Incluido en su libro Mujeres que desaparecen, publicado en Costa Rica por ediciones Uruk el año pasado, este es el cuento que el escritor panameño tuvo a bien hacer llegar a la revista cuando fue invitado a colaborar en ella. Con este texto solventamos una de las deudas que hace tiempo ya estaba empezando sobre penúltiMa: la de no haber expuesto todavía texto alguno salido de Panamá.
A la primera que conocí fue a Maruja, a quien muchos llaman La Jack London, un apodo que le pusieron en referencia al renombrado escritor, pero no por su vida sino por las aventuras que dejó en libros.
Fue Maruja quien me presentó a Hugo Ventina, un italiano que al principio me pareció bastante feo, pero que cuando conocí un poco más, no me lo pareció tanto, ya sea porque me acostumbré a su rostro o porque me di cuenta de que no era parte del juego, es decir, claro que era parte del juego, pero no como Maruja o como yo o como cualquiera de los demás.
Era, más bien, un confesor o casi un amigo. ¿Y quién ve feo a sus amigos? Nadie. Además, si uno lo miraba bien, no es que fuera feo feo: sus facciones podían considerarse griegas, como suele llamársele a las de rasgos finos, pero estaban ordenadas con muy mal gusto, como si se hubiera armado un rompecabezas forzadamente.
Lo que había que hacer, y eso fue un invento mío, era cerrar los ojos e imaginar a Hugo no con una cara diferente, sino con un arreglo diferente en su cara, y sonreír satisfechos.
Maruja era argentina pero se había nacionalizado panameña, y eso le llevaba a andar muy a sus anchas, por ahí, ensayando modismos de la calle como una niña que se burla de sus compañeros de escuela.
A Odiseo lo conocí después. Lo trajo Maruja del brazo, una tarde en la que no hacíamos nada, nada de nada, solo navegar en el internet.
Si me preguntaran ahora cuál fue la primera impresión que me provocó, no sabría qué decir. Era agradable, eso nadie lo discute, pero no muy agradable. Para serte sincera, siempre sentí que mentía, pero que mentía con inocencia, como miente un campesino a quien que vive en una ciudad peligrosa. ¿Comprendes?
De cualquier modo, Maruja lo llevó una tarde, porque fue una tarde y no una mañana ni una noche cuando llegó espigándose lo más que podía, como quien intenta mirar por sobre un muro más alto que él, y puso por delante sus dientes blancos y su cara de huérfano.
Como de costumbre, Hugo se mantuvo a distancia. El recién llegado bromeó con nosotras e incluso coqueteó con nosotras, y fuimos intercambiando nombres de canciones y de discotecas.
Cosas de pelaos, decía Hugo cuando esto ocurría, pero siempre me pareció que, como el Jorobado de Nuestra Señora de Paris, nos evitaba más por temor que por verdadera indiferencia.
Ese primer día estábamos, además de Maruja y yo, Geñita y Cleopatra. Y luego se sumaron Barbarita, Lulo y Gloria. A veces todos, a veces unos cuantos, pero siempre un grupo más o menos vital, nos fuimos metiendo en las noches como un submarino se hunde en el océano, o como un actor atraviesa cortinas espesas y sale al entarimado para improvisar una obra de teatro.
Durante los primeros meses que estuvo yendo a nuestro sitio, esa pequeña cafetería que Hugo compró en Avenida Italia y que luego permutaría por otra ubicada en la avenida Transístmica, el chico dijo sí a todo. Si deseábamos salir de copas una noche, él no solo nos recogía en donde se lo pidiéramos sino que invitaba las rondas que pudiera pagar.
Pero se notaba que sus bolsillos no eran muy largos, y a veces se le veía contando los pocos billetes que llevaba en su cartera. Ya para entonces lo sabíamos todo de él: sus padres se habían ido hacia años y una abuela inválida lo cuidaba desde entonces; asistía, pero no mucho, a una escuela pública bautizada con el nombre de una república latinoamericana; le gustaba la música rock y era capaz de encerrarse en su cuarto por varias horas con Megadeth a todo volumen; soñaba con viajar a California -en realidad deseaba viajar a cualquier parte, pero mencionaba sobre todo California-; y le gustábamos, y digo gustábamos porque no tenía una preferida, parecía un perro bajo media decena de bistecs que prometen caer.
Hugo se sumó a la comparsa pasados un par de meses. La excusa fue el dinero. Es más, creo que nosotras mismas lo convencimos. Si queríamos seguir con el ritmo de fiesta que habíamos alcanzado, necesitábamos dinero.
Como había ocurrido a los demás, Odiseo se sorprendió al ver a Hugo. Primero, porque era veinte a veinticinco años mayor que nosotros. Segundo porque era feo, muy feo, sobre todo cuando no te has acostumbrado a él o no cierras los ojos para imaginarle la cara de otra manera, ordenada de otra manera, como lo hacía yo.
Pero no había que discutir: su cartera alivió los gastos que hasta el momento Odiseo apenas había podido sostener, y dejamos de transitar en el Chevy nova 68 del chico, toda una pieza de arqueología urbana, y comenzamos a pasearnos en una Pathfinder 2007, una carroza más digna.
¡Qué recorridos hicimos! La Tarima, el Palacio, New Sensation, Ten, Conejos, Blue Lagoon, White Pipes, Mayor de Edad y Us fueron marcados por nuestras huellas. Cuando alguien se sumaba al grupo –y también cuando nadie se sumaba al grupo-, nos embarcábamos en parrandas interminables, eso no era ninguna novedad, pero con Odiseo fue que llegamos a niveles inéditos: la fiesta parecía realmente infinita, las discotecas retumbaban cuando nos poníamos a saltar con Black Eyed Peas, que era el mejor grupo del mundo para Maruja y para esta servidora, por lo menos entonces.
Hugo no tardó en explicarle el juego a Odiseo. Todos, a esas alturas del partido, estábamos pendientes de que lo hiciera. Le habló sobre las muchas novias que le habían dejado y el hielo se rompió. Es más, cuando llegaron al meollo del asunto, eran prácticamente amigos. Odiseo había abandonado toda reserva y le había contado de las cinco madres que lo habían devuelto al orfanato. Cinco. La última lo hizo en su cumpleaños número seis. También sus padres ocasionales lo habían abandonado. Solo la abuela natural y paterna -por su invalidez, decía Odiseo con amargo humor-, se había quedado con él. La descripción del juego, en medio de una conversación como esa, pareció un tema superficial.
El terreno había sido abonado y la semilla plantada. Acaso se necesitó regar por algún tiempo, pero no por mucho. El arbolito fue creciendo bien, abriéndose paso entre nosotros como un igual.
Lo más difícil fueron los escrúpulos de Odiseo, quien pese a todo, había tenido una educación cerrada y no miraba con largo alcance. Hugo tuvo que contarle de nuestros seguidores, del cariño que recibíamos de ellos, para que cediera totalmente.
Aunque deseé mucho ser la primera, Hugo decidió que lo fuese Cleopatra, quien no me caía bien pero, Dios mío, de que sabía jugar, sabía jugar.
¿Por qué Hugo me negó el bautizo? Quién sabe. Quizás se dio cuenta de que mi afán tenia mala intención, porque la tenía, lo confieso, traicionera inclusive, y es que yo aún creía que el chico estaba mintiendo, inocentemente pero estaba mintiendo, y lo que deseaba era desnudarlo hasta las últimas consecuencias, cayera quien cayera. Deseé dejar al descubierto que era demasiado inexperto para un juego como el que jugábamos. Y pensé: ¿qué mejor forma que exhibirlo in fraganti?
Pero fue Cleopatra, ya ves, quien se ocupó de guiar al primerizo. Y para colmo de males, adoptó la actitud de una maestra comprensiva, ¿lo puedes creer? Los demás vimos todo a apenas un metro, en la mismísima habitación en la que estaban, disfrazados ellos de Robinson Crusoe, Cleopatra, y Odiseo de Viernes.
Cleopatra terminó hablando maravillas de Odiseo, lo llamó jugador nato, niño prodigio. Pero la verdad es que ni Maruja ni yo entendimos como alguien tan ñoño como él había mostrado semejante desempeño. Si Hugo me hubiera pedido un comentario, no habría podido decirle nada; simplemente, no entendía. Pero Cleopatra era a quien le tocaba calificar y lo estaba haciendo a boca llena.
Por supuesto, Hugo había grabado treinta minutos de vídeo que seguramente aprovecharía para un proyecto más grande. A los jóvenes les gustaba encontrar material gratuito en el ciberespacio.
Él no estaba seguro de que el desempeño hubiera sido tan maravilloso como Cleopatra decía, pero en cuanto vio el video, encontró un tesoro en esa isla que era Odiseo.
Dios santo. Qué maravilla. No habíamos visto nunca nada así. Lo más sorprendente, quedaba claro, era que no coincidía con la personalidad que el chico había mostrado hasta entonces.
Nuestro juego tiene una fase de preguntas que los principiantes jamás de los jamases superan. Requiere la malicia que solo los experimentados tienen. ¿Cómo la había superado tan bien Odiseo? Era como si le habitaran dos personas, y una de ellas fuera un hombre curtido.
En la parte de los «corrientazos», Cleopatra había sentido una descarga diferente, una descarga que no le hizo daño sino que le sorprendió. Y además de sorprenderla, le hizo sentir un ardor dulce. Ya la cámara daba pruebas de que Odiseo, o algo relacionado con Odiseo, era el causante. ¿Pero cómo había logrado el niño, también en esta etapa del juego, comportarse como alguien que, a todas vistas, no era?
El vídeo también mostraba la intensidad con que Odiseo había jugado. Se le veía sudar copiosamente, retorcerse, aferrarse a su papel. En ocasiones, hasta puso los ojos en blanco. Era algo sobrecogedor. Al principio, cuando estábamos arrellanados en los sillones, creímos que era un esfuerzo más por agradarnos, una actuación exagerada, pero ahora parecía verdadero. Y, sobre todo, había sido efectivo, el marcador final no mentía.
El chico vivía una aventura, una con peligros reales o que para él eran reales, los cuales incluso nos hicieron dudar de que fuera una persona cualquiera, como lo habíamos visto hasta el momento, y esa es la razón por la que le apodamos de esa manera, Odiseo. Su verdadero nombre se despegó entonces de mi mente; fue como si cayera debajo de una mesa y ahí se nos olvidara. Se quedó como Odiseo y nada más, así como se nos dieron sobrenombres a nosotras, alguna vez, y ya eran más memorables que nuestros nombres: La Jack London a Maruja; La Julio Verne, a mí…
Es fácil adivinar lo que ocurrió después. Hugo, con ese buen ojo que tiene para los negocios, supo que no habría momento mejor que ése para filmar, que el fuego del instante se apagaría a menos que lo alimentáramos, que el sorprendente Odiseo podía ser anodino mañana. Así que nos hizo pasar en fila. Maruja, Geñita, Barbarita y yo brillamos en serio. Y luego se repitió la ronda, pero en pares. Y después jugamos todos juntos. Y mientras tanto, Hugo filmaba y filmaba y filmaba.
Después de esa experiencia y de varios días idénticos, pero con escenarios distintos: la playa, un pent-house, una cabañita y otros lugares, una sombra de decepción comenzó a cubrir a Odiseo. Y lo habríamos perdido si no ocurre lo que ocurrió ese día, en el supermercado, estoy segura.
Recuerdo que los dos íbamos con bluyines rotos y camisetas de bandas metaleras. Creo que él tenía la de Judas Priest y yo una de Motley Crüe. Y nos topamos con una amiga del instituto, imagínate. Como era una seguidora fiel, conocía lo último sobre el juego, y se le quedó mirando a Odiseo, entre divertida y admirada.
Cuando ya se iba, porque tenía que recoger a su hijo de la guardería o algo así, susurró como si no quisiera que la oyéramos, pero, claro, con toda la intención de que le oyéramos:
–Buena decisión: la isla iba a quedar sumergida.
Y sabíamos que esa referencia era del argumento que Odiseo jugó, el más reciente.
Y Odiseo, quien primero tuvo que deshacerse de su expresión de sorpresa, dejó nacer otra de alegría, pero de una alegría de las que se encienden en el vientre y acaban sonrojando la cara, como si un enano estuviera en tu estómago y lanzara una caldera de agua hirviendo esófago arriba. Y eso me hizo pensar en lo extraño que era ser como nosotros, los jugadores del juego, y en las muchas veces en que vas a un lugar y no sabes si alguien te ha reconocido, incluso cuando estas frente a otra persona y le sonríes y conversas con ella, no sabes si te ha reconocido, porque si bien es cierto que hay muchos seguidores del juego, también lo es que casi nadie se atreve a hablar del juego frente a otros. Entonces nunca sabes qué tan famoso eres, ni a cuántos fans tienes encaprichados, porque nadie jamás, y eso es seguro, te recibirá con pancartas o gritará tu nombre o correrá tras de ti para que le des tu autógrafo. La gente que se interesa en lo que hacemos no es así.
Y, sin embargo, éramos famosos, éramos bastante famosos, la cuenta bancaria de Hugo lo probaba.
Siguieron a esa vez otras en las que Odiseo saboreó la dulzura del estrellato. En una ocasión, por ejemplo, estábamos en el centro de convenciones aquel, demasiado concentrados en las exposición para notar algo más, cuando un chico se acercó a mi, y después una chica y su madre, amigos todos de mis padres y de mi abuela, todos personas que me habían conocido desde niña, y fue muy obvio que la chica y la madre no reconocieron a Odiseo, pero el chico sí que lo reconoció, y de inmediato una expresión de espanto apareció en su rostro y comenzó, no tengo por qué mentir, a temblar, a sacudirse levemente, hasta que se disculpó y apartó de nosotros.
Esto lo habríamos podido tomar muy mal porque parecía que lo hubiésemos asustado, y es que debo reconocer que el juego despierta emociones de lo más variopintas y existen quienes no lo aguantan psicológicamente, o sea, les gusta pero les enreda la cabeza, y ciertamente ese chico podía ser uno de ellos, pero decidimos creer que su reacción había sido un halago, más bien, un repentino ataque de nervios por estar ante quien consideras un ídolo.
Llegados a este punto, por lo mucho que he hablado de Odiseo, de su creciente fama y muchos seguidores, y por lo que he relatado de nuestra convivencia, sin Maruja, Barbarita, Geñita, Lulo, Gloria y menos con Cleopatra, y mucho menos con Hugo quien, como he dicho ya tanto, es bastante feíto, y no un jugador tal cual, sino el administrador del juego, es fácil inferir que Odiseo y yo nos estábamos acercándonos cada vez más, superando por mucho mi amistad con Maruja. Así que confiada por el cariño que comenzamos a tenernos, le pedí a Odiseo que jugáramos a solas, esto por obtener una muestra de sus más honestas intenciones y para descubrir, lo acepto, cómo era tan bueno en sus partidos y cuál era la manera de igualarlo. Aunque él tardó en aceptar porque, pese a sus nuevas experiencias, seguía siendo tímido y aniñado, al final tomó las piezas de un disfraz que estaba por ahí y se lo puso. Comenzamos la sesión.
Cuando terminamos, me percaté de que no había secreto, o más bien, de que el secreto era muy obvio: Odiseo jugaba como si su vida dependiera de ello. Odiseo jugaba dispuesto a morirse.
Lo regañé como si fuera una hermana mayor, pero no tardé en darme cuenta de que él necesitaba otra cosa, no que le mostrara la verdad sino que le ilusionara con mentiras. Así que mentí, mentí a medias, le hice notar que las sirenas se morían por embrujarlo. Si quería seguir ahí para sus admiradores, debía cuidarse más. Imposible ser más indirecta, pero también imposible ser más efectiva. No recuerdo si estábamos, entonces, en casa de Hugo, en alguna de ellas, o en el cuarto de Odiseo, con la paralitica andando por ahí en su silla rodante y esos sonidos como de bicicleta sin aceitar serpenteando alrededor nuestro. Lo cierto es que volvimos a jugar, pero con lentitud, como si estuviéramos escondidos y no quisiéramos ser descubiertos o siquiera escuchados. Nos guardamos dentro de nuestros cuerpos, que es lo que hacen los más excelsos jugadores en lo mejor de una aventura.
Esa noche volvimos a reunirnos con los demás y a jugar el juego y a dejar que Hugo conectara su videograbadora al internet. Y no dije a nadie el peligro que corría Odiseo por como jugaba pero, eso sí, procuré no ser muy competitiva cuando fue mi turno, no hacer el papel de enemiga. Y él apreció eso, y se hizo más mi amigo y, más que mi amigo, mi cómplice, y es que Hugo y sus locales comerciales y apartamentos, tan innumerables ya, nos comenzaron a parecer un mismo lugar, como si nos percatáramos de que todos eran en esencia el mismo lugar, una cárcel de la que debíamos escaparnos.
Pero no era sencillo, claro, porque no sabíamos hacer nada más que jugar el juego, y no estábamos acostumbrados a vivir con estrechez o a pegarnos de mi padre. La abuela tullida de Odiseo no era una opción: aunque abnegada, nos habría dado una vida a la que no aspirábamos en absoluto. Así que se me ocurrió enviar muestras de los videos a muchísimas personas, en especial los trabajos en los que jugaba Odiseo. Y no habían pasado dos días cuando un tipo apellidado Killer, o apodado Killer, creo que nadie sabe a ciencia cierta si era una cosa o la otra, nos invitó a hacer trabajitos.
La noticia se supo más rápido que ligero, porque la voz corre a una velocidad vertiginosa en este tipo de negocios, y finalmente Hugo, después de una lacrimosa charla sobre la amistad y la confianza, nos puso de patitas en la calle, que no fue algo tan complicado como creímos. Mi traición fue mayor, sin lugar a dudas: yo llevaba más años con Hugo, y gozaba de su completa confianza. Y, bueno, me aproveché de ella en más de un sentido. ¿De dónde crees que sacamos los e-mails con que contactamos a Killer? Pues de los archivos de Hugo. ¿Y cómo crees que obtuve los videos de muestra? Pues metiéndome en la casa misma de Hugo, su casa principal, en la que duerme con su pareja, un tipo que siempre conocimos como Escándalo porque Hugo era gay, y cierto grupo de gays adoptó la moda en ese tiempo de ponerse nombres que sonaban a presentaciones de ropa de diseñador.
La mayor traidora fui yo, sí, porque, Dios Santísimo, quién era Odiseo, un advenedizo acaso, un recién llegado con buena o mala suerte, un inocente mentiroso que se creía lo que pasaba en el juego.
¿Y sabes por qué lo hice? Porque cuando Maruja me abordó en aquella heladería, hace ya varios años, yo era como él, yo era exactamente como Odiseo, e igual le tuve miedo a la fealdad de Hugo e igual dudé con toda mi alma cuando llegó la hora de jugar. Pero eso me había sido quitado, como si me convirtieran en otra persona sin siquiera pedirme permiso.
Nos arrumamos por un tiempo en casa de Odiseo. Compartimos nuestros trucos, lo que sabíamos del juego, y es que yo lo quería todo de Odiseo y la única forma de hacerme de ello era darme toda. Recuerdo que, cuando lo abrazaba, lo hacía con una mezcla de cariño y envidia.
Y después nos mudamos a casa de mi padre.
Y por último, a un apartamento que alquilamos para los dos, unos meses después, en cuanto logramos ahorrar suficiente dinero.
Era increíble lo que se emocionaba con el juego. Muchas veces se hacía daño: raspaba las yemas de sus dedos, golpeaba su espalda, sacudía la cabeza con exagerada fuerza. La idea del juego era alcanzar la iluminación por medio de aventuras clásicas, pero también se corría el peligro de ensimismarse. Un peligro propio de la imaginación desbocada.
Alguien me dijo una vez que el alma del artista busca la muerte; si esto es cierto, Odiseo era un artista. Si no hubiéramos tenido que pagar tantas deudas, lo habría detenido. Lo que sí procuré fue estar pendiente. Y lo hice con tanto éxito que Odiseo pidió que asistiera a todos y cada uno de sus juegos. Lo solicitó con tanta vehemencia, que los empleadores tuvieron que hacerle caso, no hubo otro camino.
Entonces jugamos a nuestras anchas y exploramos las infinitas posibilidades del juego. Estuvimos juntos y fuimos felices como nunca. Pero solo por un tiempo.
Pasado medio año de andar de un lado para otro, trabajando con quien más dinero ofreciera, Odiseo me comentó que un pez gordo, muy gordo, con contactos en Europa y los Estados Unidos, le había llamado a su teléfono celular. Estábamos entonces en una cafetería, solo los dos.
–¡Muy bien! –le dije, y de verdad que la alegría no me cabía en el cuerpo, quizás se me salió por los poros, como lo hace el sudor, quizás brillé de alegría o me mojé con ella esa tarde-. Ahora jugaremos en los Estados Unidos, en Europa ¡great!
Pero su silencio me contradijo, no íbamos a jugar en los Estados Unidos, no los dos.
Me explicó los riesgos que el empresario estaba tomando y que no podía llevarse a dos personas, ya estaba arriesgando mucho con una. Más claro, ni el agua.
Comencé a llorar. Mi cabeza fue cayendo hasta que tuve que sostenerla con ambas manos. Si hubiera podido controlarme, habría mirado a Odiseo con fijeza, pero no tenía control ninguno. Sentí su mano peinando mi cabello, acariciando mi cabello. Le dije que se iba que iba a herirse una y otra vez, día tras día, que yo era la única que podía impedirlo. Estaba fuera de mí.
–Lo sé –contestó–. Tú sabes que lo sé. Pero no veo la manera de llevarte.
¿Por qué se transformaba en el momento menos oportuno?
Hice un último esfuerzo por convencerlo. Confesé lo que pensaba:
–Eres un mentiroso, siempre lo supe. Eres un mentiroso que no sabe que miente, uno que se miente a sí mismo.
Y entonces dijo que no sabía, que no sabía nada, que quería seguir siendo Odiseo, pero no él, no él.
Y ya me preparaba para contestarle que conocía por lo que estaba pasando, que yo había sido igual, cuando alguien gritó: ¡Hey, Odiseo! Y él buscó con su mirada esa otra mirada, y sentí una sacudida interna, un punzante odio. Y supe que Odiseo no había mentido, que yo era la mentirosa, quien engaño y se engañó, yo había sido el narciso olvidado, siempre.

Carlos Oriel Wynter Melo (Panamá, 1971) ha publicado nueve libros, entre los que destacan dos novelas: Las impuras y Nostalgia de escuchar tu risa loca, así como sus recopilaciones de cuentos Mujeres que desaparecen y Mis cuentos en botellas de champaña.
Posdata es la sección en que los autores reciclan o ponen de nuevo en circulación textos bajo su decisión y criterio. En penúltiMa somos muy partidarios de las relecturas, así que compartir de nuevo esos textos nos llena de regocijo.
exactamente un individuo,
por Rubén J. Triguero
nueva columna de Martín Cerda
adelanto del nuevo libro de
Javier Payeras
Antología de cosas pasajeras
por Javier Payeras
de Henry David Thoreau,
leído por Rubén J. Triguero