias. Hasta hace un tiempo, me decía que los protocolos disciplinarios le imponen al trabajo crítico un conjunto de restricciones que pueden servir para que éste se vuelva auténticamente problemático, es decir, problematizador. Pensaba, hasta hace un tiempo, que las instituciones —el entramado de prácticas, saberes y emplazamientos subjetivos que llamamos “instituciones”— podían funcionar como un horizonte de posibilidad negativo para la experimentación con formas auténticamente críticas de pensar, escribir e investigar —formas que practican, y no solo declaman, un escepticismo activo-. Ahora pienso que las instituciones académicas y “científicas”, en el campo de las humanidades y las ciencias sociales, más que resistirse al ejercicio del auténtico pensamiento crítico, lo proscriben de hecho, por su interés casi excluyente en el logro de resultados verificables y exhibibles y su desinterés por la práctica de la discusión.

Hace unos años intervine en un coloquio sobre un tema polémico de forma polémica, tratando de que mi exposición pusiese en crisis algunos modos consensuados de tratar aquel tema, para evitar lo que ya había ocurrido, que el tema polémico se convirtiera en otro tópico de actualidad. Planteé una discusión teórica que nunca tuvo lugar, y eso que mi exposición adolecía de varias inconsistencias, era muy discutible. Alguien me agradeció por haber manifestado un punto  de vista diferente  y pasamos  a otro expositor. (Algún día tendremos que estudiar por qué la corrección política y la interdicción del debate se llevan tan bien, por qué el camino de la burocratización de los saberes y las prácticas está empedrado de buenos sentimientos profesionales). Cuando lo comenté con otro colega, a la salida del coloquio, me reclamó tolerancia: no todos gustan de la polémica, de la confrontación entre perspectivas teóricas heterogéneas. Recuerdo mi respuesta: que alguien que asume una función intelectual se niegue a poner a prueba los presupuestos de su trabajo a través de la discusión debería resultarnos tan inverosímil como la existencia de un futbolista que reclamase lo dejen jugar sin tener que friccionar su cuerpo contra el de otros jugadores.

 

El crítico como curador

La crítica del presente no es una disciplina, ni siquiera una práctica, es un ejercicio en el que está en juego, en última instancia, la transformación de uno mismo. Por eso los que se proclaman críticos del presente por tomarse demasiado en serio las imposturas del curador no son más que publicistas de la actualidad. Así es como se legitiman y buscan prestigiarse.

 

Ningún pibe nace crítico

Esta mañana, recién llegado de viaje, reunión en mi estudio con los jóvenes del autodenominado “Círculo barthesiano”. Barajé la posibilidad de posponerla, durante el vuelo de regreso, porque suponía que iba a llegar cansado, pero cuando desperté, después de haber dormido cinco horas, las ganas de retomar nuestras conversaciones estaban firmes. Tema del día: la obra del crítico-ensayista como búsqueda de un diálogo activo con las potencias y los poderes de lo literario. El crítico como un enamorado con pretensiones de saber (de imaginar conceptualmente) por qué lo apasionan tales o cuales libros (autores, asuntos), de argumentar con elocuencia esas razones y, suprema arrogancia, de imponerlas como criterios de valoración a otros miembros de su comunidad. El pensamiento del ejercicio crítico como experiencia de búsqueda —recomienzo y desvío, insistencia y variación— abre la posibilidad de imaginar al ensayista como un personaje novelesco (un moralista clásico disfrazado de teórico postestructuralista). La conversación se prolonga durante dos horas y media, siguiendo el curso espiralado que siempre trazan las ganas de saber cuando se alimentan de curiosidad. Vamos de El grado cero a “La respuesta de Kafka”, pasando por la insatisfacción esencial de Francis Bacon (que nunca pudo pintar lo que veía) y el comportamiento de los infantes en los aeropuertos, ya sea que el lenguaje los acaricie o los golpee.

Los miembros del Círculo son un grupo pequeño de estudiantes que este año cursaron mi materia y manifestaron, cada cual a su modo (no podrían ser más diferentes entre sí), interés por prolongar los aprendizajes al margen de las exigencias y las recompensas curriculares. De estas reuniones no saldrán certificados. Si el ritmo se sostiene (quién sabe), será por la alegría de ejercitarse, de experimentar las potencias de la lectura, la conversación y el estudio sin aspirar a que se conviertan en el fundamento de alguna relación de poder (ese otro aprendizaje, fundamental para los desempeños profesionales, lo harán en otros lugares, con otra gente).

Cuando nos reunimos para pautar la dinámica de “trabajo” y establecer una única regla: puntualidad, les sugerí que pensaran lo que íbamos a hacer en términos de entrenamiento (subrayé la palabra, como si le estuviese dando un alcance conceptual): series de ejercicios para que nuestras virtuales facultades críticas ganen tonicidad y flexibilidad. A Leandro, que entiende de esas cosas, le llamó la atención el uso de metáforas gimnásticas: “¿Entrenaste mucho tiempo?”. “Nunca, pero tengo un sobrino que practica jiu jitsu, Luca, con el que me gusta conversar”. Después de cuatro reuniones, ya habrá advertido que el recurso a la idea de entrenamiento fue un típico gesto barthesiano.

 

El trabajo de gastar

Comencé el año con el firme y muy meditado propósito de ir desvinculándome progresivamente de las instituciones académicas en las que cumplo funciones como miembro de comisiones y comités, para dedicarme a coordinar grupos informales de lectura y escritura crítica con estudiantes. La particularidad de estos grupos es que no son acreditables en el curriculum de ninguno de los participantes. Si se sostienen, siempre al borde de la disolución, es sólo por el interés compartido en ejercitar las facultades que presupone el oficio de crítico literario: la especulación teórica  y la escritura ensayística. Como son grupos localizados en los márgenes, no fuera, de las instituciones académicas, es de prever que sus integrantes buscarán capitalizar los aprendizajes en su formación profesional como docentes e investigadores. Lo interesante es que, antes de conquistar esa ganancia que ni siquiera está asegurada, tendrán que gastar tiempo y esfuerzo en los entrenamientos grupales casi porque sí. Si hoy, después de haber leído algunas páginas de Filosofía: un sueño de apostador de J-T. Desanti, alguien me preguntase qué se aprende en los grupos que coordino, diría que a gastar laboriosamente.

“Hoy hace más de sesenta años que entré en el juego filosófico —dice Desanti— y me doy cuenta de que no acumulé saber. Más bien gasté los escasos conocimientos que creí adquirir. Los arrojé a la mesa de juego y los sacrifiqué. Una cosa tras otra, todo pasó por allí: la religión de mi infancia, algo de matemáticas y todo lo que gravita alrededor de esos nombre propios (la cultura filosófica, como suele decirse): Platón, Aristóteles, Marx y tantos otros. Hoy prosigo sin descanso ese trabajo de gasto. Y en ello paso por perezoso. De hecho escribo poco. Pero apuesto mucho: la mesa de juego no deja de transformarse bajo mis ojos. Espero la ganancia que a veces obtengo. Es así: gastar es un trabajo duro y me complazco en él”.

 

Cómo llegar a ser un lector común

La crítica literaria siempre está en riesgo de convertirse en la explicación de un chiste, en algo más bien innecesario y plúmbeo. Para ponerse a salvo de este destino burocrático, la crítica cuenta con un solo camino, el de la ocurrencia: sin renunciar a la precisión conceptual, ensayar modos expositivos que tengan alguna gracia. El problema es que no hay estudio que garantice poder hallar el camino venturoso: “la gracia no se adquiere; para tenerla hay que ser ingenuo. Pero ¿cómo se podría trabajar para llegar a ser ingenuo?” (Montesquieu, Del no sé qué). Algunos críticos, por avisados, encomiendan la gracia al derroche de ingenio. No es raro que en sus ejercicios, demasiado pendientes de la parroquia, la ocurrencia termine cediendo su lugar al mal chiste teórico. “No hay gracia en el ingenio —otra vez Montesquieu—, excepto cuando lo que se dice parece hallado, y no buscado”. ¿Cómo se podría trabajar para llegar a ser un lector común? Ese es el problema mayor que se le plantea al crítico, si aspira a que sus ensayos dialoguen con la literatura, a que tengan alguna gracia.

 

Alberto Giordano (Rufino, Argentina, 1959), es ensayista, investigador y docente universitario, y uno de los referentes actuales en la crítica literaria argentina. Autor de diversos ensayos que abordan, entre otros temas, las escrituras del yo, en su sólida producción destacan títulos como Modos del ensayo (2005), Una posibilidad de vida. Escrituras íntimas (2006), El giro autobiográfico de la literatura argentina actual (2008), Vida y obra (2011), La contraseña de los solitarios (2011), El pensamiento de la crítica (2016), y la obra Roland Barthes. Literatura y poder (1995). En 2017 se publica en Argentina El tiempo de la convalecencia, del cual se recoge una amplia selección en la edición española. A este libro le sigue El tiempo de la improvisación, publicado en Argentina en 2019.

La fotografía que ilustra el texto es de la artista Liliana Porter, su obra puede apreciarse en http://lilianaporter.com/