El 21 de octubre de 1978, dentro de sus entregas intituladas “Fragmentario” del periódico chileno Las Últimas Noticias aparecía esta nota en la que Martín Cerda se acercaba a la estupidez, ese concepto esquivo y al mismo tiempo netamente reconocible con el que todos lidiamos y en el que a veces caemos, salvo el propio Marín Cerda, que la evitó a conciencia en sus textos, como demuestra esta columna que llega, como siempre, de la mano de Marginalia ediciones.
No conozco otro mal mejor repartido en el mundo que la estupidez. Tanto que sus formas son, en verdad, ilimitadas e inenarrables. Este hecho ha sido advertido muchas veces. Lo hizo, en su lenguaje suculento, el formidable Rabelais al enfrentarse con la necedad apoltronada en la Sorbona de su tiempo. Cervantes, Flaubert, Nietzsche y Valéry. “La estupidez –clamaba Flaubert– me aplasta”. Para vengarse, justamente, escribió Bouvard y Pécuchet.
No se trata, sin embargo, de un pelo de la cola.
En uno de los capítulos de La rebelión de las masas. Ortega, luego de constatar la omnipresencia de la necedad en la historia de los pueblos, se sorprendía que todavía no se hubiese escrito un ensayo sobre la tontería. En otros escritos posteriores retornó el hilo de esta cuestión para subrayar los efectos desastrosos que, en todas las sociedades, había tenido la estupidez porque, a diferencia del malvado o del vicioso, el “tonto no descansa”.
Todavía más.
En 1937, en una conferencia premonitoria, un novelista austriaco anunció el inminente imperio de la estupidez. El autor de este brutal pronóstico fue, ni más ni menos, Robert Musil. En 1951 o 1952, estudiante en París, escuché a Vitaliano Brancati referirse a la “dictadura de los tontos”. El análisis propuesta por el novelista siciliano distó mucho, lamentablemente, de lo que prometía el tema.
Conviene, sin embargo, no perder de vista un hecho: la peor especie de necio se recluta entre aquellos siempre prontos a denunciar la estupidez ajena, pero que nunca logran sospechar la propia. Es la especie que más abunda entre “letrados” e “intelectuales”. Entre todos aquellos que imaginan que el oficio intelectual constituye un espacio separado de la vida, y no un modo de vivir, tan problemático como cualquier otro.
Martín Cerda nació en Antofagasta en 1930. Realizó sus estudios básicos en Viña del Mar, en el colegio los Padres Franceses. Desde entonces su pasión fundamental fueron los libros, especialmente la literatura y la cultura francesa. Por esta razón, a los 21 años viajó a París, con el propósito de conocer e imbuirse en la corriente intelectual encabezada, en esta época, por los existencialistas Jean Paul Sartre, Boris Vian, Albert Camus, Ives Montand, Simone de Beauvoir entre otros. Se matriculó en la Universidad de La Sorbonne para estudiar derecho y filosofía, allí entró en contacto con obras de escritores franceses y europeos fundadores del pensamiento moderno. Así, Cerda fue uno de los primeros escritores chilenos en estudiar a los intelectuales europeos de la década de 1950, adquiriendo con ello una erudición que lo posicionó como el único autor con la capacidad de difundir tales ideas en Chile. Todo esto ayudó a forjar su orientación de ensayista, actividad que abordó con gran entusiasmo, pues esta forma literaria le permitió situarse en la contingencia y dejar constancia de su tiempo. De regreso en Chile, trabajó como columnista en distintos periódicos y revistas, colaboró desde 1960 en la revista semanal PEC, y en el diario Las Últimas Noticias, donde escribió ensayos sobre hechos históricos, literatura, cultura y contingencia chilena. Asimismo, en 1958, participó de un suplemento del diario La Nación llamado «La Gaceta». Por otra parte, en esta época formó parte del ambiente intelectual chileno, integrándose a discusiones literarias en cafés y en tertulias y dando charlas. En 1970 resolvió abandonar Chile y establecerse en Venezuela desde donde siguió enviando artículos para Las Últimas Noticias. Además trabajó en un suplemento literario de un periódico de ese país. En 1982 publicó su primer libro, La palabra quebrada: ensayo sobre el ensayo, en el que propuso un recorrido por la historia de este género, desde sus orígenes. En 1984, asumió la presidencia de la Sociedad de Escritores de Chile, cargo al que renunció el 3 de marzo de 1987, porque quería dedicarse por completo a la preparación de otros libros de ensayos. Ese mismo año, publicó Escritorio, un largo texto donde reflexionó sobre el oficio del escritor. En 1990, obtuvo la beca Fundación Andes para llevar a cabo tres proyectos de investigación en la Universidad de Magallanes (Umag): Montaigne y el Nuevo Mundo; Crónicas de viajeros australes y una completa bibliografía de Roland Barthes. Esta experiencia lo motivó a trabajar en la ciudad de Punta Arenas, donde había descubierto una escena literaria fecunda y una activa vida académica.Sin embargo, a los pocos meses de haberse instalado, en agosto de 1990, la Casa de Huéspedes del Instituto de la Patagonia, donde estaba alojado, sufrió un incendio que destruyó casi por completo su biblioteca personal y sus manuscritos próximos a ser publicados. Esta catástrofe le asestó un duro golpe del cual nunca logró recuperarse. Luego de sufrir un paro cardíaco a fines de ese mismo año, debió ser sometido a una intervención quirúrgica que, en definitiva, no resistió. Murió el 12 de agosto de 1991. Dos años después, los investigadores Pedro Pablo Zegers y Alfonso Calderón publicaron dos libros recopilatorios de sus ensayos dispersos en libros y revistas. Más tarde, el prólogo de Martín Hopenhayn a la última edición (2005) de Palabra quebrada; ensayo sobre el ensayo, marcó la reactivación de las lecturas e interpretaciones en torno a su obra, que vino a confirmar la publicación de Escombros: apuntes sobre literatura y otros asuntos, volumen de textos inéditos con edición y prólogo también a cargo de Calderón.
exactamente un individuo,
por Rubén J. Triguero
nueva columna de Martín Cerda
adelanto del nuevo libro de
Javier Payeras
Antología de cosas pasajeras
por Javier Payeras
de Henry David Thoreau,
leído por Rubén J. Triguero