La fotografía, han señalado ya algunos autores entre los que destaca Fontcuberta, no puede ser ya leída como mero documento, y sin embargo la historia de la fotografía está ligada a esa función documental. Hay una idea subyacente en la fotografía como testimonio y testigo, como fijación del instante histórico, y así la pensaron Benjamin o Sontag, pero también hay una fotografía que medita sobre sí misma, como señaló Barthes. Con estas y otras ideas, el guatemalteco Diego Azurdia liga unas reflexiones sobre el poder icónico de las desaparecidas Torres gemelas.

 

Permítanme empezar con una elegía, y el placer anacrónico de revisitar amigos muertos:

For beauty is nothing but the beginning of terror
which we are barely able to endure, and it amazes us so,
because it serenely disdains to destroy us.
(Primera elegía de las elegías de Duino)

Que fuera de lugar parecer recitar hoy en día, aquí en Nueva York, estos hermosos versos de Rilke. No es solamente el hecho de que el mundo que abrió la visión expansiva de los románticas iría a desaparecer de la misma manera que lo haría esa neblina que cubría sus paisajes, eventualmente revelando el ruido de la urbe cubierta de smog que tomaría su lugar. También, y más dolorosamente obvio, es el hecho que hoy no se puede pensar la belleza en relación al terror en una época pensada en términos geopolíticos como de terrorismo. Por supuesto que estética y terror han adquirido ambos significados altamente políticos, pero sus jurisprudencias son casi opuestas. Hoy lo bello no puede desdeñarnos a destruirnos.

Lo que queremos hacer aquí es localizar el lugar y la función que el arte adquiere en ese mundo urbano y leerlo en relación al evento de terror por excelencia en el siglo xxi. No es sin embargo una discusión eminentemente teórica, lo que es decir, no es un ejercicio de deducción buscando la construcción de sistemas teóricos en donde terror y estética queden mapeados sobre el espacio urbano. No hay lugar para eso en este corto formato (aunque sobra ambición). Es un ejercicio en la dirección que toma la inducción, una lectura a partir de dos fotografías que marcan el nacimiento y la destrucción de las torres gemelas del World Trade Center. El uso de estas fotografías y la naturaleza misma del medio irán a dictaminar las posibilidades interpretativas de la lectura. Específicamente, irán a dirigir la interpretación a la inmediatez que otorgan, no en cuanto acceso a un referente que en fotografías aparece como espectro, sino a la reacción que produce en el sujeto moderno, ese experto consumidor de imágenes.

Lo que eventualmente descubriremos son dos momentos, de interrupción en uno y de irrupción en otro. Ambos funcionan perfectamente en el formato fotográfico por su saturación visual y su juego de planos que corresponden a un proceso ontológico de visibilidad e invisibilidad, que ira más allá de la inclusión y exclusión del modelo planteado por Jacques Rancière en su distribución de lo sensible. En último de los análisis, este estudio se refiere a la relación entre ciudad y cuerpo en su formato fotográfico, lo que la ciudad hace al cuerpo vía su proxy referencial que es el rascacielos, y las posibilidades específicas de terror, de belleza y su relación con la muerte en el espacio urbano.

Dos fotografías

He aquí dos fotografías puestas en secuencia:

Philippe Petit caminando entre las Torres Gemelas en 1974. Credit Alan Welner/Associated Press Photo

The Falling Man, Fotografía de Richard Drew para el Associated Press.

La primera es la de Philippe Petit, el famoso funámbulo francés, en su paseo en cuerda floja entre las torres gemelas, poco después de su inauguración, la madrugada del 7 de agosto de 1974. La segunda la polémica foto tomada por el fotógrafo profesional Richard Drew, a las 9:41 de la mañana del 11 de septiembre, que se ha llegado a conocer como la del hombre que cae, o the falling man, publicada originalmente en la sexta página del New York Times correspondiente al 12 de septiembre del 2001. Entre ambas marcan el principio y el fin de dos estructuras que en su ausencia han llegado a ser las más icónicas de la silueta de Manhattan.

Hay similitudes y continuidades que desconciertan. Puestas una después de la otra podrían ser parte de una secuencia inevitable y fatal, ambas cargadas de vértigo, verticalidad, y la brutal diferencia de escalas entre cuerpo y estructura. Ambas parecen además similarmente estilizadas. Y es por supuesto un truco retorico ponerlas juntas, un juego algo siniestro que ejemplifica claramente las razones por las que los teóricos del pasado siglo detestaban la fotografía como medio y porque la fotografía comparada, por darle un nombre a la práctica, nunca podría heredar las herramientas teóricas de la literatura comparada.

Para entenderlo tal vez habría que enfocarse primero en el hombre cayendo a su muerte. Después de su publicación, una fotografía que podría haber llegado a ser icónica desapareció por completo a causa de la reacción del público. Se hablaba principalmente sobre falta de respeto a las víctimas, sobre el voyerismo del momento más privado de un hombre resguardado apenas en anonimidad. Pero era una anonimidad que sin embargo añadiría al molestar general porque se podría tratar de cualquiera de las decenas de personas que se lanzaron. Y por supuesto la imagen de un hombre cayendo en una pose resignada y serena, agraciada incluso, con el cuerpo tan vertical como el edificio detrás representaba una estetizacion del horror que parecía imperdonable. Eventualmente los medios de comunicación la sustituirían con imágenes de bomberos y voluntarios escarbando entre la ceniza, como discurso visual y oficial de reconstrucción inmediata y de heroicidad que en la era moderna es un mito eminentemente estadounidense.

Fotografia ganadora del premio Pulitzer tomada por Kevin Carter. Credit Kevin Carter.

Pero había algo más visceral en las reacciones de un público que si llegaría a aceptar e incluso premiar con un Pulitzer, por ejemplo, la famosa y terrible foto tomada por Kevin Carter de un niño sudanés crónicamente desnutrido, arrastrándose hacia un centro de alimentación, con un buitre expectante en el fondo, esperando que el pequeño se volviese carroña. Por supuesto, la aceptación de esta foto y el rechazo de la foto del hombre cayendo es un caso clásico de incomodidad por proximidad. Pero a mi parecer, esa proximidad corresponde a una inmediatez que va más allá de la empatía o de posiciones políticas. Sontag diría que “the ethical content of fotography is fragile” (Sontag 45), y en su fragilidad solamente se puede construir a posteriori. El consumidor de una fotografía como la del falling man reacciona en corto circuito a nivel corporal, un estremecimiento de vértigo y muerte que también se siente con el primer encuentro con el rascacielos y que es posibilitado a nivel de imagen por la naturaleza misma del medio.

Habría que leer esa maravillosa colección de poetas latinoamericanos y españoles que se acercaron a la ciudad con una sensibilidad todavía no entrenada en la saturación de estímulos urbanos y que encontraron en el rascacielos el elemento más fascinante y monstruoso. Neruda, ese poeta cocido en la enmarañada realidad del bosque, por dar un ejemplo, buscó con mirada angustiada y nostálgica los crepúsculos como queriendo resguardarse de la ciudad, una ciudad que en ese hermoso crepusculario solamente queda registrada en la ventana como marco; una ventana que en el siglo xx una y otra vez aparecerá enmarcando el ‘paisaje’ urbano. Y así como Neruda, muchos otros poetas hispanohablantes irán al encuentro de grandes ciudades como Nueva York, como meros espectadores aterrados, empequeñecidos estos poetas que normalmente se movían y pavoneaban con una personalidad gigantesca.

No nos podemos olvidar de García Lorca que a su regreso de Nueva York en una conferencia en el hotel Ritz de Barcelona iría a afirmar que “los dos elementos que un viajero capta en la gran ciudad son: arquitectura extrahumana y ritmo furioso. Geometría y angustia.” (‘Poeta en Nueva York’ 22 ) Es una reacción conocida y reconocible incluso para los habitantes de la ciudad, supuestamente acostumbrados a sus dimensiones, nosotros (ya llevo casi cuatro años en esta ciudad) quienes alguna vez aterrados imaginamos caernos de una terraza o tropezar en la estación del subway al acercarse el tren. Este temor quedó incluso inscrito en el diseño de las fachadas en las torres gemelas, con esas pequeñas ventanas que limitaban la visibilidad hacia abajo dado el conocido pavor a las alturas que tenía Minoru Yamasaki, el arquitecto principal del proyecto. Lo reconocible, entonces, en ese momento de muerte enmarcada en el falling man, incomoda al citadino incluso antes de identificar las circunstancias políticas e históricas del contexto: no es solo el temor a caer sino el temor a querer caer.

Para Susan Sontag es el deseo el verdadero campo de la fotografía. Pero el deseo no tiene historia, y la fotografía en su inmediatez superficial parece borrar la posibilidad de interpretación. Esta es precisamente la preocupación de otro crítico de la fotografía como lo fue Walter Benjamin. Para el alemán, el peligro del medio estaba en su reflejo superficial de la realidad, la producción de una copia exacta pero sin trasfondo. Es un autor que a pesar que constante uso de metáforas visuales para la formulación de su pensamiento, no confiaba en las imágenes tal y como aparecen en la fotografía por esa borradura de contexto.

Pero es tal vez precisamente esa descontextualización que funciona en la foto del funámbulo. La imagen colapsa el mundo entero en un espacio simplificado en mera tangibilidad por un cuerpo expuesto en la precariedad equilibrista que lo cruza. En este caso, como no lo es en la foto del hombre que cae, para el espectador, observar y reaccionar ambos significan entender. Las posibilidades interpretativas limitadas a la reacción emocional/corporal se acoplan a la naturaleza del acto. El acto encuentra su lógica en una acción visualmente simple: caminar en línea recta. El único contexto necesario desde la perspectiva del que observa se da como fondo, como último plano: la caminata y el balanceo se hacen a una altura de aproximadamente 416 metros. Pero a cierta altura el número ya no importa porque el contexto como fondo es la ciudad de Nueva York que se encuentra muy por debajo del funámbulo, tan por debajo que altura se convierte en abismo.

Todo el acto es un gesto que formalmente funciona en la puesta en tensión entre la complejidad motora del cuerpo humano y esa rotunda geometrización de la arquitectura urbana que Lorca observaba con angustia y de la que llega a formar parte el cable mismo. En el caso de las torres gemelas que no eran más que dos cajas muy altas, pesadas e idénticas, esa geometrización está especialmente simplificada incluso en su monumentalidad. Siendo los ejemplares más ambicioso de la arquitectura de modelo le corbusiano, se les puede tomar como clásicas porque se basan casi exclusivamente en geometría y simetría como principio arquitectónico. Y en efecto, tal y como recuenta Petit, el acto nace en la simplicidad geométrica de la obra imaginada y publicada en una revista francesa anunciando su construcción: dos torres dibujadas transpuestas a la imagen de la torre Eiffel como referencia de altura. El proyecto se origina, entonces, en ese lugar en el que Barthes coloca la esencia de la arquitectura, “always dream and function, expression of a utopia and instrument of a convinience.” (“Reader” 238) El acto de un funámbulo que cruza las torres, un acto imaginado como el simple trazo de una línea entre bosquejos de torres, conecta función y sueño, utopía y utilidad.

La conexión y transformación también funciona a nivel del sujeto que visto desde abajo traza un sistema de coordenadas cartesianas: las torres se posicionan en parte negativa del eje ‘y’, mientras que el cuerpo se alza en su parte positiva. El cable constituye el eje ‘

x’ y la vara que ayuda en el equilibrio, paralela a la ciudad del fondo, traza el eje ‘z’. El punto de origen, el de intersección de ejes, ya no funciona como el lugar abstraído del cogito, sino que indica el centro de gravedad del cuerpo. El cuerpo balanceándose y no ese significante vacío que es el yo pienso regresa a ser el centro del mundo, un cuerpo que en esa centralidad, según Yi-Fu Tuan, ha quedado codificado en nuestro lenguaje, permaneciendo incluso después que el cuerpo ha sido desplazado por el espacio abstracto de la arquitectura moderna: “Man is the measure. In a literal sense, the human body is the measure of direction, location and distance. The ancient Egyptian word for ‘face’ is the same as that for ‘south’ and the word for ‘back’ of the head carries the meaning of ‘north’.” (Tuan 44)

Fotografia y muerte

En ambas fotografías impera la muerte. Pero es una muerte tangible ya sea en inevitabilidad como en el caso del hombre que cae o en inminencia como en el caso del hombre que camina evitando caer. La tangibilidad se refiere a su carácter eminentemente corporal que contrasta con aquella muerte de los románticos y de los simbolistas del siglo xix que la veneraban como ideal, y que la buscaban en imágenes que meramente la evocaban en aproximación indirecta. En ambas fotos y en su inmediatez, es la muerte corporal lo que le da el peso a un medio como el fotográfico que en esencia carece de contenido.

Petit sabía que el acto no tendría sentido sin la posibilidad de caer. Esta idea de proximidad a la muerta corporal como condición de posibilidad estética también se observa en muchos autores del pasado siglo, como en el caso de Antonin Artaud y su insistencia en padecer de muerte en vida, sintiéndola en el cuerpo; o ese torturado, grotesco, oscuro y fascinante teatro japonés influenciado por el mismo Artaud conocido como Butoh en donde los cuerpos se mueven siempre a punto de quebrarse[1]. Y por supuesto, y a manera de contraste con el funambulismo, cabe mencionar el Juego y Teoría del Duende en donde Lorca desarrolla la estética del duende, una estética que había percibido en el andalucísimo cante jondo. Lorca va esbozando el “espíritu oculto de la dolorida España”, reconociéndolo en las cantantes y bailaoras de sus anécdotas de bares, contrastándolo con afamados pero diáfanos espíritus artísticos como la musa o el ángel, y sobre todo, mostrando su estrecha relación con la muerte: a diferencia de la musa y el ángel “el duende no llega si no ve posibilidad de muerte, si no sabe que ha de rondar su casa” (“Duende” 15) Es un impulso artístico que se activa en las artes eminentemente corporales y que funciona apenas sugiriendo formas (“tuétano de formas”) mostrando el caldo informe de lo que está en plena gestación.

Al zapateo furioso, como de posesión, se le contrasta el caminar rectilíneo del funámbulo, deslizante en su contacto con el cable, sin la gracia de la bailarina clásica, sin la furia de la bailaora, pero con la tarea inhumana de caminar en una sola dimensión. Es una tarea sin humanidad porque hay pocas cosas menos humanas que la línea recta: ninguna sola en el cuerpo humano, que es una de las primeras lecciones en el dibujo anatómico. La línea recta pertenece al mundo de las ideas de Platón, un mundo sin tiempo orgánico que es en esencia un tiempo con muerte; un solo movimiento humano, natural, y lo que se viene es una caída al abismo.

Para capturar esta presencia amenazadora en ambas fotos, ningún medio como la fotografía. Cabe recordar la fotografía post-mortem, esa antigua práctica victoriana en el que el daguerrotipo captaba los retratos de un recién fallecido rodeado de sus familiares posando. Dado que se requería de un desorbitante tiempo de exposición, se les pedía a los vivos permanecer quietos, función que los muertos hacían con facilidad. Y es por eso que en estas imágenes son los familiares que aparecen como espectros, mientras que los fallecidos quedan retratados con mejor resolución, como teniendo una ontología más firme que los vivos en el espacio fotográfico.

El sujeto moderno entiende, intuitivamente, esa relación entre muerte y foto. Por un lado, tenemos esa proliferación espantosa de imágenes durante los atentados terroristas. Por otro, no es de extrañar que el primer y más importante cómplice que escoge Pettit para su ‘coup d’Etat’ fuese un fotógrafo. Y es que la fotografía es un medio crepuscular y elegiaco como le caracterizó Sontag. Barthes inmediatamente reconoce la presencia de la muerte en la fotografia, un medio que “represents that very subtle moment when, to tell the truth, I am neither subject nor object but a subject who feels he is becoming an object: I then experience a micro-version of death (of parenthesis): I am truly becoming a specter” (“Camera Lucida” 14).

La imagen fotográfica es un espectro que conserva algo del referente como rastro, y no como representación. Y es por eso de la dificultad de querer entenderla como signo. Esa pequeña versión de muerte que ocurre frente a la cámara establece la base ontológica del proceso, de ese juego social que es posar para una foto. Como apunta Barthes, posar no es más que transformarme a mí mismo en imagen, a petición implícita de la lente. Ese es el poder que tiene la cámara, análogo al rostro que según Levinas establece el fundamento de cualquier sistema ético. Frente al encuentro con el rostro levinasiano descubro una otredad que me transforma en un ente ético, un ente que se siente interpelado por la súplica primordial de no asesinar. Frente al lente, poso, y al posar me convierto en mera expresión. Así el sujeto se destila en una expresión que en el pasajero del subway, o en el peatón, no es más que aburrimiento, una neutralidad aprendida y calculada frente a la constante exposición frente a la multitud, un juego de poseo cotidiano. La seriedad del rostro citadino es el rostro al encuentro no con el otro, sino con todos los otros. La multitud de la ciudad frente al sujeto urbano corresponde a la lente de la cámara frente al turista. Cuando la cotidianidad se rompe ya sea con un acto de fonambulismo casi suicida o con el ataque de los aviones a las torres gemelas, la multitud se vuelve espectadora, y casi como reflejo, salen las cámaras: fue asi que Richard Drew logra tomar la fotografía del hombre en su caída. Petit, por su parte, necesitaba de un fotógrafo en el techo que tomase el puesto de los espectadores inobservables desde la altura. Al bajar de las torres, se rodea de una multitud expectante y busca su imagen en las fotos de periódicos, dos gestos equivalentes.

Una cuestión de escalas

Sontag observa que “photography first comes into its own as an extension of the eye of the middle-class flaneur, whose sensibility was so accurately charted by Baudelaire.” (Sontag 42) En efecto, Baudelaire logró lo que no pudieron hacer décadas después los poetas hispanoamericanos y españoles que llegaron a Nueva York, formulando una estética novedosa a partir de su encuentro con Paris del siglo xix que ya era una metrópolis. En este sentido, yo me subscribo a la lectura que Benjamin hace de Baudelaire: el francés parece escribir a partir de una búsqueda de las posibilidades estéticas y espirituales en la ciudad. El proyecto era novedoso ya que intentaba moverse en una realidad alienante con una visión eminentemente lírica. Esto por supuesto lo llevaría a los lugares más escondidos de la ciudad, los que no aparecen en el mapa. Es en esa tensión que Benjamin lee la radical modernidad del francés. La visión lirica sobre las calles urbanas corresponde al flaneur, ese sujeto titubeante, el caminante que es y no es parte de la multitud, que camina solitario y observa calmado y voyeristicamente el espectáculo. En este sentido, al funámbulo que camina sobre un cable con una mirada abstraída en su concentración corporal (el funámbulo es un sujeto ciego), se le opone el caminar del flaneur. No es difícil entender, entonces, porque Sontag reconoce en la cámara una extensión de ese ojo lirico.

Pero hay algo quijotesco en el intento de fotografiar rascacielos desde las calles de la ciudad. Recuerdo la vez que mi padre, a sabiendas de mi afición por la arquitectura, me envió una foto de él posando frente a las torres petronas de Kuala Lumpur, las más altas del mundo en su momento (razón casi exclusiva de su efímero estatus como icono mundial). En la foto se apreciaban los 165 centímetros de mi viejo y cubriendo la totalidad del fondo, apenas la entrada de una de las torres. Una foto completamente inútil como recuerdo o evidencia turística (podría haber sido cualquier torre).

La fotografía se adapta bien a la escala humana. Mantiene todavía algo de ese origen como herramienta para retratos. El cine en cambio se lanzó de inmediato a captar fábricas, conglomerado de trabajadores saliendo de ellas, ferrocarriles. En fotografía esa arquitectura sobrehumana de la ciudad puede aparecer satisfactoriamente solo desde la altura de uno de sus rascacielos o a distancia en forma de silueta, de skyline, esa línea que remplaza el horizonte como referente absoluto de visibilidad. Pero desde las mismas calles, la ciudad siempre aparece cortada, incapaz de caber en el marco fotográfico. La series de fotografías de ciudades funcionan como pastiches, fragmentos visuales de concreto y sujetos. Ahora mismo que escribo esto estoy pasando en subway (el Q) por el puente de Manhattan. El panorama por la ventana es uno de cortes diagonales, con fragmentos de océano, columnas, cables que veo apenas por debajo de los brazos de un individuo muy alto. Tomar una fotografía ahora mismo sería apenas añadir un marco, un espacio geométrico de visibilidad parcial, a los muchos otros que cortan la imagen.

En defensa de nuestros aterrorizados poetas latinoamericanos y españoles, el flaneur de Baudelaire no podría enfrentarse a la geometría de esta urbe, a los rascacielos que en días de neblina parecen no tener fin. Me lo imagino algo desestabilizado de vértigo buscando refugio, sin tiempo apenas de fijar esa su mirada masculina y deseosa sobre los cuerpos femeninos que pasan demasiado rápido (como ya se ha establecido, esa mirada, como la del punto de fuga renacentista, está marcada por género). La inmensidad de la ciudad de Baudelaire se hacía sentir en su multitud; esa era la escala a conquistar. Las estructuras arquitectónicas más grandes ya estaban codificadas, interpretadas, en su mera naturaleza por su institucionalidad estable siendo estos monumentos, iglesias o edificios gubernamentales.

En términos de escalas, tomando al cuerpo humano como referente, el rascacielos parece ser el límite lógico de ese proceso que empieza con el descubrimiento de la ventaja mecánica. Es con la herramienta simple, pero en especial con la palanca, que el humano supera los límites verticales de su cuerpo. Las formulas varían, pero la ventaja mecánica se basa en general en un principio de compensación y conservación: en la palanca simple, se aumenta la capacidad de carga al disminuir su correspondiente desplazamiento vertical y consecuentemente al aumentar el desplazamiento de la mano. Constituye, entonces, el principio científico del trabajo humano, y contiene en sus orígenes de mano de obra esclava y en su calculada transformación numérica, la alienación propia del trabajo moderno. En la ciudad, esa realidad informe y siempre en construcción, la palanca es omnipresente en el skyline en forma de gigantesca grúa, ese brazo monstruoso que eleva las columnas de acero a grandes alturas. La ambición en la transformación escalar del cuerpo, una ambición que no es más que la expresión del deseo de controlar el mundo, lleva a la famosa cita de Arquímedes sobre la posibilidad de mover el mundo entero con el cuerpo utilizando una palanca lo suficientemente grande. Es solo en lo que Heidegger considera la postulación del mundo como imagen, o la colección indiscriminada de fotos como posesión del mundo en la versión de Sontag, que encontramos una vuelta de tuerca en esa ambición de controlarlo todo.

En cualquier caso, ese control del mundo en su manipulación física encuentra sus límites que llegan a angustiar. Tanto la verticalidad y la horizontalidad en su asimilación corpóreo-visual pueden alcanzar dimensiones sobre humanas, pero el efecto de angustia es diferente en ambas. En principio la expansión, el horizonte, viene a entenderse como principio espacial de libertad. En Estados Unidos vemos como actúa sobre el imaginario frente al vasto oeste de su territorio en su doctrina del destino manifiesto. Pero cuando el hombre se siente sin control, se expone ante la vastedad amplia de un paisaje desbordante sin posibilidad de destino, esa horizontalidad es una que se ha llegado a entender como la experiencia de lo sublime y es a lo que se refiere Rilke cuando relación belleza y terror. Hablando al respecto, y describiendo la pintura de Casper Friedrich titulada El Monje Frente al Mar, Karsten Harries escribe

The sweep of the painting’s horizontals, which extend themselves beyond the seemingly arbitrary boundary of frame, threatens to annihilate the lonely Franciscan in the picture, hinting at the end and its beyond: the mysterium tremendum et fasinans of death and the infinite. The other side of such fascination is a longing for eyelids, for frames, boundaries, centers, for verticals strong enough to challenge the horizontal’s centrifugal power, which figures the centrifugal power of infinite space. (Harries 183)

Christina’s World, de Andrew Wyeth. Copyright MOMA.

En otras palabras, a lo sublime se le opone la construcción de bordes en el espacio, que en esencia es arquitectura. Como ya hemos establecido, y el campo arquitectónico, es el rascacielos como torre el límite del anhelo por controlar la vastedad del espacio, de colocar un eje del mundo completamente construido por el hombre, del mero orgullo del hombre expresado verticalmente. Pero es un límite que también acarrea la angustia que en este caso se expresa como terror (en oposición a lo sublime): a nivel del cuerpo terror a caer, que es el vértigo; a nivel de estructura, terror a la destrucción tal y como se nos advierte con la torre de babel y como se nos confirma con las torres gemelas; y en relación a ambos estructura vertical dura, y cuerpo blando, es precisamente la precariedad del cuerpo vivo que esconde la experiencia urbana lo que una fotografía como la del hombre que cae revela. En otras palabras, es una fotografía de la ciudad en donde el cuerpo humano funciona de escala en su vulnerabilidad más violenta, de la misma manera en que Christina’s World de Andrew Wyeth, por ejemplo, es una pintura rural de horizontalidad en donde el cuerpo humano, cuadripléjico, tumbado, funciona de escala en su vulnerabilidad saturada de pathos.

Edificios, Monumentalidad y Escombros

Íntimamente relacionado al horror que despierta la foto del hombre que cae se encuentra el status del rascacielos como estructura hibrida entre edificio y monumento. Al respecto, Lefebvre asegura que “to the degree that there are traces of violence and death, negativity and aggressiveness in social practice, the monumental work erases them and replaces them with tranquil power and certitude which can encompass violence and terror.” (Lefebvre 222) Cabria tomar como corolario que la destrucción de monumentos, entonces, cataliza el terror.

El monumento como monumento en parte estabiliza la violencia y el terror de una ciudad al ordenar el espacio que lo rodea, tal y como todavía lo hace la Torre Eiffel. Según Barthes, la torre funciona como un significante vacío, en términos arquitectónicos precisamente, una estructura sin interior o exterior. Como tal, es una antena que atrae significado, a la cual el turista o el habitante proyecta significado. La Torre Eiffel entonces constituye un espacio onírico, de fantasía, posibilitado por ambos su inutilidad como monumento (no marca ningún hito histórico, ningún personaje) y su estilizada altura. Podemos interpretar, entonces, el rascacielos como una nueva etapa en la historia de la torre: la mítica torre de babel como enfrentamiento a dios vía su altura; seguida de la catedral que constituye un espacio sagrado; seguida de la Torre Eiffel como un espacio vaciado de sentido; y terminando por el rascacielos que es verticalidad a escala monumental con un espacio imbuido sin embargo de funcionalidad.

Lefebvre opone monumentos con edificios, y busca entender esa oposición en analogías: “the balance of forces between monuments and buildings has shifted. Buildings are to monuments as everyday life is to festival, products to works, lived experience to the merely perceived, concrete to stone, and so on.” Para despues preguntarse “how could the contradiction between building and monument be overcome and surpassed? How might that tendency be accelerated which has destroyed monumentality but which could well institute it, within the sphere of buildings itself, by restoring the old unity at a higher level?” (Lefebvre 223) Considero que es precisamente el rascacielos el que responde la pregunta con su espacio funcional pero de dimensiones sobrehumanas.

La verticalidad a grandiosas escalas funciona como monumentalidad por ese carácter mítico que las alturas siempre han tenido, puente entre divinidad y tierra si queremos adoptar la nomenclatura de Heidegger. La funcionalidad de los edificios modernos no abarca la totalidad de las estructuras, de su lógica arquitectónica. Hay algo irracional, poco funcional en la acelerada construcción de edificios cada vez más altos (los records de altura ahora duran lustros). Es una irracionalidad que corresponde a la desenfrenada acumulación de superávit de un sistema capitalista que, según David Harvey, necesita “urbanization to absorb the surplus products it perpetually produces.” (Harvey 5) Tal es así que el rascacielos puede ser pensado como una mera extensión vertical, muy vertical, del espacio y la lógica de la ciudad misma, un espacio matemático que convierte a la ciudad en un modelo de sí misma a escala de 1:1. Cabe recordar, por ejemplo, que el sótano de las torres gemelas funcionaba como estación de tren, y que los arquitectos solucionaron el problema de los elevadores diseñándolos como el subway, con líneas locales y exprés que llevaban directamente a lobbies intermedios que hacían la función de estaciones. Y así, esa acumulación irracional de la que habla Harvey se expresa arquitectónicamente en forma de rascacielos que sirven como monumentos al mito neoliberal de riqueza y progreso. Un caso de avaricia hecha altura, fuerzas del mercado encontrándose como placas tectónicas produciendo picos arquitectónicos.

El terror como lo conocemos hoy es un fenómeno eminentemente urbano, y se ha expresado más dramáticamente en la destrucción de esos dos rascacielos. Es una devastación que por la naturaleza misma de las estructuras modernas, de la lógica urbana, imposibilita la ruina como repositorio material del pasado de la ciudad (¿existirá?). No tiene sentido pensar en ruinas en el caso de los rascacielos[2], porque su destrucción también lleva consigo la temporalidad de la urbe, la de inmediatez y shock, y resulta en meros escombros. Los escombros, regresando a esa visión anacrónica del principio del ensayo, nunca podrían funcionar como ruinas en los paisajes de los románticos. Tal vez sea esta otra forma de definir la arquitectura moderna en su incapacidad de permanecer en el tiempo como ruina.

Transfiguración y Aniquilación

Ambas fotografías hacen visible el contenido invisibilizado del espacio urbano, estructuralmente interiorizado en el ser-en-el-mundo moderno, un ser que se mueve en espacios funcionales y geométricos, y que consume vastas cantidades de imágenes. En ambos el ente transformador es la muerte, aunque obviamente, con resultados diametralmente opuestos. En el caso de la foto del funámbulo, el efecto de la presencia de la muerte es uno de reconfiguración espacial, un acto que se acerca a la transgresión pero que formalmente respeta la geometría y la gigantesca escala arquitectónica de Manhattan, aprovechándose de ella. En el caso del hombre que cae, la muerte no hace más que consumir el ser, de aniquilarlo, mostrando las posibilidades de terror intrínsecas al rascacielos. Así, la transfiguración espacial del ser en el mundo y su aniquilación corresponden respectivamente al arte y al terror. [3]

Ambas, al forzar un reconocimiento de corporalidad vía la muerte (amenazante o inminente) revelan ese jeroglífico que Kracauer buscaba en sus análisis: “everything that consciousness ignores, everything that is usually just overlooked, is involved in the construction of such space. Whenever the hieroglyph of any such spatial structure is decoded, the foundation of social reality is revealed.” (Krakauer 122) Lo que tácitamente he propuesto aquí es que la interrupción y la irrupción decodifican el espacio urbano, y el medio de decodificación ideal para hacerlo, en este caso, es la fotografía.

Lo que en el último de los análisis descubrimos en ambos es que la base de la realidad social, del espacio urbano que pertenece a la cotidianidad moderna, es precisamente un ocultamiento casi sanitario, arquitectónicamente geométrico, de la muerte. Es un descubrimiento que Heidegger, al quejarse de la tecnología y de la arquitectura moderna, entiende cuando define el habitar como condición de posibilidad del construir (y no al revés). Por supuesto para Heidegger habitar significa reconocer el lugar de la muerte, incorporarlo en nuestra cotidianidad: los primeros habitantes sedentarios fueron los muertos dado que los cementerios son más antiguos que los domicilios fijos. Agamben también señala la ausencia del reconocimiento de la muerte en ese vaciado de la experiencia en una era moderna que prefiere el experimento, medible, predecible, cuantificable y productor de datos y no proverbios. La experiencia, al contrario, tiene como objetivo “to advance the individual towards maturity – that is, an anticipation of death as the idea of an achieved totality of experience- it was something complete in itself, something it was possible to have, not only undergo.” (Agamben 27)

Petit, como artista, logra invocar la muerte, hacerla de nuevo visible precisamente en las estructuras geométricas que buscan aniquilarlas con su funcionalidad. Su acto interrumpe y reconfigura la cotidianidad urbana, rellenando su espacialidad calculada con juego y muerte. El terror como siniestro meramente urbano, por su parte, aniquila toda posibilidad de ser, y lo hace lanzando el cuerpo a su vulnerabilidad más extrema frente a la escala intrínsecamente inhumana de la ciudad y el rascacielos.

Y es la fotografía la más preparada para captarlo. En medio de la proliferación de imágenes que surge como un desesperado e inútil intento por entender el terror del 11 de septiembre, nos encontramos con una foto que permite dar luz a la naturaleza del horror de ese día. Y es precisamente el rechazo casi involuntario que produjo la foto del falling man lo que revela su capacidad para superar esa empatía distante e inoperante que usualmente produce la fotografía de violencia política. El falling man, más que las fotos de los aviones estrellándose en las torres, nos muestran la verdadera y horrorosa escala humana de la tragedia. Petit, por su parte, al reconocer la necesidad de documentar fotográficamente su acto, implícitamente entiende aquello que Sonta formularia: en el siglo xx el evento si iría a redefinir como aquello que es digno de ser fotografiado.

Tal vez habría que terminar con Lorca, un poeta generaciones más joven que Rilke, quien al escribir sobre Nueva York y describirle como ‘oficina y denunciación’, pregunta: “Tierra tú mismo que nadas por los números de la oficina./¿Qué voy a hacer, ordenar los paisajes?/ ¿Ordenar los amores que luego son fotografías”? (“Poeta en Nueva York” 15 )

 

Referencias Bibliográficas

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[1] Cabe destacar que en Octubre de 1989, Natsu Nakakima presenta su trabajo en Nueva York, sobre Nueva York (y Tokyo) y lo titula curiosamente Empty Land, All is nothing. Es una obra, que según Sondra Fraleigh, busca establecer paisajes en la gran ciudad (una sección se titula Distant Landscape).

[2] Habria que estudiar el caso de los edificios en Caracas cuya construcción se paralizó y que poco a poco fueron habitados en su totalidad, como viviendo entre ruinas.

[3] Encontramos en Falling Man, la novela de Delillo acerca del 11 de septiembre, a un artista que va colgándose de diferentes estructuras a lo largo de la ciudad, posando exactamente como lo hace el hombre de la foto. Esto constituye un hibrido entre terror y arte que, según el autor, no iría a funcionar como acto artístico: su elemento de terror lo eclipsa en la reacción de un público traumado.

 

Diego Azurdia

Diego Azurdia (Ciudad de Guatemala, 1985) es un escritor basado en Brooklyn y que escribe desde el más absoluto odio. Piensa que la literatura es completamente inútil y que su tenue importancia se basa en esa inutilidad. Entrenado y un poco atrofiado por la academia, estudió filosofía y literatura en la Universidad de Stanford y la Universidad de Columbia. Ha publicado reseñas, artículos académicos, textos híbridos en Guatemala, Colombia, Puerto Rico, Israel y Estados Unidos. Escribe regularmente para Nómada.gt, uno de las revistas independientes más respetadas en Centro América. Trabaja desde hace cinco años en una primera novela que le ha sido una tortura.

Todo texto es un Palimpsesto, pero más todavía los que versan sobre otras producciones culturales. Haciendo un leve homenaje a Genette, en Palimpsestos se recogerán los textos críticos. En penúltiMa la crítica es meditación y diálogo. Los textos que pasan a entretejerse con aquellos de los que hablan.