Poco después de la medianoche, Teena Maguire y su hija, Bethie, de doce años, caminan por un sendero mal iluminado que discurre por un parque casi desierto a esas horas. Regresan a casa tras haber celebrado la festividad del Cuatro de Julio en compañía del novio de Teena y unos amigos. Cuando les quedan apenas cinco minutos para llegar, unos jóvenes las cercan y, tras hostigarlas y agredirlas, arrastran a Teena al interior de una caseta en la que se guardan barcas, la violan y la golpean brutalmente. Bethie, que ha logrado huir de los agresores y ocultarse en un rincón de la caseta, oye aterrada lo que le hacen a su madre. Gracias al testimonio de las víctimas y a las pruebas forenses, la policía consigue identificar a algunos de los participantes en la violación, todos ellos vecinos de Niagara Falls, la localidad del estado de Nueva York en la que está ambientada la novela. Varias semanas después de la agresión, Teena, aún no recuperada del todo de las graves lesiones sufridas, y Bethie testifican en la audiencia previa al juicio, en la que el abogado principal de los acusados, avezado y carente de escrúpulos, logra que se ponga en duda la versión de las víctimas. Una parte de la población de Niagara Falls y algunos de los medios de comunicación que siguen el caso empiezan a dudar de que Teena haya sufrido una agresión sexual. John Dromoor, uno de los policías que atendieron en primer lugar a Teena y a Bethie, asiste con estupor y rabia al giro que toma el caso. Gracias a la cortesía de la editorial que lanza esta nueva traducción de esta novela a cargo de Pepa Linares, y con ilustración de cubierta de Elisa Arguilé para redondear la excelencia, ponemos a disposición de nuestros lectores el inicio de esta intensa historia, que no deja a nadie indiferente, ni siquiera a Gore Vidal o a los que lo citan fuera de contexto, y mucho menos a los siempre inquietos lectores de penúltiMa.
Se lo tenía merecido
Después de que la violaran en grupo, le dieran de golpes y de patadas, y la dejaran medio muerta en el mugriento suelo de la caseta para las barcas del parque de Rocky Point. Después de que la arrastraran hasta la caseta los cinco borrachos —si es que no fueron seis o siete— y de que su hija de doce años les gritara: «¡Dejadnos! ¡No nos hagáis nada! ¡Por favor, no nos hagáis nada!». Después de que aquellos tíos la persiguieran como una jauría que se abalanza sobre su presa, se torciera un tobillo y perdiera las sandalias de tacón alto en el sendero que bordea la laguna. Después de que les suplicara que soltaran a su hija y ellos se rieran en su cara. Después de que decidiera atravesar el parque de Rocky Point, sabe Dios cómo se le ocurrió, en vez de rodear por el camino más largo para ir a casa, donde vivía con la niña en un adosado de alquiler de Ninth Street, cerca de la casa de ladrillo que tenía su madre en Baltic Avenue. Ninth Street estaba concurrida e iluminada incluso a esas horas tardías. El parque de Rocky Point, a esas horas tardías, estaba casi desierto. Atravesarlo bordeando la laguna, un camino invadido por la maleza. Ahorrarse diez minutos quizá. Creer que sería agradable cruzarlo: el claro de luna en el agua, pese a la espuma y la porquería de las latas de cerveza, los envoltorios de comida, las colillas. Tomar esa decisión, una fracción de segundo en toda una vida, y la vida ha cambiado para siempre. Seguir por la laguna, pasada la antigua depuradora condenada y cubierta de pintadas de años, y la caseta de las barcas, asaltada y destruida por el vandalismo de los chavales. Después de que ella reconociera las caras y de que tal vez hasta les sonriera, es el Cuatro de Julio, fuegos artificiales en las cataratas, petardos, bocinazos y pitidos, partido de béisbol entre institutos, atmósfera festiva. Sí, puede que les sonriera, o sea, que lo estaba pidiendo. Pudo ser una sonrisa tensa, nerviosa, como cuando sonríes a un perro que te gruñe, aun así Teena Maguire sonrió, esa sonrisa suya de carmín… y ese pelo suyo. Se lo tenía merecido, lo pedía a gritos. Chicos que llevaban horas rondando por el parque en busca de bronca. En busca de un poco de diversión. Bebieron cerveza, arrojaron las latas a la laguna y explosionaron todos los petardos que llevaban. Petardos a los coches, a los perros, a los cisnes y a los gansos y los azulones de la laguna que dormían con la cabeza diestramente guardada bajo el ala. ¡Hostias! Es que te partes viendo a esos pájaros acuáticos sobresaltarse y graznar como si los estuvieran matando y aletear como locos para echarse a volar, incluidos los gordos. El partido del torneo escolar de Niagara Falls había tenido varias prórrogas; el campo resplandeciente de luces estaba ya oscuro; las gradas, vacías; la mayor parte de la gente se había marchado. Menos estas pandillas de chicos sin rumbo. Los más jóvenes, unos niños; los mayores, de veintimuchos. Chicos del barrio cuyas caras Teena Maguire conocería, si no de nombre, sí de apellido, igual que los chicos a ella, por lo menos del vecindario, aunque Teena era mayor, le gritaban: «¡Eh! ¡Oye, tú, guapa! ¡Eh, tía buena! ¿Adónde vas?». Después de que les sonriera sin aflojar el paso. Después de que agarrara a su hija de un brazo como si fuera pequeñita, como si no tuviera ya doce años. «¡Enséñanos cómo te rebotan esas lolas, tía buena! ¡Eh, eh, eh! ¿Adónde vas?». Después de que se dejara pillar. Después de que coqueteara con ellos, los provocara. ¡Qué poca cabeza! Habría bebido. ¡Y cómo vestía! ¡Cómo solía vestir Teena Maguire! Sobre todo en las noches de verano. Fiestas en Depew Street. Saraos que se desbordaban hasta la calle. Rock a toda mecha. Con esa actitud se lo estaba buscando. ¿Dónde está el marido? ¿No tiene marido esa mujer? ¿Qué coño hace ella sola, con una niña de doce años, por el parque de Rocky Point a medianoche? ¿Poner en peligro a una menor? ¿Poner en peligro la moral de una menor? Mira, a lo mejor Teena Maguire se tomó unas cervezas o se fumó unos canutos con los chicos. ¿No insinuaría algún favor a cambio de algo? En dinero o en hierba. Una mujer así, de treinta y cinco años y vestida como una adolescente: camiseta de tirantes, vaqueros cortados, rubia de bote, melena alborotada con los rizos por la cara. Piernas al aire, sandalias de tacón alto. Ropa ceñida marcándole los pechos, el culo, ¿qué esperaba? Medianoche del Cuatro de Julio, los fuegos artificiales en las cataratas acabaron a las once, pero la fiesta continuó por toda la ciudad. ¿Cuánta cerveza se bebió aquella noche en Niagara Falls entre residentes y turistas? Desde luego, una barbaridad. ¡Tanta como el agua que se precipita por la cascada de la Herradura en un minuto! Y allí estaba Teena Maguire, tambaleándose, lo contarían los testigos. Uno de sus novios, al que llamaban Casey allí en Depew, daba una fiesta de cerveza de barril que se desparramó por el jardín trasero y la calle entre las quejas de los vecinos, horas y horas de Ricky Skaggs y Kentucky Thunder, bluegrass aberrante a tope. El tal Casey, un soldador de Niagara Pipe, casado, con cuatro hijos. Separado de su esposa, que algo habrá tenido que ver Teena Maguire. ¡Qué mujer esta! ¿Qué madre arrastra a su hija a una fiesta de borrachos y luego a cruzar a pie el parque de Rocky Point a esas horas? ¡Qué poca cabeza! Y menos mal que no les pasó algo peor, a ella y a la niña, que podrían haber sido negros, negratas colocados de los que invadían el parque, pero que muchísimo peor, y ella tenía que ir borracha, puesta de coca también; de fiesta desde primeras horas de la tarde, imagina su estado a medianoche. ¿Cómo coño pudo saber Teena Maguire quién se lo hizo con ella? ¿Y cuántos se lo hicieron?
Algunas cosas que se dirían de tu madre, Teena Maguire, después de que la violaran en grupo, le dieran de golpes y de patadas, y la abandonaran medio muerta en el mugriento suelo de la caseta para las barcas del parque de Rocky Point en los primeros minutos del 5 de julio de 1996.
Poli novato, 1994
No era tan joven. No parecía joven, no actuaba como un joven y casi nunca se sentía joven. Sin embargo, era novato. Un puñetero novato de casi treinta años, recién salido de la academia de policía.
¡Qué raro, un tío como él de uniforme! No tenía disposición para llevar uniforme. No tenía disposición para cumplir órdenes o para saludar. Ni tampoco para oír con atención a otros calificados de superiores. (¿Superiores suyos? ¡No jodas!). Se llevaba mal con la autoridad desde la primaria. Incómodo si lo miraban, él iba a sus cosas, tímido y mohíno como un chimpancé que se esconde algo a la espalda.
Pero la idea de justicia le gustaba. Le gustaba volver a poner las cosas en su sitio. La ley, la buena conducta, el valor en el servicio, el ojo por ojo y el diente por diente. Esas abstracciones.
Algunas veces, la bandera de los Estados Unidos le producía una impresión muy profunda. No cuando colgaba flácida como una puta cosa, sino cuando soplaba el viento, no un viento fuerte, solo el viento que basta para que la tela roja, blanca y azul flamee al sol.
Cuando saludaba a esa bandera, notaba que se le humedecían los ojos.
Y las armas, también le gustaban las armas.
Ahora era policía y llevaba un arma a la cadera, en su funda, y le gustaba ese peso compañero, como una extremidad más. Y que a los extraños se les fueran los ojos ahí. Con respeto.
Le gustaba el revólver reglamentario que le habían asignado, igual que la placa y el uniforme, y las otras armas que compraba por su cuenta, como coleccionista. Nada del otro mundo, no tenía tanto dinero. Un policía con los ojos listos y bien abiertos; le constaba que había dinero a disposición, de distintas fuentes, si no de inmediato, algún día. Ya se las buscaría él. Mientras tanto, sus adquisiciones eran modestas. Le gustaban las pistolas y los rifles. No tenía (aún) mucha experiencia con las escopetas, así que de eso no podía hablar. (En su familia no había cazadores. Eran gentes de ciudad: obreros de fábricas, trabajadores de los muelles, camioneros. El Dublín de los años treinta, Búfalo-Lackawanna en los cuarenta. Ahora estaba alejado de ellos, y que les fueran dando).
Las armas lo apasionaban. Era una buena sensación. Notaba cómo se le aceleraba el pulso. A veces, un gusanillo en el bajo vientre. ¿Qué significaba? No le picaba la curiosidad, no era hombre dado al análisis de sus pensamientos o sus motivaciones. Ceñudo delante del espejo, veía lo que debía hacerse y lo hacía a conciencia: lavarse los dientes, afeitarse, peinarse el pelo antes humedecido, ensayar una sonrisa para proyectar la idea de sonrisa sin enseñar su colmillo izquierdo, la mar de torcido. No era hombre de grandes vanidades. Al barbero le pedía que le afeitara la nuca y los lados, y que dejara el resto tan corto que, más que al pelo humano, recordara al alambre, con un lustre que diera la impresión de que te ibas a cortar los dedos si lo tocabas.
No era del todo cierto que no se sintiera joven. Con un arma en la mano estaba a gusto. Limpiarla, cargarla, apuntarla. Dispararla (en el campo de tiro) y nunca encogerse con el ruido o el retroceso. Comprobar con tranquilidad si has dado en el blanco (corazón, cabeza) y, si no, hasta dónde has llegado. Y volver a intentarlo.
Lo bueno de las armas: que siempre estás aprendiendo. Cuestión de disciplina, de progreso. En el colegio nunca tuvo segura su situación, a veces lo hacía bien y sus profesores lo felicitaban (un chaval así, larguirucho como una serpiente, la mirada de cabreo y la boca apretada, sin una mala sonrisa, sus nerviosos profesores se apresuraban a felicitarlo), pero otras veces la pifiaba. Pasaba de cero a cien. Con los libros estaba incómodo, le daban rabia. ¡Mierda de palabras y de números! Como si te embutieran piedras en la boca, demasiadas. Se le habían atragantado.
Pero las armas… Un arma es otra cosa. Cuanto más la manejas, más experto te vuelves. Y el arma también se siente a gusto contigo.
Su uniforme de la Jefatura de Policía de Niagara Falls no fue el primero. Se había alistado en el ejército de los Estados Unidos al salir del instituto. Allí le enseñaron a disparar. Estuvieron a punto de seleccionarlo para un equipo de francotiradores de élite, pero no dio la talla, porque aquellos tíos eran buenos de verdad, imponentes. Admitía que probablemente había sido justo.
Podría haberle cogido demasiado gusto a lo de matar.
Lo enviaron al golfo Pérsico. Aquella operación Escudo del Desierto que se convertiría en Tormenta del Desierto. Para su vida, solo hacía unos años, aunque parecían muchos más. Para la vida de su país, que se movía tan rápido y no miraba atrás, la guerra del Golfo estaba casi olvidada. Él tampoco era hombre de mirar atrás ni de arrepentirse de nada. A lo hecho, pecho. Regresó a los Estados Unidos con una medalla al valor bajo fuego enemigo y con un permanente color de arcilla en las zonas expuestas de la piel, tipo lagarto. Desde entonces, lo que más destacaba en su rostro era el brillo de los ojos, «ojos de aparecido», dirían algunas mujeres que se habían estremecido cuando las tocaba. En el desierto de Irak participó en la muerte de un número indeterminado de seres humanos calificados de enemigos, objetivos. Soldados iraquíes de su edad o más jóvenes. Algunos, mucho. Nunca vio morir a un enemigo concreto, pero había olido su muerte, achicharrados, por explosión. Respiró el inconfundible hedor a carne quemada, porque, cuando estás expuesto al viento del combate, o eso, o dejas de respirar. Hablando de la guerra del Golfo con las pocas personas con las que compartía tales asuntos, decía que lo peor habían sido los picotazos de las putas pulgas de la arena. En realidad, lo peor habían sido las diarreas. Y aquella mañana brillante y alucinada en el desierto, cuando vio que su alma se enroscaba y moría como una oruga en la arena caliente.
Al principio la echó de menos. Luego se le olvidó.
De vuelta en los Estados Unidos se preparó para ser policía. Se casó con una joven a la que conocía desde el instituto. No ambicionaba hacer carrera, pero tenía ciertas metas. Vio que la policía civil era una rama de las fuerzas armadas donde predominaban las mismas chorradas en cuanto a la autoridad y los rangos. A él le valía, en general. Si la autoridad merecía su respeto, la autoridad recibía su respeto. Capitanes, tenientes, sargentos, inspectores. Les gustó en cuanto lo vieron. Confiaban en él. Era un policía a la antigua, de otros tiempos. Imponía con su uniforme de agente. Fue una sorpresa enterarse de que la mayoría de los polis de la JPNF no había disparado el arma contra ningún objetivo humano, ni mucho menos había matado a nadie, ni mucho menos lo habría matado con gusto, así que decidió no contar en el cuerpo su experiencia en el golfo Pérsico, aunque, si bien no era hombre de hablar mucho de sí mismo, en cierta forma exudaba ese aire.
Aun así, su primer compañero, un policía barrigón y mayor que él, que no había pasado de agente de calle en los dieciocho años que llevaba en el cuerpo, solicitó otro compañero tan solo a las tres semanas.
—Dromoor es de esos tíos… Es listo, desde luego, y un policía nato, pero muy silencioso. Es que, como él no habla, eres tú el que habla más de la cuenta. Y, cuando no te contesta, al rato te quedas sin nada que decir y empiezas a pensar demasiado. Y eso no es bueno.
En la JPNF tuvo mala suerte al principio, pero en general se compensó con buenos momentos.
Le dolió, eso seguro, y le cabreó que su primer compañero lo plantara. El segundo, un joven de su edad más o menos, tampoco duró mucho. No por culpa de Dromoor, sino por la mala suerte.
Llevaba solo siete semanas en el cuerpo. Fue una llamada por un altercado doméstico. Una sofocante noche de agosto, ya tarde, al este de la ciudad, donde te pican los ojos y casi no puedes respirar por culpa de la neblina que despiden las industrias químicas. Dromoor conducía el coche patrulla. Cuando su compañero, J. J., y él se detuvieron delante de una casita, un individuo que parecía blanco y de unos treinta y tantos salió despedido de la acera con una furgoneta Ford toda picada de óxido. Fue J. J. quien quiso perseguirlo. Ya se ocuparían los refuerzos de descubrir lo que había dentro de la casa. La persecución duró ocho minutos, con velocidades de noventa, cien por hora por las calles estrechas y llenas de baches de una zona residencial, en esa parte de la ciudad de Niagara Falls que pocos turistas han descubierto. Por fin, la furgoneta derrapó, coleó y fue a estrellarse contra varios coches estacionados, y el conductor, lanzado contra el parabrisas, se desplomó sobre el volante. Cabía pensar que estaba inconsciente. Muy posiblemente muerto. El parabrisas se había resquebrajado y dentro del coche no se apreciaba movimiento alguno. Y allá va J. J. con Dromoor detrás, los dos pistola en mano. J. J., ansioso, excitable. Dromoor se dio cuenta de que era una situación nueva para él. J. J. gritó al conductor de la furgoneta que apartara las manos del volante y las mantuviera a la vista, que se quedara dentro del vehículo, pero con las manos a la vista. El conductor continuaba impasible. Parecía que sangraba por una herida en la cabeza. Aun así, pasó lo que pasó. Dromoor repasaría después el incidente muchas veces para explicarse cómo pudo el conductor de la furgoneta agacharse, coger un revólver del 45 de debajo de su asiento y abrir fuego por la ventanilla contra J. J., que se acercaba a él. De pronto, J. J. estaba en el suelo con una bala en el pecho. Dromoor, situado más o menos a un metro detrás de su compañero, recibió un segundo balazo en el hombro izquierdo antes de oír el ¡crac!, antes de notar el impacto, que no le produjo un dolor inmediato ni más sensación clara que un golpe muy fuerte, como si le hubieran dado un mazazo. Estaba rodilla en tierra cuando el conductor saltó de la furgoneta preparado para abrir fuego de nuevo, pero él se anticipó desde su posición, levantó el arma, buscó el ángulo y disparó tres balas, cada una de las cuales alcanzó al tirador en la cabeza.
Fue la primera muerte de John Dromoor en la JPNF. No sería la última.
Joyce Carol Oates nació en Lockport (estado de Nueva York) el 16 de junio de 1938. A lo largo de su carrera literaria, dilatada y fértil, ha cultivado distintos géneros literarios: novela, novela corta, cuento, poesía, teatro, memorias, ensayo o literatura infantil y juvenil. Entre sus numerosas obras podemos destacar las novelas Las hermanas Zinn, Qué fue de los Mulvaney, Blonde, A media luz, Niágara, Mamá, La hija del sepulturero, Hermana mía, mi amor, Ave del paraíso, Mujer de barro, Rey de Picas (Una novela de suspense), Delatora o Persecución; las novelas cortas Agua negra, Bestias o El hijo superviviente; los volúmenes de relatos Infiel (Historias de transgresión), La hembra de nuestra especie, Dame tu corazón, Mágico, sombrío, impenetrable, El señor de las muñecas y otros cuentos de terror o Desmembrado; el ensayo Del boxeo, y Memorias de una viuda.
exactamente un individuo,
por Rubén J. Triguero
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Antología de cosas pasajeras
por Javier Payeras
de Henry David Thoreau,
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