Frente a la dictadura de lo insípido y la marea de literatura de confeti rosa que inunda las mesas de novedades actualmente, Ediciones Contrabando ha optado por rescatar del olvido a una autora uruguaya del siglo XX cien por cien moderna, audaz y radical: Armonía Liropeya Etchepare Locino (Pando, 1914 – Montevideo, 1994) más conocida como Armonía Somers​. Poseedora de un prosa serpenteante y alambicada, única, parece que el verdadero «derrumbamiento» de los cinco relatos que componen este volumen sea noquear con su excelencia a quien los lee. El libro estará disponible en librerías a finales de febrero y para ir abriendo boca contamos con el prólogo del escritor olimareño Gustavo Espinosa.  

 

I) LA TORRE

En el centro exacto de la ciudad de Montevideo, frente a la Plaza Independencia se levanta un edificio tremebundo. Es el Rascacielos de Salvo, o el Palacio Salvo, o –como lo nombran habitualmente los locales– el Salvo. Se construyó entre 1922 y 1928, cuando Gropius ya había puesto a funcionar la Bauhaus y Le Corbusier ya empezaba a diseñar las simplificaciones de sus máquinas de vivir euclideanas. Sin embargo, el Palacio Salvo es una mole disfuncional y sobrecargada, una especie de Godzila inmóvil que vigila y simboliza la ciudad que lo contiene, la materialización bombástica de un delirio de nuevo rico (fue durante algunos años el edificio más alto de America del Sur), que culmina en la giba barroca de una cúpula gris, erosionado, desde hace décadas, por el melancólico encanto de la decadencia. Recuerdo que, en los años 80 del siglo pasado, en sus descascarados interiores de transatlántico obsoleto, ocurrían espesos bailes plebeyos de lo que en Uruguay se llama música tropical o –más imprecisamente aún– cumbia. También por esos días la pesadísima mampostería ornamental de gárgolas y pámpanos empezó a derrumbarse desde los aleros y balconadas del Salvo, aplastando algunos autos japoneses de los que empezaban a pulular por entonces en la capital uruguaya. Este constructo descomunal y antieconómico ya no sirve con eficacia (tal vez no lo hizo nunca) para fines residenciales, ni para fines comerciales. A José Lezama Lima le hubiese gustado verlo: le hubiese gustado calificarlo de hipertélico. Esa hipertelia, cualidad de lo que va más allá de su propia finalidad, lo convierte en una máquina de representar. Ese no servir para nada pone al Rascacielos de Salvo a funcionar en modo simbólico. El monstruo es la grifa de Montevideo.

Armonía Somers ha escrito las obras narrativas más potentes y extrañas del Uruguay del siglo pasado. Sus invenciones, la fascinación espiralada que ejerce su prosa, son únicas en nuestra lengua. No parece casual que haya vivido hasta su muerte (1994) en el piso 16 del Palacio Salvo. Como hizo con su apellido y con su historia personal, sometidos a escamoteos e intervenciones, Somers eligió ese lugar con criterio de regisseur o de novelista. Allí, encriptada en las entrañas del monstruo, escribía. Desde el membrete de los papeles de correspondencia que había hecho imprimir, llamaba pomposamente La Torre a su residencia.

II) LA MUJER DESNUDA

Somers había nacido en 1914 en Pando, un pueblo del Departamento de Canelones, a unos 30 kilómetros de la capital. La crítica Ana Inés Larre Borges, que ha escrito una reveladora semblanza biográfica sobre la narradora, señala que en aquel año primordial del siglo XX, unos meses antes del nacimiento de Armonía, había sido asesinada Delmira Agustini, poeta modernista cuyo desparpajo sexual había hecho que la gazmoñería uruguaya se frunciera de escándalo (1). Larre Borges sugiere entonces que la recién llegada, esa que se transformaría años después en Armonía Somers, venía a recoger de Agustini (promiscua y baleada en una pensión de Montevideo) el testimonio de irrupción escandalosa en la literatura del Uruguay.

Armonía Liropeya Etchepare Locino era hija de un sastre anarquista y de una muchacha católica que, sin embargo, escribía artículos con referencias nietzscheanas en un periódico del pueblo. Para escapar de una familia complicada y de la pobreza de Pando (villa muy animada de una región rica en toda clase de industrias agrarias, con 3000 habitantes, según la ingenua prolijidad de una Geografía Universal de la Casa Montaner y Simón) la futura escritora tuvo que estudiar y convertirse en maestra de escuela. La emancipación se radicalizó en 1950.

Aquel fue un año fundacional para la República Oriental del Uruguay. Lo que casi todo el mundo sabe es que fue entonces, el 16 de julio, cuando el equipo uruguayo, acaudillado por una especie de superhéroe montevideano apodado El Negro Jefe o Vinacho (Obdulio Varela), ganó por segunda vez el Campeonato Mundial de Fútbol, tras vencer a Brasil y hacer llorar a 200.000 personas en Maracaná, un estadio fabuloso que había sido construido para espectacularizar la victoria de los anfitriones.

El mismo año un grupo de escritores (la generación del 45) se imaginaba e instituía a sí mismo como núcleo de la literatura nacional (2). Para tachar a sus antecesores cercanos, dedicaron un tomo monográfico de Número, la revista que utilizaban como plataforma de lanzamiento, a la invención y mapeo de la generación del 900 (Horacio Quiroga, Herrera y Reissig, Rodó, la ya mencionada Agustini, etc): asesinaron a sus padres, para refugiarse en los abuelos muertos. Obdulio Varela, cuyo triunfo heroico fue premiado con un empleo de portero en los casinos estatales, jamás se enteró de aquellas maniobras de los letrados. El macizo centrehalf de la épica también habrá ignorado (como gran parte del público uruguayo) que aquel año glorioso, apareció en Montevideo La mujer desnuda, una nouvelle firmada por una desconocida: Armonía Somers. La trama de ese relato, que hoy es una especie de misal de culto heterodoxo o texto inicial de un contracanon, podría simplificarse así: una noche, cumplidos puntualmente sus treinta años, una hermosa mujer llamada Rebeca Linke, lo deja todo atrás. Cubierta solo por un tapado sobre la piel, llega en tren a una casa de campo, se corta la cabeza, la vuelve a colocar en su sitio como un casco de combate, y sale desnuda a pasearse entre los cultivos y los bosques, a aparecer de repente frente a los aldeanos, a meterse en sus camas y en sus fantasías, a enloquecer de deseo, de culpa y de odio a hombres y mujeres, a perturbar la vocación endeble del cura, a provocar incendios. Finalmente, cuando los granjeros y leñadores armados de horquillas y azadones, salieron a cazarla como a una loba cebada o como al monstruo de Frankenstein, Rebeca Linke (o Eva o Magdalena o Gradiva o Fedra o Friné: tales los nombres con que se había rebautizado) caminaba hacia el río, y sentía entretanto resbalar de sus muslos el semen altamente viscoso del único hombre de la aldea. (3)

Aunque sean fáciles o no tan oblicuas o sorpresivas como para resultar interesantes, las analogías con que se retroalimentan la escritura y la existencia, a veces suelen acercarnos a alguna verdad. Rebeca Linke modifica la ubicación de su cabeza, cambia su nombre e irrumpe, desvestida, a escandalizar la aldea. Del mismo modo, la maestra (maestrita, escribió alguien) Armonía Etchepare Locino recoloca su cabeza, modifica su nombre y, metamorfoseada en Armonía Somers, rompe la superficie lisa de la institución literaria montevideana y escandaliza a los burgueses. La generación del 45, que estaba construyendo decididamente su propio  pedestal de arbiter elegantiae, no supo muy bien qué hacer con aquella signatura enigmática (Somers) y su mujer desnuda. Conjeturaron que la novela era obra de un grupo de autores, de un uranista encerrado en el armario de un nombre de mujer, del poeta Carlos Brandy (director de la revista que la publicó), etc. (4) No supieron filiar su prosa: no se parecía a nada que ellos conocieran. Pero (piensa en algún momento Rebeca Linke, como anticipando con lucidez la recepción de la ficción que la contiene) lo que iba a contar de adelante como signo de la aventura no era la frustración de los demás, sino la intensidad con que ella les golpease en su impotencia. Así se reiría en adelante de ciertos mitos.(5)

III) EL DERRUMBAMIENTO

En 1953 Somers lo hizo de nuevo. La nueva irrupción, que hoy Ediciones Contrabando arrima a los lectores españoles, reúne cinco cuentos bajo el título del primero de ellos. Se sabe que algunos de esos relatos fueron escritos antes de La mujer desnuda: hay entonces en el libro la oportunidad de espiar el taller de la escritora, el embrión del monstruo que se está formando. En cada uno de estos cuentos aparecen de un modo extremo, mediados por una prosa inaudita y de altísima definición, las formas más ominosas de la sexualidad y de la muerte. Con el artilugio prestigioso de traducir al griego estos dos sustantivos, la psicocrítica encontró en su momento un blanco fácil en los textos de El derrumbamiento. Nada más lejos, sin embargo, que esta escritura y estas invenciones de lo que casi media centuria más tarde empezó a conocerse como políticamente correcto, código virtuoso contra el cual debe recortarse el veneno de toda buena literatura.

El cuento que abre y titula la colección, ese con el que Somers se inauguró como narradora (fue escrito sobre una roca de [el barrio montevideano] Pocitos Nuevo, luchando con el viento que quería llevarse los papeles y con el diablo que pugnaba por mi alma) (6) es una especie de monólogo interior de un hombre negro que acaba de matar a alguien, y que busca guarecerse de una tormenta apocalíptica en un refugio o posada miserable para indigentes. Allí, mientras espera la llegada de la turba que lo anda buscando para lincharlo por haber asesinado a un hombre blanco, padece una epifanía: una estatuilla fosforescente de la virgen desciende de su hornacina, se acuesta con el homicida y le ordena que la masturbe para derretir la cera que la vuelve rígida, para que pueda salir a vengar el martirio de su hijo: Tócalo, Tristán, toca también eso, principalmente eso. Cuando se funda la cera de ahí, ya no necesitarás seguir tocando. Sola se me fundirá la de los pechos, la de la espalda, la del vientre. Hazlo, Tristán, yo necesito también eso.

Luego, en Réquiem por Goyo Ribera, un prestigioso Presidente de los Tribunales, acude —justo el día de sus bodas de plata— como deudo único, al entierro de su amor de juventud (el personaje del título), que ha muerto solo y pobrísimo a causa de una infección peligrosa, convertido en sórdido cadáver intocable. Durante esa jornada negra, el protagonista escarba la tierra de la tumba reciente con sus pulidas uñas de jurista, desprecia el ofrecimiento sexual de una cocinera italiana, vomita en los baños de una estación y, sobre todo, recuerda la ruptura con Goyo Ribera, veinticinco años atrás, la noche en que este había decidido abandonar los estudios de derecho para dedicarse a la relojería y a una amante que le exigía el pago de sus joyas, de sus medias de seda, de sus abortos.

Tal vez el precepto más rígido que los últimos tiempos han impuesto a los prologuistas es el que ordena evitar el spoiler. Tratando de cumplirlo con vértigo y con resignación, yo podría seguir reseñando las tramas de los relatos de El derrumbamiento. En El despojo un hombre huye de la granja donde es peón y amante de la mujer del granjero. En el camino viola a una adolescente y termina siendo amamantado por una campesina milagrosa. La puerta violentada es tal vez el más esperpéntico y tenso de los relatos, el que escamotea menos uno de los sustratos sobre los cuales Somers articula sus desvaríos precisos: el melodrama. Allí, un peluquero se vuelve loco, y contagia la locura a sus hermanas solteronas, a causa de no haber acertado a la lotería y por estar condenado a seguir siempre rasurando cuellos abotagados, siempre palpando la calavera bajo la piel de otros, que es como palparse la propia muerte todos los días.

Finalmente, Saliva del paraíso, la historia que cierra el volumen, es un ejercicio de montaje paralelo, de intersecciones efímeras entre personajes y mundos que apenas se rozan en el espacio urbano: una pareja se toca y habla en la penumbra del parque; un millonario decrépito que pasa por allí junto a sus nietos, siente la tristísima nostalgia de la lujuria; hay un menage a trois contrariado en una de las habitaciones del hotel de enfrente; en las ruinas de una obra en construcción, un vagabundo agoniza, muere, y termina escupiendo hacia el mundo sublunar asomado a una de las ventanas del Paraíso.

Sin embargo, aunque alguna de estas sinopsis cumpliese con el propósito de encender cierta curiosidad en los lectores, ninguna de ellas comunica el principio activo de la literatura de Somers. Lo mismo ocurriría si pretendiéramos dar cuenta de —digamos— las Soledades, Paradiso o Amarcord mediante el resumen de una trama. La potencia de estos artefactos de doña Armonía es su escritura. Estoy seguro de que el lector que se encuentre con ella por primera vez, se detendrá de tanto en tanto a preguntarse cómo funciona esa fascinación inexplicable, a qué se parece. Se trata de un mecanismo de enrarecimiento del mundo, de una maniobra alucinatoria de la representación, de una fiebre programada que interfiere entre las palabras y las cosas. Muestro algunos detalles:

Aquello, realmente, ya no es un traje, sino un pingajo calado, resbaladizo como baba… (El derrumbamiento)

Agarró de junto a la pared una tapa de madera parecida a una caja de corbata vista con aumento, y, sin decir palabra, se la echó encima al cadáver … (Réquiem por Goyo Ribera)

…y no le quedaba flotando más que un manto de pecas, que parecían haber bajado de la rebelión del pelo, como pequeños piojos de su mismo color herrumbre… (El despojo)

Es la energía poética de la prosa lo que hace avanzar arremolinadamente estas ficciones. Todo se juega a esa energía: no hay aquí (ni en las locaciones, ni en el habla de los personajes, ni en el tono del narrador) ni un trazo de color local. La ciudad, el campo, los caracteres, tienen (pese al  espesor de su materialidad, pese a los jugos corporales que rezuman, a sus olores y estridencias) cierta universalidad abstracta. Pero cada circunstancia está minuciosamente, saturada, sobreproducida por la escritura. El estilo de Somers es, diría el maestro Charly García, un procedimiento de maravillización:

Por uno de los viejos guantes, caídos a un negro verdoso, se le había escapado la punta de un dedo… (La puerta violentada)

En una silla baja había quedado cierta prenda pequeña, la última cáscara de la cebolla, de donde acababa de emerger la chica completamente. Tenía una moñita de terciopelo negro en su reborde, como una provocativa mosca con las alas paradas. (Saliva del paraíso)

Pienso otra vez en el lector que se encuentre aquí, por primera vez, con Armonía Somers. Estoy seguro de que antes de terminar la lectura de El derrumbamiento ya estará dentro de él la ansiedad de todo lo que le queda por descubrir de esta señora gótica de Montevideo.

Gustavo Espinosa

1 Larre Borges, Ana Inés, “Armonía Somers. La mujer secreta” en Cielo Pereira (Coord.), Mujeres uruguayas. El lado femenino de la historia,  Montevideo, Alfaguara – Fundación Bank of Boston, 2001,  pags. 311-345.

Disponible en: https://anaforas.fic.edu.uy/jspui/handle/123456789/47095

2 En este grupo militaron, entre otros, dos críticos muy influyentes (Ángel Rama y Emir Rodríguez Monegal), dos grandes poetas (Amanda Berenguer e Idea Vilariño), un Premio Cervantes (Ida Vitale) y un bestseller transnacional (Mario Benedetti). Ellos mismos (sobre todo Rama), luego de un tiempo de desacomodo, terminaron legitimando a Armonía Somers un lugar excéntrico de freak de su generación.

3 Somers, Armonía, La mujer desnuda, Buenos Aires, Ed. Cuenco de Plata, 2011.

4 Revista Clima. Cuadernos de Arte, números 2 y 3, Montevideo, 1950. La publicación estaba dirigida por el mencionado Brandy y por el crítico de cine José Carlos Álvarez.

5 Somers (obra citada).

6 Testimonio de la autora citado por Larre Borges (obra citada).

 

Aunque más conocida como Armonía Somers, Armonía Liropeya Etchepare Locino (Pando, 1914 – Montevideo, 1994)  fue hija de un sastre anarquista y de una muchacha católica, que, sin embargo, escribía artículos con referencias nietzscheanas en un periódico local. Armonía Somers, durante mucho tiempo, compaginó la escritura con la docencia. Es autora de las novelas La mujer desnuda (1950), De miedo en miedo (1965), Un retrato para Dickens (1969) y Sólo los elefantes encuentran mandrágora (1986). Sus cuentos se compilaron en La rebelión de la flor (1988) o El hacedor de girasoles (1994). Gustavo Espinosa (Treinta y Tres, 1961) es el mejor escritor vivo del Barrio Olimar de Treinta y Tres, la región menos occidental del Uruguay. Trabaja como profesor de literatura. Ha publicado las novelas: Carlota podrida (Montevideo, Hum, 2009), Las Arañas de Marte (Montevideo, Hum, 2011- Banda Oriental, 2013) y Todo termina aquí (Montevideo, Hum, 2016); compiladas en España en un solo volumen (Tríptico de Treinta y Tres, 2020) por Ediciones Contrabando. También es autor del poemario Cólico Miserere (Montevideo, Trilce, 2009- H Editores, 2016). Ganador, entre otros, del premio Nacional de Literatura, del premio Bartolomé Hidalgo y el premio del Lector al mejor libro uruguayo 2017.