Continuamos la publicación de numerosas columnas de Martín Cerda de difícil acceso de la mano de Marginalia editores, donde están preparando la edición de un volumen recopilatorio, y han tenido el amable gesto de ir compartiendo con los lectores de penúltiMa los textos de uno de los más excelsos ensayistas de nuestra lengua, que, en este caso, se acerca, a modo de responso o elegía a la figura de Mario Bahamonde, escritor antofagastino que supo representar en su literatura la particularidad sonoridad del castellano del norte de Chile y que, en ese sentido texto, recibe el homenaje póstumo hacia su literatura siempre viva.
Estaba preparando una nota sobre la entrega última de Hacia (N°92, Antofagasta, agosto 1980), dedicada enteramente a Mario Bahamonde, cuando recibí su primer libro póstumo: Gabriela Mistral en Antofogasta (Nascimento, Santiago, 1980). Fue publicado, según advierte un párrafo previo, por “sus amigos como homenaje a su memoria”.
Hermoso gesto doble.
Todo hombre justo, sin embargo, encuentra siempre el reconocimiento de los suyos, sobre todo cuando ese hombre dedicó la mayor parte de su vida a rescatar, dignificar y enriquecer el patrimonio cultural de una sociedad que muchos se habían empeñado en desconocer. Mario Bahamonde fue, como escribí en la hora contraída de su muerte, la conciencia del norte, al recomponer la crónica olvidada del mundo salitrero, dibujar lo aventura de sus puertos y ahondar en esas palabras reveladoras (desierto, camino, sed, tierra, sal) que subraya pertinentemente Andrés Sabella en su fina presentación de Hacia.
Esas palabras abrevian un discurso (múltiple) que arraiga a todo antofagastino no sólo al desnudo paisaje de su tierra sino, así mismo, a la historia de un esfuerzo colectivo: de una sociedad que conoció horas risueñas y otras trágicas. Historia que cuando niños escuchamos de labios de hombres curtidos en pampas, en los muelles o en la altamar, y que es, después de todo, la espina dorsal de esta otra historia menor (fugaz e irrisoria) que es la vida de cada uno. Historia, en suma, honda, colectiva, sin yo ni tú, hecha (sudada, sangrada) por hombres que no tienen estatuas ni calles ni plazuelas que los recuerden, pero que, en cambio, tienen la voz que el escritor siempre retoma y repite cuando es fiel consigo mismo. “Es escritor de verdad —dice Sabella— sólo el que decide a no callarla jamás”.
Fue lo que hizo, justamente, Mario Bahamonde.
Es por eso que en Gabriela Mistral en Antofogasta no sólo encontramos una pormenorizada información sobre su breve estada en ese/este puerto y un afinado análisis de algunos de sus composiciones allí/aquí escritos, sino, además, una admirable reconstrucción de la vida antofagastina hacia 1911. Resulta curioso constatar, al respecto, que Mario Bahamonde empleó el mismo sistema de collage que Walter Benjamin en su fallido libro París, capital del siglo XIX. No recuerdo, sin embargo, haberlo escuchado referirse al gran crítico alemán, pero como éste Mario Bohamonde tenía el extraño “don” de extraer la historia del más mínimo objeto: una frase inconclusa, una ficha salitrera, un viejo papel o una huella que se interna en la pampa.
Leo (y releo) la descripción que hace de la presentación de Gabriela Mistral a sus colegas del Liceo de Niñas, los nombres propios que recuerda (don Zacarías Gómez, don Justo Arce, don Fernando Murillo Le Fort, don Luis Silva Lezaeta, don Aníbal Echeverría y Reyes, doña Berta Rencoret), o de instituciones que señala (Círculo de Obreros “Orden Social”, Sociedad Unión y Protección de Fogoneros, Sociedad Internacional de Peluqueros). Todo este relato múltiple (entrecruzado) es, en verdad, parte de otro relato más amplio que escuché, desde mi infancia a mi madre, al negro Tamblay, al lanchero de mi padre y mi amigo, a Avelino Urzúa, al boga del puerto y al pampino.
Antofogasta allí/aquí es también una palabra reveladora, con sabor a leyenda y, algunas veces, a rito: una palabra que Mario Bahamonde escuchó e hizo escuchar aquí/allí.
Nota literaria fechada el 11 de octubre de 1980, correspondiente a sus entregas intituladas “Punta de lápiz” del periódico de circulación nacional Las Últimas Noticias
Martín Cerda nació en Antofagasta en 1930. Realizó sus estudios básicos en Viña del Mar, en el colegio los Padres Franceses. Desde entonces su pasión fundamental fueron los libros, especialmente la literatura y la cultura francesa. Por esta razón, a los 21 años viajó a París, con el propósito de conocer e imbuirse en la corriente intelectual encabezada, en esta época, por los existencialistas Jean Paul Sartre, Boris Vian, Albert Camus, Ives Montand, Simone de Beauvoir entre otros. Se matriculó en la Universidad de La Sorbonne para estudiar derecho y filosofía, allí entró en contacto con obras de escritores franceses y europeos fundadores del pensamiento moderno. Así, Cerda fue uno de los primeros escritores chilenos en estudiar a los intelectuales europeos de la década de 1950, adquiriendo con ello una erudición que lo posicionó como el único autor con la capacidad de difundir tales ideas en Chile. Todo esto ayudó a forjar su orientación de ensayista, actividad que abordó con gran entusiasmo, pues esta forma literaria le permitió situarse en la contingencia y dejar constancia de su tiempo. De regreso en Chile, trabajó como columnista en distintos periódicos y revistas, colaboró desde 1960 en la revista semanal PEC, y en el diario Las Últimas Noticias, donde escribió ensayos sobre hechos históricos, literatura, cultura y contingencia chilena. Asimismo, en 1958, participó de un suplemento del diario La Nación llamado «La Gaceta». Por otra parte, en esta época formó parte del ambiente intelectual chileno, integrándose a discusiones literarias en cafés y en tertulias y dando charlas. En 1970 resolvió abandonar Chile y establecerse en Venezuela desde donde siguió enviando artículos para Las Últimas Noticias. Además trabajó en un suplemento literario de un periódico de ese país. En 1982 publicó su primer libro, La palabra quebrada: ensayo sobre el ensayo, en el que propuso un recorrido por la historia de este género, desde sus orígenes. En 1984, asumió la presidencia de la Sociedad de Escritores de Chile, cargo al que renunció el 3 de marzo de 1987, porque quería dedicarse por completo a la preparación de otros libros de ensayos. Ese mismo año, publicó Escritorio, un largo texto donde reflexionó sobre el oficio del escritor. En 1990, obtuvo la beca Fundación Andes para llevar a cabo tres proyectos de investigación en la Universidad de Magallanes (Umag): Montaigne y el Nuevo Mundo; Crónicas de viajeros australes y una completa bibliografía de Roland Barthes. Esta experiencia lo motivó a trabajar en la ciudad de Punta Arenas, donde había descubierto una escena literaria fecunda y una activa vida académica.Sin embargo, a los pocos meses de haberse instalado, en agosto de 1990, la Casa de Huéspedes del Instituto de la Patagonia, donde estaba alojado, sufrió un incendio que destruyó casi por completo su biblioteca personal y sus manuscritos próximos a ser publicados. Esta catástrofe le asestó un duro golpe del cual nunca logró recuperarse. Luego de sufrir un paro cardíaco a fines de ese mismo año, debió ser sometido a una intervención quirúrgica que, en definitiva, no resistió. Murió el 12 de agosto de 1991. Dos años después, los investigadores Pedro Pablo Zegers y Alfonso Calderón publicaron dos libros recopilatorios de sus ensayos dispersos en libros y revistas. Más tarde, el prólogo de Martín Hopenhayn a la última edición (2005) de Palabra quebrada; ensayo sobre el ensayo, marcó la reactivación de las lecturas e interpretaciones en torno a su obra, que vino a confirmar la publicación de Escombros: apuntes sobre literatura y otros asuntos, volumen de textos inéditos con edición y prólogo también a cargo de Calderón.
exactamente un individuo,
por Rubén J. Triguero
nueva columna de Martín Cerda
adelanto del nuevo libro de
Javier Payeras
Antología de cosas pasajeras
por Javier Payeras
de Henry David Thoreau,
leído por Rubén J. Triguero