En el circo Vladivostok, hace años que desaparecieron los animales de escena, aunque su olor acre y fantasmal permanece en la pista. Al acabar el verano cierra sus puertas, pero Anna, Nino y Anton se quedarán en el recinto desierto hasta la siguiente temporada mientras preparan un número para la competición internacional de Ulán-Udé, con el objetivo de realizar cuatro triples saltos mortales sin bajarse de la barra rusa. Si Anna no consigue confiar en sus porteadores al saltar, corre el riesgo de caer y no volver a levantarse jamás. La suya es una pasión no exenta de peligro. Esta es la sinopsis de la tercera novela de la narradora franco-coreana Élisa Shua Dusapin, que, del mismo modo que sucediera con la primera, Un invierno en Sokcho, ha logrado aunar a público y crítica galos para, de este modo cimentar la trayectoria de esta joven narradora. Agradecemos a Alianza Editorial la gentileza de permitirnos compartir este adelanto con nuestros lectores. Salgan con nosotros a disfrutar de lo que sucede en la pista del Circo de Vladivostok.
Me parece que no me esperan. Por enésima vez, el portero revisa la lista de las personas autorizadas. Acaba de acompañar a la salida a un grupo de mujeres con moño, fortachonas y de ojos rasgados. Detrás de la reja puedo ver la cúpula de cristal, la piedra marmolada bajo los carteles de la temporada. Vuelvo a decir que soy diseñadora de vestuario. El portero consulta un monitor. No entiende el inglés, me digo una vez más para serenarme. Me siento sobre la maleta, intento llamar a mi contacto, un tal Léon, el director escénico. Me entra la risa nerviosa. Al teléfono solo le queda un tres por ciento de batería. Mientras me alejo para buscar un lugar donde recargarlo, me llama un hombre desde el interior del circo. Viene hacia mí, sujetándose las gafas. Su cuerpo alargado contrasta con el de las mujeres con las que me crucé antes. Le echo unos treinta años.
—Lo siento mucho —exclama en inglés—, no te esperaba hasta la semana que viene. Soy Léon.
—¿No habíamos dicho a primeros de noviembre?
—Pues sí. Soy yo, que no me entero.
Rodeamos el edificio hasta llegar a un pequeño patio separado del océano por una valla de madera. Se ve el litoral entre las tablas. Hay unos farolillos enroscados en un árbol. Una caravana destaca junto a unas mesas de hierro fundido, hay platos sobre las mesas, a modo de ceniceros o manchados de salsa de tomate. Sobre las sillas, ropa de deporte y de encaje hecha un ovillo.
Léon me acompaña por un oscuro pasillo en arco de círculo. Me traduce los carteles clavados en las puertas: administración, acceso al escenario, acceso a la trasera de la pista. Las habitaciones y los vestuarios están en el primer piso. Arriba del todo, bajo la cúpula, el comedor. Llegamos al pie de una escalera. Me pide que le disculpe un momento, va a buscar al director, que está comiendo. Sube corriendo.
Desde arriba, un gato blanco, casi rosa, me mira fijamente. Le tiendo la mano. Se acerca. Ese color extraño es el de su piel. Casi no tiene pelo. Se restriega por mis piernas. Me pongo de pie, un poco asqueada.
Léon vuelve acompañado de un hombre de unos cincuenta años, pelo platino, que me da la mano firmemente. Léon traduce según hablo. El director lamenta muchísimo el malentendido, risa breve, he llegado un poco antes, claro, pero no me va a mandar de vuelta a casa, ya que estoy tan lejos, es un honor recibir a un joven talento europeo del vestuario escénico. En ese momento, el Vladivostok Circus está con su gran espectáculo de otoño. Hasta el cierre invernal, al final de la semana, me invita a ver todas las funciones que quiera. El único problema es el alojamiento: todas las habitaciones están ocupadas por los artistas. Podré instalarme cuando se vayan.
Me esfuerzo por sonreír, digo que me las arreglaré. El director da unas palmadas y dice que perfecto, que pida lo que necesite.
No espera mi respuesta para encerrarse en su despacho. Le doy las gracias a Léon por la traducción. Se encoge de hombros. Es canadiense y ha sido profesor de inglés. Puedo contar con él. Aprovecho para compartir mi preocupación: acabo de terminar los estudios, he trabajado en el teatro y en el cine, pero nunca en un circo. Lo sabía, ¿no? Por cierto, no estoy segura de haber entendido bien. ¿Cómo haremos si los artistas se van cuando termine la temporada? Léon asiente con la cabeza. Efectivamente, no está muy claro. Normalmente todo el mundo se va, los artistas se dispersan por los circos de Navidad. Sin embargo, el trío de la barra rusa, con quien vamos a trabajar, le ha pedido permiso al director para preparar su próximo número en el Vladivostok Circus sin pagar alquiler y, a cambio, actuarán en el próximo espectáculo de primavera.
—Anton y Nino son unas estrellas —precisa Léon—. Para el director, es un buen acuerdo. No estoy muy seguro de que lo sea para ellos, pero así son las cosas.
Hago como que estoy convencida, sin dejar de intentar entender lo que me separa de los ambientes circenses. Lo único que sé del trío en cuestión es que es famoso por un número titulado Black Bird, en el que Igor, el volatinero, hace cinco triples saltos mortales en la barra rusa. Estuve haciendo averiguaciones antes de salir y descubrí la existencia de este artefacto de unos tres metros de largo y veinte centímetros de ancho, que se apoya en cada extremo en el hombro de un porteador, sobre el que el tercer miembro del equipo hace volatines. Es una de las disciplinas más peligrosas, pues el acróbata trabaja sin red.
—¿Has diseñado el número con Igor? —pregunto. —¡Oh, no! No lo conocía antes del accidente.
—¿El accidente?
—¿No lo sabías? Hace cinco años que no salta. Ahora hay una nueva. Anna.
Me dice que se ha marchado a la ciudad con Nino, pero Anton está en su cuarto, me lo puede presentar ahora o mañana, después del espectáculo. Digo rápidamente que mañana estará bien.
—Sí, quizá sea mejor. Anton entiende cualquier idioma, pero apenas habla inglés.
Los espectáculos han terminado por hoy. Tiene que recoger. ¿Quiero ir con él? Le digo que estoy cansada, llevo el equipaje, tengo que encontrar hotel. Barre el aire con un gesto de la mano. Me va a ayudar con todo eso.
En la salida de artistas, un olor animal, ligeramente agrio, viscoso, me invade la nariz. Hay restos de paja por el suelo. Los muros están sucios. Parece un establo con paredes de terciopelo, pero en lugar de caballos hay aros, varillas de metal, bolas de madera que me llegan a la cintura, marañas de cables y drones con forma de avión, sombreros de lentejuelas colgados de unos ganchos. Léon tira de una cuerda y se descorre el telón.
Avanzo por la pista. Está cubierta con una alfombra. Arrugas, talco y restos de agua hablan del espectáculo que acaba de terminar. El espacio es más pequeño de lo que parece desde fuera. Como mucho, cuatrocientas plazas. Las gradas son rojas, también de terciopelo. Hay una plataforma sobre la entrada de artistas, con seis sillas, atriles, tambores, contrabajo. Es donde se pone la orquesta.
—¿Necesitas que te eche una mano? —pregunto a Léon, que sube por una columna para descolgar el trapecio.
No me contesta, me quedo aliviada. No me veo subiendo tan alto. Un proyector se tambalea con sus movimientos e ilumina un desgarrón en el toldo, sobre las ventanas. Se puede ver un trozo de cielo. Me asombra la noche, las estrellas. Solo son las seis de la tarde. Ahora Léon está enrollando la alfombra.
—¿Puedo hacer algo? —repito.
Sacude la cabeza, tenso por el esfuerzo. La tierra batida liberada del plástico engorda los olores, como si todo viniera de aquí, de animales agazapados, aplastados por nuestros pies.
—Huele fuerte…
—¡Quieres decir que es un asco! —exclama Léon.
Dice que cuando llegó, hace siete años, el circo ya no trabajaba con animales, pero el olor no se disipa. Nadie sabe por qué.
—En invierno no huele tan fuerte, pero en verano es terrible con el calor, los proyectores, el público.
Echa un vistazo a su alrededor antes de añadir en voz baja:
—Sobre todo, creo que nunca han limpiado a fondo…
Se mete por la salida de artistas. Las luces se apagan. Antes de reunirme con él, me vuelvo hacia la pista. Un rayo de luz procedente de una farola entra por el desgarrón. Hace amarillear las tribunas, lo envejece todo un siglo. La luz acaba tropezando con el contrabajo. Tumbado de lado, parece que está esperando, harto de desgañitarse, con el arco atravesado sobre las caderas, a los espectadores del día siguiente.
Léon me ha encontrado un hotel en el centro de la ciudad, a dos kilómetros del circo, frente al puerto y a la estación. Un edificio de la época soviética, pasillos interminables, habitaciones inmensas, paredes color salmón. Hay naturalezas muertas enmarcando las ventanas. Subo por las escaleras de emergencia para conocer el camino en caso de avería del ascensor. Veo el vaivén de ferris que van a Japón, China, Corea y los trenes que comunican con San Petersburgo y Moscú, nueve mil kilómetros al oeste, en seis días.
Deshago la maleta, doblo la ropa. No llevo muchas cosas, lo que más ocupa son las botas de invierno, el jersey y el peto de pana. Hago un inventario de mis herramientas de trabajo: retales, hilo, agujas, juego de tijeras, cola, pintura, maquillaje y mi máquina de coser más ligera para el viaje. La dejo en la funda. No tengo mesa en la que ponerla. Al contrario de lo que decía en internet, tampoco hay una nevera. Es incómodo, porque me quedaré un tiempo aquí, pero lo prefiero al circo. La idea de compartir mi intimidad con desconocidos me preocupaba.
Bajo la ducha, examino la placa de psoriasis de mi nuca. Empezó a salir con la entrega del proyecto de fin de carrera, a comienzos del verano, pero parece que se acentúa. Me dejo caer en la cama con el pelo mojado y veo algunos vídeos de barra rusa. Los porteadores tienen los brazos en cruz sobre la barra, el cuerpo tenso, inclinado hacia delante, la cabeza erguida mirando al acróbata. La imagen del teléfono es de mala calidad, la red va lenta. Los gestos son mecánicos, parecen insectos humanoides retorciéndose. Me informo sobre esta Anna. En la web del Vladivostok Circus dice que viene de Ucrania. A los dieciocho años fue campeona de trampolín, antes de distinguirse con la barra rusa como una de las tres atletas femeninas capaces de dar cuatro triples mortales. Tenemos la misma edad. Veintidós años.
Apago la pantalla con un nudo en la garganta. De repente, los tres próximos meses me parecen una eternidad.
El olor a azúcar ha sustituido al de los animales. Me he instalado en la última fila. Una columna me oculta la pista. Si me inclino a la derecha, la veo mejor. Mi sitio era mejor, pero lo he cambiado con un niño cuya madre quiso regalarme sus palomitas para darme las gracias. No las quise aceptar porque el niño se puso a gritar.
El desfile comienza con los primeros acordes de la orquesta. Cuento unos treinta artistas. La mayor parte de los trajes hacen referencia a las tradiciones rusas y chinas, a la Edad Media occidental, monarquía, religión. Hay payasos disfrazados de arlequín. Mucho cliché, me parece. Números de malabarismo, contorsionismo, fuerza. Las chicas asiáticas forman pirámides humanas sobre las bolas que vi entre bas- tidores. La más joven, de pie sobre los hombros de otra, no parece tener más de doce años. Pierde el equilibrio varias veces, pero la sujetan in extremis las que están en el suelo. No deja de sonreír, incluso cuando se está cayendo. Luego viene un trapecista. Como único apoyo, cabeza abajo, muerde una pieza fijada al trapecio y gira haciendo círculos concéntricos, con las piernas y los brazos abiertos.
Estoy esperando el número de la barra rusa.
En el descanso, el público se abalanza sobre los mostradores que venden golosinas. Yo me quedo a un lado, en el pasillo. Me desorienta porque forma una curva. Intento comprender las fechas de los carteles dispuestos en orden cronológico. Empiezan en 1919, con un gabinete de curiosidades. Enanos, mujer barbuda, Hércules, tragafuegos. Muchos animales, osos, tigres, elefantes. Mediados de siglo. Caballos enjaezados para el desfile, payasos de nariz roja. Bailarinas orientales en 1987. Sonrisas tontas. Envueltas en un efecto de humo como alegres muertos ingrávidos. Los miro todos y vuelvo al punto de partida, drones y tecnologías del siglo XXI, pero colores tan pasados como en 1919. Entiendo que no es la obra del tiempo, sino la voluntad del grafista. Los carteles más envejecidos deben de ser también de este año.
El número de la barra rusa abre el segundo acto. Reconozco a los porteadores que vi en el teléfono. Anton y Nino. Entran vestidos de piratas. Anna lleva un vestido desgarrado. La cautiva que intenta liberarse. Alternan figuras en la barra y coreografías en el suelo. El conjunto va desfasado con la orquesta. No entiendo si es la música que acelera o ellos que van muy lentos. Es como si Anna tuviera que apresurar los saltos para mantener el ritmo. Estoy incómoda. Me tenso cada vez que toma impulso, se eleva hasta el punto de suspensión que la congela un instante, antes de volver a caer y saltar de nuevo, cada vez más alto. Acaba alcanzando los seis o siete metros. Por fin se calla la orquesta. El trío saluda.
Aplausos. Anna se sube de nuevo a la barra. Redobles de tambor. Los porteadores afianzan su posición. Anna alza los brazos, su mentón se yergue orgulloso y sale volando para un último salto mortal que termina en tirabuzón. El público aplaude más fuerte. Quizá ha dado una vuelta más, no he conseguido contarlas. Una vez terminado el número, ya no me puedo concentrar, pero me quedo hasta el final, por si alguien me pregunta mi opinión.
Léon está en el patio, con los porteadores, vestidos pero desmaquillados. El más joven, algo mayor que yo, es treinta centímetros más alto. Sus rizos de ángel contrastan con su cuerpo de atleta. Me dedica una gran sonrisa:
—Qué bien que hayas venido. Me llamo Nino. Él es Anton.
El otro, más fuerte, el busto como un menhir, podría ser su padre. También me sonríe, sus cejas se levantan, excavando en la frente una expresión feliz y triste al mismo tiempo, que se acentúa cuando los felicito por el número.
—Anna se ha ido a descansar, pero se reunirá con nosotros esta noche —dice Nino—. Estará encantada de conocerte.
Mira a Anton para que confirme, sin resultados.
—Bueno —dice Léon—, me pongo a recoger. Nos vemos en el comedor.
Le miro alejarse, nerviosa.
Baldosas verdes, mesas metálicas, ruido de cubiertos. Los fluorescentes le dan a la cúpula el aspecto de una pajarera.
Hacemos cola entre los artistas. En las bandejas, todos los platos llevan cosas blancas, líquidas como la besamel, granulosas como el arroz y la sémola o lisas como el puré de patatas. Muchos llevan cerveza.
—Hunger? —pregunta Anton dándose golpecitos en la tripa.
Nos sirve una joven regordeta de aspecto mortecino. Elijo algo que se parece a pasta con queso, con una cerveza. Nino suspira, sirviéndose un zumo. No bebe cuando está trabajando y Anton lo ha dejado hace tiempo. Dejo la lata tartamudeando, porque detesto la cerveza, solo quería parecer desenvuelta.
Elegimos una mesa lejos del mostrador. Pregunto cómo es la vida aquí. Es la primera vez que están en Vladivostok. Hace dos meses que han llegado. Dos semanas de preparación, seis semanas de espectáculo, dos funciones diarias de miércoles a domingo. Me asombra el número de funciones.
—Casi siempre está lleno —dice Nino—. El Vladivostok Circus es el más grande de la región.
Me cuesta imaginar tanto público. Nino prosigue. Un día de trabajo se levantan a las ocho, desayunan, se entrenan en la pista, media hora para cada número, luego esperan, calientan, primera función, comida ligera, espera, calentamiento, segunda función, comida, descanso.
—¿Se entrena tan poco?
—Solo son entrenamientos de mantenimiento. Corregimos cosillas, hacemos ajustes para la función siguiente. Dos al día es mucho. No podríamos hacer más. El trabajo de verdad comienza este otoño, contigo.
Me explica que se preparan para uno de los festivales internacionales de circo más importantes, que este año se celebrará en Ulán-Udé, en Siberia, en algo más de seis semanas, justo antes de Navidad. Anton y él ganaron allí un premio hace tiempo, con Igor. Es la primera vez que compiten con Anna.
—¿Hace cuánto tiempo que trabajáis juntos? —pregunto. —Con Anna solo hace un año.
Mira a Anton:
—Con él, diecinueve años.
Nino se ríe al ver mi cara perpleja.
—Tenía ocho años cuando empecé.
Anton rezonga, con la cabeza gacha. Nino sigue riendo: —Es consciente que explotaba a un chaval, ahora sería imposible, pero yo estoy aquí gracias a él. Le parece normal que el nivel baje entre los niños, pues ya nadie se atreve a entrenarlos. Felizmente, en Rusia sigue habiendo excepciones.
Anton viene de la región del lago Baikal, Nino viene de Alemania. Sus padres son propietarios de un circo en el norte, en Bremen. A los siete años, lo inscribieron en la escuela de circo de Moscú. Se habían enterado de que Anton dejaba de trabajar en pareja con su esposa y empezaba a entrenar a niños acróbatas. Nino fue uno de sus primeros alumnos. Finalmente, montaron un número acrobático de fuerza y Anton volvió a salir de gira, primero con el circo de los padres de Nino. Llamaron la atención y Nino pudo obtener una beca y abandonar la escuela. A los catorce años, ya pesaba mucho para Anton, pero su buena relación y el conocimiento que tenían el uno del otro les permitieron reconvertirse en la barra rusa, con Igor, apenas más joven que Nino.
—Arrancamos realmente con Igor —apunta Nino—. Estados Unidos, Canadá, Europa, Rusia, China. Trabajamos en todas partes.
Anton se levanta de repente, dice que la comida está sosa y va a buscar unos pepinillos. Nino me mira, desolado:
—Y llaman a esto restaurante…
Le digo que no me molesta, me trae recuerdos de mi infancia, estuve viviendo aquí de pequeña.
—¿Sí?
—Justo después de la apertura de la ciudad a los extranjeros. Mi padre era científico, trabajaba en la universidad.
Nos interrumpe la llegada de Léon, seguido por Anna, con chándal de terciopelo y los pómulos rosados, muy marcados. Me impresiona. En la pista me pareció muy delgada, mucho más espigada que yo. En realidad, uno solo de sus muslos es casi tan ancho como los dos míos. Piernas, busto y cuello duros. Solo sus brazos parecen mullidos, casi repletos, como un remanente de feminidad fuera de control.
—Queso —le dice a Nino, señalando nuestros platos con la barbilla—. Me da acidez, ya sabes.
—Nathalie quería probar —dice Nino—. Hay otras cosas.
—Ah, ha llegado.
—Se llama Nathalie —precisa Léon.
Anna me dedica una sonrisa exagerada. Tiene unos dientes preciosos. Los delanteros muy rectos y ligeramente separados en los lados. Su blancura destaca bajo la luz quirúrgica.
—¿Hasta cuándo te quedas?
Anton vuelve con un tarro de pepinillos. Me siento intimidada por la voz de Anna. Esas voces algo roncas en las mujeres me dan envidia. Mi contrato dura hasta final de año, pero digo que da igual, porque me parece que cuanto más corto, mejor le parecerá. Y para evitar que los otros piensen que no me implico, añado que depende de ellos, me puedo marchar después del festival y reunirme con mi padre para Navidad, pero también me puedo quedar, me gusta pasear, me gusta caminar, soy de buen conformar, soy una persona fácil, bueno, eso creo. Y me callo. Estoy hablando a tontas y a locas.
—Escucha, Léon —dice Nino—. Nathalie conoce la ciudad mejor que tú, se ha criado aquí.
Le corrijo, porque solo he vivido aquí dos años, de los seis a los ocho. Tengo muy pocos recuerdos. Mi padre y yo llegamos de París justo después de fallecer mi madre de una enfermedad pulmonar. Mi padre es ingeniero físico. Estuvo dos años dando clase aquí, en la universidad, antes de darse cuenta de que prefería los laboratorios a las aulas. Después de Vladivostok, trabajó en San Francisco, Chicago. Ahora colabora con la NASA. Se quedó en Estados Unidos y yo me volví a Europa hace mucho, a estudiar en un internado francés, y luego entré en una escuela de alta costura en Bélgica, especializándome en vestuario escénico al final de mis estudios.
—Tuve una niñera aquí. Una profesora de francés jubilada. Se llamaba Olga.
Léon me pregunta si volví después. Niego con la cabeza, seguramente falleció, era muy mayor y mi padre no mantuvo el contacto con ella. No contesto directamente, pero en realidad estoy explicando que mi presencia entre ellos se debe menos a mi voluntad que a las circunstancias, buscaba trabajo para el otoño, uno de mis profesores conocía al director del circo de Vladivostok, que le había hablado del trío que buscaba a alguien para el vestuario, así que mi profesor me recomendó. Léon se puso en contacto conmigo y aquí estoy, concluyo levantando las palmas de las manos para representar el azar.

Nacida en Corrèze en 1992, de padre francés y madre surcoreana, Élisa Shua Dusapin se cría entre París, Seúl y Porrentruy. Su primera novela, «Un invierno en Sokcho», ganó numerosos premios, entre ellos el Robert Walser, el Alpha y el Régine Desforges, así como el Revelación de la SGDL, y fue traducida a seis idiomas.
exactamente un individuo,
por Rubén J. Triguero
nueva columna de Martín Cerda
adelanto del nuevo libro de
Javier Payeras
Antología de cosas pasajeras
por Javier Payeras
de Henry David Thoreau,
leído por Rubén J. Triguero