No hay muchos autores que sepan asimilar naturalmente sus influencias para crear algo totalmente nuevo. Algo así sucede con Bitar, santafesino que ha sabido metabolizar el lirismo de Saer y la narratividad de Juanele. Ahora mismo anda escribiendo una suerte de texto autobiográfico al que pertenece este texto que penúltiMa ha tenido la suerte de poner en circulación por vez primera.

 

Se le ocurre que la vida del artista es una doble vida. No es una ocurrencia demasiado original, está dispuesto a admitirlo. Pero tiene para ofrecer su punto de vista al respecto. Puede hablar de su experiencia, como se dice. Al menos es así, yendo de una vida a la otra, como recuerda su infancia y su juventud, y así vive también su edad adulta.

Su infancia no fue fácil. No se trató de una época de episodios trágicos, es cierto, pero piensa que tampoco hace falta una muerte en la familia para pasar las noches en vela. Este, en el que toma notas, es su cuaderno y esta es la porción de desgracia que le ha tocado en suerte y no tiene por qué negarla sólo porque otros hubieran pasado su temporada en el infierno. Ahora, como adulto, ha aprendido a escuchar esa parte de sí que pide auxilio desde un lugar sencillo.

Su infancia, entonces, ningún jardín de rosas. Y lo sabe por lo siguiente: no recuerda mucho de ella que no fuera el mismo episodio de ansiedad que se replicaba noche a noche y que, a esta altura, le resulta imposible aislar en un episodio específico. Él, de chico, arrastrando los pies en el piso de arriba y asomándose hasta el descanso de la escalera mientras sus padres discuten abajo. Él, contemplando durante horas, siempre con extrañeza, cómo su hermano menor duerme sin problemas al otro lado de la habitación. Con el tiempo fue capaz de verlo: la tragedia estaba ahí aunque todavía no se materializara, y la discusión de sus padres era fiel prueba de ello, como signo de lo que había pasado antes o pasaría después. ¿Qué golpe en el pasado los llevaba a gritarse de esa forma? ¿Qué golpe en el futuro anunciaban esos gritos? Uno fulminante, que por cierto llegaría.

Pero un día, a sus ocho años, ocurre algo novedoso, algo que abriría un camino paralelo al de sus preocupaciones: en la escuela, su padre habla con el maestro de música, un tipo de colita por quien el chico profesa una admiración especial, y empiezan las clases de guitarra. Se ven una hora a la semana en la que el maestro lleva sus casetes y enseña unos pocos acordes que el chico sabrá explotar: en poco tiempo ha aprendido un buen puñado de canciones. El chico, en otros planos tímido y apocado, demuestra aptitud y actitud para la música. La vida ha dado un vuelco en su beneficio. Al menos una parte de ella, de pronto, le pertenece.

Se diría que ha encontrado consuelo. Y, sin embargo, durante la adolescencia y parte de su juventud, la vida 1, el camino principal junto al que se traza uno paralelo, se oculta; de hecho, el hombre cree que es ese tipo de irresponsabilidad la que a veces añora de su juventud, la de una vida simple. Durante esta época, él no era otra cosa que artista, lo que, por supuesto, iba en contra de la obra: los poemas de entonces (para este momento es poeta) no terminan de cerrar, y en el fondo él sabe que son espantosos. Si por algo no volvería a su juventud es porque su obra no termina de cobrar forma. Falta el doblez, la vida 1 que tensiona la vida 2.

Puede que haya alguna especie de resentimiento en las conclusiones que se desprenden de lo anterior, una filosofía que proviene menos de la reflexión que de sus propias limitaciones, pero cree que los artistas que se dedican únicamente a su arte producen un arte de segunda. Son vidas estancadas, supone, y una vida repetida produce también un arte repetitivo. Este tipo de artistas nunca dejan de ser adolescentes.

Pero lo cierto es que tampoco se lo toma demasiado en serio. Vive (y vivió toda su vida) en una ciudad administrativa donde, más que el trabajo en sí, a la gente le preocupa hacer creer a los demás que está trabajando. Esta gran espalda, dice siempre el padre de un amigo, es en realidad un lomo-engaña-patrones. Por su parte, él ha sabido recrearse en la simulación de la vida 1 y cree que hay un arte también en eso.

 

Francisco Bitar

Francisco Bitar (Santa Fe, 1981). La eclosión en los dos últimos años de la figura de Bitar en la narrativa argentina es, sin duda, una de las mejores noticias que se han producido en el ámbito hispanohablante. Poco a poco, el reconocimiento patrio se va extendiendo país tras país, debido a la solidez de una obra que ha crecido en silencio junto al río Paraná. Sin duda fue la publicación de Tambor de arranque (2012) por parte de la Editora Municipal de Rosario tras concederle un premio de novela el detonante del conocimiento público de su obra. Esa novela ha sido ya publicada en España por la editorial Candaya. Su obra en prosa se amplía con dos libros de cuentos: Luces de navidad y Acá había un río (el primero lo recuperará en breve la cordobesa Nudista, el segundo lo publicó hace un par de años), y una crónica local transida de historias que tituló Historia oral de la cerveza (también en la EMR, en la coqueta colección naranja que reúne textos ubicados en escenarios locales). Ha publicado asimismo los poemarios Negativos , El Olimpo, Ropa vieja: la muerte de una estrella y el más reciente es The Volturno Poems. Realizó una bella y profunda edición crítica del libro de Juan L. Ortiz El junco y la corriente.

Personae es la sección que habla, como su nombre indica, de las máscaras, tanto las ajenas como la propia, porque todo texto autobiográfico está preñado de ficción y todos los textos ficcionales han brotado de las semillas de nuestra experiencia. Muchas veces la mejor máscara es la del rostro propio.