Las relaciones son una fuente inagotable de historias, donde en buena medida metabolizamos nuestras experiencias y les otorgamos un sentido que posiblemente no tuvieron. O, de modo más humilde, son un detonante para la escritura. Así sucede con Carolina Tobar.

 

Mis relaciones pasadas me protegen del clima inclemente, le digo a mi abuela, mientras manejamos por los paisajes desolados del Midwest estadounidense. Mi abuela, no sé si me escucha, se mantiene alerta buscando ojos flotando en la oscuridad de la noche. ¿Qué tipo de ojos? pregunta, y le respondo, ojos negros, redondos, brillantes, de los que atraviesan las autopistas repentinamente. Mi abuela, después de tres meses, no puede más con la enfermedad que la paraliza y me pide que la lleve a dar un paseo.

Cosas que me dejó n: una sábana de franela con agujeros, un cobertor azul con un patrón de hojas, su suéter favorito, un libro de Keats con una dedicatoria, tardes lluviosas pasadas en una hamaca en la ciudad de México. En las noches en las que todavía pienso en él saco un cuaderno y hago cálculos sin sentido. Pienso en algoritmos ilógicos y en números imaginarios, en la raíz cuadrada imposible del negativo de uno. Escribo una lista de fechas trazando las últimas veces que hemos hablado, cuántos días de por medio, cuántos días hasta ahora, cuántos días entre ahora y el olvido, y lo grafico convirtiendo nuestras interacciones en puntos en un eje x, y—puntos que a veces uno con una línea para intentar darles sentido, como si se tratara de una constelación. Algunas noches me pongo su suéter favorito y me acuesto. Inmóvil bajo el peso de los cobertores y de las estrellas imagino que formo parte de algún tipo de rito fúnebre.

Antes de esto, mi abuela y yo nunca hablábamos. Lo que sé de ella es muy poco. Sé que lo dejó todo por amor o por un borracho mujeriego. Mi abuela repite las últimas tres palabras como un eco de mis pensamientos. Es un viaje largo y nos turnamos llenando con historias el silencio de las estaciones de radio vacías.

Una maleta llena de libros de Ezra Pound, unos tenis para jugar al fútbol que le quedaban pequeños, unos shorts de cuadros. Mi abuela permanece impermeable a mis lamentos. No sabe que ha sido un invierno duro en Nueva Inglaterra, algo que solo empeora ahora que dejamos atrás el estado de Nueva York y nos adentramos en el Midwest.

Mientras yo recuerdo intentando olvidar, mi abuela olvida intentando recordar, dispuestas, al final de este viaje, a coincidir en un momento de olvido, un momento en el cual trazarnos nuevos horizontes, con un pedazo de tiza blanca con el que ella todavía sueña.

Piensa que conoció a mi abuelo un día. . . entre esos y sus seis hijos. . . mi abuela intenta ahuyentar los recuerdos con las manos. Después de varios meses en fisioterapia logra hacer, con mucha concentración, que sus dedos tiemblen.

Como epígrafe para una carta de despedida para n, transcribo versos de Juan José Lora y Xavier Abril. “En la mirada de un poema moderno, nos hemos amado, sí” y “El amor, cuando no se realiza, se va en un barco, solo en silencio”.

La poesía, me dice mi abuela citando a Auden, no hace que nada suceda.

Un viernes mi abuela ve a mi abuelo desaparecer en la oscuridad de la noche. Lo ve caminar entre los arbustos del jardín hasta que las luces de la casa no lo iluminan más. Después del nacimiento de su tercer o cuarto hijo, las desapariciones se vuelven primero más frecuentes y luego rutinarias. Aunque mi abuelo no se llevara nada con él en esos paseos, verlo desaparecer entre los arbustos siempre le causó a mi abuela un sentimiento de falta.

Le cuento a mi abuela sobre la película que por mucho tiempo creí francesa pero que en realidad es canadiense. Esa película en la que separan a dos niños autistas que se aman desde el primer momento en que se ven. Escucho sus gritos, al ser separados, en las estaciones de radio vacías. Mi abuela dice no escuchar nada.

Mi abuela no está segura si los niños, cuyos nombres no recuerda pero para quienes debía comprar regalos todas las navidades, eran en realidad primos lejanos.

Pienso en los puntos de mis gráficas a los que intento dar algún sentido y en la osa mayor. La veo por primera vez unas semanas atrás con l, acostados en una azotea después de hacer el amor de forma imaginaria. En momentos como ese en los que estamos cerca y en silencio, cuando nuestros brazos o manos se rozan accidentalmente a causa de algún movimiento repentino, nos deseamos sin ninguna consideración. En esas ocasiones y cuando uno de los dos sale con alguien más. Es solo en los ojos de un tercero donde nuestro deseo termina de manifestarse, o en el caso de esa noche, en los puntos de la constelación.

Mi abuela no cree en mis dibujos imaginarios. Me pide que visualice la vida que se había trazado como si hubiera agarrado un pedazo de tiza, y con intenciones de dibujar un horizonte estrellado—mi abuela mira hacia el frente, la noche—o una rayuela que fuera de la tierra al cielo, hubiera terminado trazando un pequeño círculo blanco a su alrededor.

Algunas veces reconstruyo las noches que pasé con n. Nos conocemos en una fiesta en la que le explico a n que odio la canción que está sonando en ese momento porque me la dedicó k. n me cuenta sobre su ciudad natal, Londres, y sobre la noche en que sus padres, un psicoanalista inglés y una psicoanalista italiana, se conocen de manera accidental en un estreno de Manhattan. Mi abuela no comprende la relevancia de esto último. Le digo que en realidad n no me habla de sus padres esa noche, y que no recuerdo casi nada de lo que hablamos—solo sé que le digo que nos encontremos durante la semana porque mientras hablamos k me escribe, y aunque estoy dispuesta a olvidarlo, me encierro en el baño y le respondo.

Paramos a la orilla del camino. Mi abuela aún no ha recuperado la movilidad del todo y necesita que la ayude a hacer sus ejercicios y a estirar las piernas. Estiro y doblo una pierna varias veces, después de masajearla, y luego repito lo mismo con la otra. Aprovecho la parada para tomarle una foto a las estrellas, pero mi cámara no puede mantener el lente abierto el tiempo suficiente para capturar la luz y solo capturo la oscuridad.

Mi abuela me dice, sentada en su silla de ruedas, mirando sus piernas inmóviles, que la nada debe ser lo más completo posible.

Cuando conozco a k, me repite su nombre tres veces y me besa el cuello. Es febrero y estamos bailando en una fiesta en un sótano. Esa noche bailo con k porque estoy enamorada de l, pero l no está seguro si siente algo por mí o por una chica ruso-canadiense que nos acompaña.

Mi abuela no puede recordar el nombre de mi abuelo.

Acostados en la cama del apartamento de la profesora de teatro que alquilamos ese verano—un apartamento lleno de maniquís y de sombreros clavados a la pared—n y yo hablamos sobre lo que sucederá en tres semanas cuando vuelva a Europa y ya no podamos estar juntos. Nuestra discusión concluye pronto, minutos después, sin decidir nada.

Mi abuela permanece inmóvil en su círculo de tiza metafísico y decido contarle mis sueños:

  1. Acostados boca arriba sobre la hierba afuera de un aeropuerto, l y yo miramos los aviones despegar.

Después de romper con n, paso un mes tejiendo una bufanda rosado fosforescente. Planeo ponérmela en las noches oscuras de invierno que en esa época empiezan a las cuatro de la tarde. La llevo puesta ahora que viajo con mi abuela, encima del suéter azul que me dejó n y del impermeable que me prestó k una mañana de lluvia en la que tuve que irme de su casa temprano.

  1. Una noche, después de leer Curso de lingüística general, sueño que Saussure me ayuda a entender mis emociones. Mi tristeza, me explica, solo existe en relación a lo que no es, en relación a las emociones cambiantes que la rodean. Es solo a través de mi tristeza, me repite, que puedo definir mi felicidad.

k insiste en colocar el polvo sobre mi cuerpo. Le alcanzo un libro de Kandinsky tirado en la alfombra muy cerca de nosotros. Es mi primera vez y tengo preguntas. k más que explicarme me repite el mismo nombre del acto, como si la acción de inhalar, y lo es, fuera algo tan normal como respirar.

Le digo a mi abuela que quizás tengo esta idea tan extraña porque una noche n me dice que a veces la única forma de olvidar las cosas es contándolas.

Mi abuela confiesa haber sentido algo por un profesor de literatura que a veces

llegaba a la tienda de sus padres.

k fabrica un tubo delgado con un billete que me hace pensar en los telescopios de papel que hacía cuando era niña. Aspira la primera línea. Respiro a través del tubo, imaginando que lo que inhalo no es el polvo sino los círculos de colores de la portada del libro. Me sirvo más vino, sin saber que pronto sentiré el brillo de las páginas.

Una noche n me dice estou apaixonado de você y me cuenta que aprendió portugués viajando por Lisboa. Pienso que puede que a sus palabras las dominen cognados falsos de lenguas que habla con más facilidad, como el italiano, su lengua materna, o el español, que practica por temporadas desde hace varios años. En ese contexto no entiendo si apaixonado quiere decir apasionado o enamorado. Meses después pensaré que habremos construido un malentendido desproporcional al tamaño de esa palabra.

El sentimiento que busco replicar ahora que n y yo ya no estamos juntos lo tengo la noche de nuestra única pelea, cuando n no quiere que vea a k, pero me encuentro con él de todas formas. A dos casas del apartamento donde n duerme, me siento sobre una baranda junto a k. Le confieso que no estoy segura si quiero estar con n. Hacemos planes de encontrarnos en un hotel en el centro al día siguiente y colocar pequeños cuadrados de papel con ácido bajo nuestras lenguas.

Una tarde mientras atiende el mostrador en la tienda de sus padres, mi abuela le comenta al profesor de literatura que no sabe qué regalarle a sus hermanos esa Navidad. El profesor de literatura naturalmente le contesta que libros. Mi abuela no está segura si eso fue antes o después de que empezaran a encontrarse con regularidad en un café para discutir los libros que él le recomendaba.

Pensando en nuestra relación y en que n viajó conmigo de Nueva Inglaterra a México después de pasar solo dos días juntos, recuerdo una expresión francesa.

Mi abuela me dice que los relámpagos son una metáfora con potencial.

A la tarde siguiente no me reúno con k. Paso mi última semana con n leyendo un libro sobre LSD y pensando en nuestra relación de verano como una serpiente que se devora a sí misma, como un deseo que es y prefigura su propio malentendido.

Mi abuela se aburre de escuchar mis sueños. Le pregunto por los suyos, y dice no recordar más que uno, recurrente ahora en su vejez. Le pido detalles pero me describe una sensación. Me dice que imagine un pizarrón negro lleno de números y fórmulas escritas en tiza blanca, fórmulas que le causan una desesperación profunda. Sentada frente a ellas, en su silla de ruedas con un borrador en una mano y un pedazo de tiza en la otra, lo único que puede hacer es mover las pestañas.

Veo una película danesa que no me causa impresión excepto por un par de escenas. En una de ellas, una joven de catorce años le cuenta a dos hombres sobre un viaje que hace a Skagen con su madre. Paradas en la playa junto al mar, la madre le explica que a la derecha se puede ver el Mar Báltico, a la izquierda el Mar del Norte y, justo en medio, el lugar en el que los dos confluyen. Estos mares ilustran una relación perfecta, a pesar de que se juntan nunca se pierden el uno en el otro. Esa misma noche mientras intento dormir pienso en el Océano Atlántico, el cuerpo de agua que nos separa a n y a mí después de su vuelta a Italia, y en cómo nunca tuvimos oportunidad. En su inmensidad, como si se tratara de un hoyo negro, el océano nos termina absorbiendo a ambos.

Mi abuela me responde que hay más agua que peces en el mar.

Las historias de mi abuela sobre mi abuelo y el profesor de literatura me confunden. Siempre pensé que mi abuelo, antes de heredar la finca de sus padres, había sido profesor de literatura. No sé si mi abuela miente (a propósito o sin querer) o si intenta reconciliar dos partes posiblemente irreconciliables de una misma persona. O si quizás fue mi madre quien me mintió, intentando reconciliar la historia de dos hombres en una.

Le confieso a mi abuela que por algún tiempo experimento algo similar, tratando de reconciliar dos partes de una historia que no tienen sentido juntas: el verano que paso con n y el silencio, parecido al ruido de las estaciones de radio vacías o a los gritos de los niños autistas, de los meses posteriores a su partida.

Algunas veces me pregunto si es posible amar a alguien de la forma en que se aman los niños autistas en la película canadiense. Se lo pregunto a l, quien nunca responde a mis preguntas. Caminamos bajo la lluvia, bajo su paraguas roto, manteniendo la ilusión de que así estamos más secos de lo que lo estaríamos en la ausencia completa de un paraguas.

Le pregunto a mi abuela si extraña a mi abuelo ahora que ha muerto, y si piensa que algún día deje de pensar en n. Mi abuela ronca, pero a través de sus ronquidos escucho música. La voz del locutor de la estación de radio que anuncia la hora la despierta, y me dice que los pájaros nunca le recuerdan nada. Es de día y una banda de golondrinas se pierde en el horizonte, quizás en camino a una ciudad lacustre o quizás, como nosotras, trazándose un camino más allá de él, más allá de n, k y l, y del círculo de tiza en el que por muchos años permaneció encerrada mi abuela, como un eje z que le agrega otra dimensión al x, y.

 

Carolina Tobar

Carolina Tobar (Guatemala, 1989) obtuvo un B.A. en creative writing y francés en Loyola University, New Orleans. Es doctora en Estudios Hispánicos por Brown University, donde escribió una tesis sobre narrativas latinoamericanas del siglo XXI y su conexión con las artes visuales. Actualmente vive en New Orleans y enseña clases de español en Tulane University.

Poe y compañía es la sección dedicada a la ficción  en penúltiMa. Por necesidad un relato colgado en la web no debe ser muy largo, y eso nos recuerda a la unidad de impresión de la que habló el iniciador del cuento literario moderno. No nos parece mala cofradía para unirse a ella.

La imagen que ilustra el texto es del fotógrafo Pau Buscató, su trabajo puede apreciarse en su web www.buscato.net