La muerte del poeta norteamericano de origen serbio Charles Simic nos ha llenado de tristeza, porque por estos pagos lo considerábamos uno de los grandes poetas vivos. Tanto es así que hemos decidido recuperar algunas de las traducciones que realizó Antonio Jiménez Morato, el director de todo esto, durante los años en que vivió en Nueva York, cuando una de las primeras cosas que hizo fue suscribirse al New Yorker para buscar ansioso en cada nuevo número si había un poema o un texto de Simic inédito publicado allí con el que deleitarse. Acérquense a la poesía y a cada libro de este autor, no saldrán defraudados.

El lunático
El mismo copo de nieve
estuvo cayendo del cielo gris
toda la tarde,
cayendo y cayendo
y recogiéndose a sí mismo
del suelo,
para caer de nuevo,
pero ahora de modo más disimulado,
más cuidadoso
porque la noche se había acercado
para ver qué estaba pasando.
Circo del hombre
Malabarista de sombreros y granadas cargadas.
Acróbata, contorsionista, imitador,
Estatua viviente, funámbulo, escapista,
Ventrílocuo aficionado y lector de mentes,
Todo eso ejecutado sin que nadie repare en ti
Mientras paseas tranquilamente por la calle,
Compras el periódico en alguna esquina,
Te agachas para acariciar el perro de un ciego,
Y, al sentarte frente a tu mujer para cenar,
Sin atender a su cháchara sobre el tiempo,
Te concentras en el trapecio que hay en tu cabeza,
El movimiento furioso de los tigres en su jaula.
—William Dean Howells
Todos los escritores guardan algún secreto sobre el modo en que trabajan. El mío es que escribo en la cama. ¡Vaya cosa!, puede pensar. Mark Twain, James Joyce, Marcel Proust, Truman Capote y otros muchos escritores lo hicieron también. Vladimir Nabokov incluso guardaba tarjetas numeradas bajo la almohada para las noches en que no pudiera dormir y se sintiera inspirado. En todo caso, no he sabido de otros poetas que escribieran en la cama. Aunque, qué podría resultar más natural que garabatear un poema de amor con un bolígrafo sobre la espalda del ser amado. Es cierto, está Eith Sitwell, que supuestamente acostumbraba a tumbarse en un ataúd para prepararse ante el horror aún mayor de la hoja en blanco. Robert Lowell escribió tumbado en el suelo, o al menos eso leí en algún sitio. Yo mismo he hecho eso, ocasionalmente, pero prefiero un colchón y aunque suene extraño jamás me he visto tentado por un sofá, una chaise-longue, una mecedora o algún otro asiento cómodo.
Pero hay un motivo, que nunca le he confesado a nadie. Mi mujer lo sabe, por supuesto, y también todos los gatos y perros que hemos tenido. Algunos de ellos se han subido a la cama para siestear junto a mí, o para contemplar alarmados cómo me sacudo y me doy la vuelta, algunas veces chocando con ellos sin que lo pretenda, con las prisas de anotar algo en una pequeña libreta o en un cuaderno que sostengo. No soy de los que se sientan en la cama con un par de almohadas a su espalda y una de esas bandeja con patas que los sirvientes usan para servir a las ancianas ricas su desayuno en la cama. Yo me tumbo en medio de sábanas enredadas y mantas, hojas con notas y borradores desechados, libro que necesito consultar y partes de mi anatomía en distintos estadios de desnudez, con todo el aspecto, estoy seguro, de estar incomodísimo y haciendo el tonto, alguien que, si tuviera un poco de cabeza, se levantaría y cruzaría la habitación hasta el pequeño escritorio inmaculado salvo por el portátil plateado, delgado y elegante, que permanece cerrado sobre él.
“La poesía se hace en la cama como el amor”, escribió André Breton en uno de sus poemas surrealistas. Yo era muy joven cuando lo leí y me hechizó. Confirmaba mi propia experiencia. Cuando me arrebata el deseo de escribir no me queda otra opción que permanecer en posición horizontal o, si me he levantado horas antes, volver de inmediato a la cama. El silencio o el ruido me dan igual. En los hoteles uso el cartel de “No molestar” para mantener a las señoras de la limpieza alejadas de mi habitación. Aunque me avergüenza, a menudo olvido a propósito las visitas por la ciudad o a los museos para poder quedarme en la cama escribiendo. Lo que más me atrae es lo que tiene de prohibido. Ninguna escritura me resulta tan placentera como la que me hace sentir que hago algo que la sociedad desaprueba. Por razones que desconozco, soy más atrevidamente imaginativo cuando estoy echado. Sentado frente al escritorio no dejo de sentirme interpretando un papel. En este pequeño poema de James Tate podría decirse que soy tanto el mono como el doctor chiflado que realiza el experimento.
exactamente un individuo,
por Rubén J. Triguero
nueva columna de Martín Cerda
adelanto del nuevo libro de
Javier Payeras
Antología de cosas pasajeras
por Javier Payeras
de Henry David Thoreau,
leído por Rubén J. Triguero