Con motivo de la reciente festividad de las alasitas en Bolivia, que se celebra cada 24 de enero, recuperamos este texto de Giovanna Rivero donde las usa como excusa para reflexionar sobre la escritura. Además, con este texto penúltiMa le da pistoletazo de salida a dos semanas enteras de colaboraciones escritas por mujeres. Estaban tardando en llegar los textos salidos de manos femeninas y ya la revista se estaba quedando demasiado testosterónica. Pasen y gocen.
“¿Qué va a pasar cuando se agote esa veta, ese lugar de donde sacás todo?”, me pregunta una buena amiga, cuya relación con la literatura es absolutamente intuitiva, esporádica, digamos que casi obligada por el deber de la amistad: lee algunas cosas mías porque me quiere, para acompañarme, quizás también para llevarse algunas sorpresas si un día se siente narrada (como hoy, por ejemplo). “Yo no encuentro muchas cosas para contar en mi propia vida”, dice ella, “pero de pronto leo algo tuyo y veo que eso también me ocurrió a mí; no diría que te estás robando parte de mi vida… Entonces pienso que escribir sobre las cosas reales debe ser como descomponer ‘el último teorema de Fermat’”.
Con “cosas reales” y “parte de mi vida” mi amiga se refiere a los temas sobre los que escribo y que ella distingue como autobiográficos, pasando olímpicamente por alto todo lo que no guarda el menor parecido con la realidad y que porcentualmente ocuparía, qué, ¿un 90% de las palabras, de las descripciones, de los personajes? Ella viene de números y por eso me parece pertinente establecer un cuadro de barras en ese sentido. Pero lo poco que es “coincidencia” le es suficiente para marcarlo todo bajo la categoría dual de “autobiográfico” y “parte de su vida” (hay que decir que ella ve la autobiografía como el más peligroso y agresivo de todos los géneros).
De modo que le preocupa profundamente que un mal día, sentada yo con las garras petrificadas sobre el teclado, no encuentre ya nada que contar porque el patio de la imaginación de la infancia se habrá secado para siempre. “Vos volvés una y otra vez a ese tiempo, un día ya no vas a poder entrar”, me sermonea.
Su admonición ha surgido porque hemos estado conversando sobre la impronta afectiva que los oficios de los padres dejan en la memoria, en la educación sentimental de los hijos. Le he contado la historia de un maquillador de muertos que es todo un artista y que aprendió el oficio de su padre y este de su abuelo, y lo perfeccionó a tal punto que es considerado así, un artista. Le he contado cómo me gusta hundir mi cara en los cortes de tela cuando entro a una mercería, sobre todo si son esas telas tipo rayón, de textura espesa, me hacen recuerdo a mi abuela, a sus fabulosas piernas haciendo los cambios de velocidad en su máquina Singer.
También le he contado cómo una tarde, mientras escuchaba a mi padre hablar por teléfono sobre política, usando palabras enormes, difíciles, de una abstracción que humillaba los mosaicos del piso, me pregunté si un día yo podría hablar así, usar palabras semejantes, hacer de mis ideas una dimensión levitante. Le he contado que cada vez que visito una feria de Alasitas compro una parejita de novios, de esas que se ponen en las tortas de bodas, por la sencilla razón de que me recuerdan la voz grave de mi abuelo casando gente, seguramente apostando contra sí mismo –como en las partidas de “Solitario” con las que comenzaba su rutina de la tarde– cuánto amor, cuánta fidelidad, cuánto verdadero compromiso estaban en juego en los certificados de matrimonio sobre los que él estampaba su firma. “Esperá que este viernes hago un matrimonio”, me decía cuando yo iba de pedigüeña hasta su escritorio. Se entiende entonces que en el mercado de alasitas me compre parejas en lugar de billetes. Son amuletos más efectivos.
De modo que es justamente eso lo que le digo a mi amiga, que cuando se agote esa veta –la de la infancia y sus temas que se desenroscan como una víbora infinita capaz de cambiar de piel una y otra vez– voy a ir hasta la feria de Alasitas a comprarme temitas, personajitos, fetiches, el universo en miniatura, la vida completa a una escala que quepa en mi puño izquierdo. Ella ríe y disculpa mi histérica declaración de principios, tal vez porque recuerda que una de las cosas que nos encantaba hacer juntas era comprarnos la expresión física de los deseos más secretos, con la fe de que como que sea que antropológicamente o sobrenaturalmente opere la magia de las alasitas, la vida diurna iba a amoldarse a esos objetos mínimos, a inflarlos con la verosimilitud de la realidad, a materializarse en una reciprocidad simbólica perfecta. ¡Alicias en el país de las miniaturas!
Dice ella que, como estoy lejos y los muñequitos y demás existencias minúsculas todavía no se ofertan en Amazon, ella misma va a escogerme un elenco, que será como escribir por encargo. “Si te compro un gallito, escribirás sobre un gallo colorado”, ordena. “Si te compro un cholet, escribirás sobre un cholet”, sentencia. “Si te compro una calderita, un ábaco diminuto, una marranita pariendo, un torito, una virgencita, una navajita, escribirás sobre todo ello, escribirás con todo tu corazón”, me hace prometer mi amiga. Y en esa conminación ella pone en contacto su iconofilia matemática con sus ganas de reinventar este maldito tiempo.
Yo, por supuesto, se lo prometo; especialmente porque es ella y no yo quien ha abierto las compuertas de ese mundo, allí donde solo la fe –esa forma de desoír la voz del ego desconfiado y prestarle atención al puro deseo– hará posible que los cuerpitos de plástico, la abundancia de cera, las casitas de yeso, la extensa fauna de estuco pintado, los recién nacidos rosaditos y mínimos transmuten en cuentos. De ese modo, ella misma ha construido una respuesta a su inquietud: siempre encontraremos un puente para regresar a la zona del juego, ahí donde el discurso adulto se rinde, donde nada está agotado, donde los conflictos se resuelven y vuelven a enmadejarse, donde la subjetividad se desdobla y multiplica, ahí donde no actuamos desde el miedo, desde el control social o la mirada de toda una secta en nuestro propio mirar. Ahí donde podemos volvernos un poco dioses niños.
Ella no sabe, y yo no se lo digo por pura amorosa crueldad, que es su fe lo que hace tan “autobiográficos” mis textos. Su lectura llena de inocencia. Su pasión por los enigmas.

Giovanna Rivero nació en Santa Cruz, Bolivia, en 1972 y es autora de los libros de cuentos Contraluna (2005), Sangre dulce (2006), Niñas y detectives (2009) y Para comerte mejor (2015), además de las novelas Las camaleones (2001), Tukzon (2008) y 98 segundos sin sombra (2014). Participó en el Iowa Writing Programa en 2004, y en 2011 fue seleccionada por la FIL Guadalajara como uno de «Los 25 Secretos Literarios Mejor Guardados de América Latina». Es doctora en literatura latinoamericana por la Universidad de Florida.
Me encantó! Tiene la capacidad entregarnos una mirada nostálgica que muestra realidad envuelta en ternura.