La editorial Marciana ha sabido hacerse un hueco en la fecunda y nutriente galaxia de editoriales independientes de Buenos Aires. Lo ha hecho apostando, siempre, por nuevos autores, como Pablo Ottonello, del que publican su tercer libro.
No llegué a ser cineasta, llegué a ser futuro cineasta. En cierto punto, fue lo mejor. Como todo futuro cineasta escribía guiones todo el tiempo. Por lo menos en esa primera época (tenía veinticinco años) ser guionista era encantador.
Viajamos a Uruguay a la casa de mi papá, que nos había prestado el auto para subir por la ruta nueve. Un Toyota azul, automático. El singular consumo de nafta no era una preocupación: la pagaba con su tarjeta de crédito. Sí me preocupaba que mi vida no tuviese suficiente espesor para ser cineasta. De eso charlábamos seguido con Greta. Ella estaba bronceada y durante algunos trayectos de la ruta tenía buen humor. Avanzábamos por balnearios de la costa uruguaya. La Paloma, La Pedrera. Dormíamos en hoteles baratos, en cabañas para cuatro que sólo ocupábamos dos. Viajar era crecer. Y como me había anotado en la Escuela de Cine, tenía que alcanzar la maduración artística. Greta me escuchaba y también se hartaba de los monólogos. Ponía Naturaleza Sangre o El Amor Después del Amor, de Fito Páez.
Me pasé años viendo películas de Kubrick, Orson Welles, John Casavettes, Antonioni y Godard. Entendí poco. Me enamoré locamente de Anna Karina y Mónica Vitti. Creía que copiarlos no podía ser demasiado difícil. Para ese verano me había comprado una Canon digital (con un zoom 24-70 f2.8, con foco automático) que había usado para sacarle fotos a Greta. Ella posaba con interés científico. Quería conservar documentos sobre su juventud. Habíamos leído artículos sobre el acto fotográfico escritos por André Bazin y por Roland Barthes. Sacar fotos era una liturgia. Y toda esa teoría que Greta entendía perfecto y yo sólo a medias nos volvía exageradamente fotográficos. La vejez la volvía loca. No quería envejecer. Quería fotos del ahora.
A la noche mirábamos la cosecha digital del día mientras ella me ponía aloe vera en la espalda, para absorber el calor y cuidarme la piel. Greta de tres cuartos, con anteojos de sol. Greta de cuerpo entero, larga como una espinaca. Greta de espaldas al mar, tocándose un omóplato. Ella ya se había bañado y olía a vainilla y coco. Cogíamos viendo a Mónica Vitti desesperada en El Desierto Rojo y a Mónica Vitti de negro en La Notte y a la fatal Mónica Vitti en El Eclipse. A Greta no le preocupaba que los vecinos de cabaña la escucharan acabar. Le parecía un derecho.
Sentado en una reposera de playa en Punta de Diablo leí “El Infierno tan temido”. En el cuento, una mujer tortura a su ex marido mandándole fotos sexuales con otros hombres. Pensé: le puedo robar espesor humano a Onetti. Esa tarde dejamos Punta del Diablo en el Toyota y llegamos, sin querer, a La Coronilla.
La Coronilla tenía una única calle central que llegaba al mar. No le estoy agregando rasgos decrépitos: los tenía. Cualquier imagen de un pueblo perdido podía ser el plano general que arrancara una película. Tengo que confesar que no gané ninguno de los premios internacionales que suponía que mis películas iban a ganar, en principio porque no hubo películas. Ahora que lo pienso, no era tan pichón como para ser tan ingenuo. Tenía veinticinco años. Greta era joven, altísima, lectora voraz, dura para las críticas. Se dejaba fotografiar en cualquier momento del día, en cualquier posición. Andábamos de acá para allá, sin mucho que hacer salvo comer y buscar hotelitos donde bañarnos, hacer el amor, ver películas en la computadora, dormir hasta el mediodía. Nos movíamos muy cómodos en el Toyota automático de mi papá. Olíamos el aire de mar. Escuchábamos CDs de la adolescencia. Tomábamos vino blanco con hielo. Yo también tomaba notas en una libreta. Greta, sin parar, leía y leia.
¿Qué notas? Escribía escenas para mi próxima película, que presentaría en el fondo holandés de Hubert Bals, o en Sundance. Greta llevaba un diario que decoraba con flores y hojas arrancadas de por ahí. Lo único que hacíamos bien (muy a fondo) era sentirnos artistas.
Pero no miento: La Coronilla tenía una única calle central, un restorán en la ruta y tres hoteles sindicales. Paramos en el Gran Hotel la Coronilla (que le dio título a mi guión). No estaba totalmente vacío. Los huéspedes parecían estar recuperarándose de enfermedades. Había familias con hijos y grupos de abuelos. Las camas tenían olor a humedad. Aunque era verano, estaban frías. Nuestra habitación no daba al mar, pero si abríamos la ventana podía oírse muy cerca. Había horarios para comer, para desayunar y ciclos de películas que se mostraban en una tele de tubo. Para lo decrépito que estaba, no era un hotel barato. Me pregunté –y tomé nota de eso en mi libreta– cómo se sostenía económicamente un hotel como el Gran Hotel La Coronilla. Eso me dio pie para escribir.
Lo primero que anoté se me ocurrió después de charlar con un uruguayo que estaba ahí de vacaciones con su mujer. Dejamos el Toyota en el estacionamiento, dejamos la única valija en la habitación, cargué la cámara, mi libreta y bajamos a la playa. El uruguayo tomaba mate con su mujer. Le interesó ver gente joven. Qué hacen por acá, dijo. Contesté que estábamos recorriendo la costa uruguaya, que veníamos de Punta del Este y pensábamos subir hasta el Chuy.
La historia que el tipo me contó fue más o menos la que transcribí a un tratamiento que Hubert Bals nunca eligió, que nunca presenté en Sundance, y que no leyó ningún productor. (Tratamiento es la manera en que la industria del cine llama a una especie de elongada sinópsis que festeja decorosamente las virtudes de un proyecto cinematográfico con el tenaz objetivo de conseguir plata para filmarlo). El mío se basaba íntegro en datos que suministró el uruguayo. La historia de la chica la incluí después. Lo cuento tal cual.
En la década del setenta, La Coronilla fue un balneario de alcurnia. Si uno piensa en lo chico que es Uruguay, tiene sentido irse tan arriba para alejarse un poco de la gente. Queda a menos de trecientos kilómetros de Montevideo. En esa época se construyeron los tres hoteles cuyas versiones desmejoradas, parcialmente en ruinas, conocí con Greta. El Gran Hotel La Coronilla tenía un Casino que ahora estaba abandonado. El Casino atraía gente de Uruguay y de Brasil. El uruguayo nos llevó a las terrazas, que daban al mar. En esa porción de Uruguay, el már es más corrupto, más agresivo, más real. Océano puro, dijo el uruguayo. La mujer cebaba mate y decía, qué pena, qué pena. ¿Por qué decía eso?
El uruguayo lo explicó así. En mil ochocientos noventaicinco el ingeniero italiano Luigi Andreoni construyó un canal que drenaba los bañados de la zona. Era un hilo de agua que permitía recuperar una parte de tierras inundadas para aumentar la producción ganadera. El problema llegó casi un siglo después, cuando en 1980 el gobierno militar aumentó el Canal Andreoni en 68 kilómetros. Las tierras –que eran buenas y siguen siendo buenas hoy en día- se inundaban con las lluvias por la topografía natural de la zona. No drenaban naturalmente. El nuevo Canal Andreoni llevaba el excedente de agua dulce al mar. Cuando se empezaron a usar agroquímicos potentes, el agua dulce arruinó el balneario. Tardó en notarse, porque a la gente no le gusta darse cuenta de los desastres naturales, explicó el uruguayo. Su mujer, que cebaba mate, dijo: es más fácil mirar para otro lado y hacer que no pasa nada. Nosotros solíamos venir acá, agregó. Eran nuestras vacaciones familiares, con hijos y amigos con hijos. Parábamos en el hotel Las Maravillas, que hoy está abandonado. Y en el Castillo de Mar, que también se fundió. Ni siquiera los demuelen porque ¿para qué demolerlos? El uruguayo retomó el hilo. Había gente pero no tanta como en La Pedrera o La Paloma o Punta del Diablo, por no hablar de punta del Este, que competía con Río de Janeiro. Era un lugar tranquilo, reservado y familiar. La playa era hermosa, larguísima y de arena blanca. El mar era el mar. Peligroso, porque acá tira fuerte, pero más puro y más salado. Excelente para la salud. Los hoteles hacían promociones: ¡El océano cura todo! Decían no sé qué del yodo y del aire fresco, que mejoraba la circulación y tonificaba los músculos. Hay fotos, dijo la señora. Lo de la salud era cierto, dijo el marido, pero se arruinó con los químicos del campo. Yo entiendo que el campo tiene que producir, pero siempre alguien paga y acá se murió todo. Un verano el mar se puso violeta. Nadie lo podía explicar, pero todo el mundo sabía que el responsable era el Canal Andreoni, que estaba del otro lado de la fábrica de sal. ¿Y los dueños de los hoteles?, pregunté. Algunos de los dueños de los hoteles también eran dueños de los campos y los números del agro eran mejores que los del turismo. Ah, contesté.
El uruguayo contó que la cosa fue de a poco, pero el verano que cambió para siempre la vida de la Coronilla fue uno puntual. No se acordaba el año pero sí del nombre: el año de los peces muertos. Algo había cambiado en la concentración de los agroquímicos que llegaban por el Canal. Un verano aparecieron muertos todos los peces. El mar los arrastró a la costa y el sol los pudrió en pocas horas. El olor era insoportable. Se podían ver flotando en el agua. La marea los arrastraba, como ataúdes brillantes, a la costa. Es marea roja, dijeron las autoridades de Rocha (el Departamento al que pertenece La Coronilla), un proceso natural que intoxica el océano. Pero era mentira. Los peces no morían así. Todo el mundo entendió que eso no era común. Limpiaron la playa. Quedó bastante bien. Los nenitos jugaban con los peces muertos. Algunos pescadores se ahorraron el trabajo y cocinaron los cadáveres.Se dijo, aunque el uruguayo no estaba seguro, que algunos pescadores se intoxicaron y que alguno incluso murió. Pero nadie podía asegurarlo. En ese momento se hablaba mucho y todo el mundo tenía teorías sobre lo que pasaba en el mar. Información, agregó su mujer, había poca. Qué terrible, dije. Sí, terrible, dijo el uruguayo. La esposa asintió. Si bien no hubo una clausura departamental, las madres le prohibieron a los chicos que se metieran al agua. Si los peces, que eran naturales del océano, aparecían muertos de asfixia, ¿cómo podían permitir que sus hijos se bañaran en el agua? Los que se metían igual salían con los ojos irritados. Nadie podía saber qué tenía y qué no tenía el agua de mar. Lo mejor era no meterse. Algunos, se dijo, tuvieron fiebres altas y vómitos. Principios de intoxicación. Fue un escándalo, explicó el uruguayo, pero recién se sintió al año siguiente, cuando la gente dejó de venir. Los hoteles bajaron los precios, hicieron promociones y estuvieron atentos a la marea de peces muertos. No se podía saber cuándo el canal iba a echar más concentración de químicos. Era incierto porque dependía de las fechas de fumigación, que nunca eran idénticas, y de cuánto lloviera ese año. El uruguayo contó que los dueños de los hoteles hablaron con los productores agropecuarios –en algunos casos, ellos mismos y sus familias- para que se moderara un poco la fumigación en temporada alta. Los costos no cerraban. La fumigación aseguraba la cosecha y el turismo era siempre más incierto que el trigo, el girasol, y después, cuando llegó, la soja. El primer hotel en cerrar fue el Parque Hotel: ochenta habitaciones y el mejor restorán del balneario. El segundo fue Las Maravilla, de sesenta habitaciones. El único que duró es el Gran Hotel La Coronilla, que cerró el Casino, el restorán y se quedó con un tercio de las habitaciones. En ese dormíamos nosotros.
El uruguayo nos llevó a ver la parte abandonada. Estaba todo muy cerca. Era agradable caminar sobre la arena oyéndolo hablar. Yo iba sacando fotos y él se sentía importante. Sé cómo prestar atención y quise hacerlo sentir bien. Mientras tanto Greta juntaba caracoles y cadáveres de bichos marinos que no pude identificar. Seres a mitad de camino entre cangrejos, estrellas de mar muy frágiles y algas de aspecto animal, un residuo zoológico que moría en las costas arrastrado por la corriente. ¿Eso era muerte natural? Todo eso que ven ahí era el desayunador que daba al mar, dijo el uruguayo. Y lo que está atrás, en la segunda terraza, eso era el Casino. Le saqué fotos a los vidrios rotos. Se llenaba de gente. Esto era gastronomía de primera calidad, mejor que José Ignacio o incluso Punta del Este. La gente que sabía comer venía a La Coronilla. Teníamos el mejor pescado, traído por los pescadores en el día. Los restoranes estaban siempre llenos. La gente que sabía comer venía especialmente a probar nuestros mariscos. También la corvina negra, la brótola, las sardinas. En dos veranos se fue todo al tacho, explicó el uruguayo.
Agradecimos charla y recorrido. Los invitamos a cenar esa noche. Dijeron que sí. Eran mayores que nosotros (tendrían cuarenta y largos), y habían dejado a los hijos con los abuelos. Montevideanos. Les había quedado una casita familiar en La Coronilla. Trataban de ir lo más seguido posible, cuando el trabajo lo permitía. El hombre manejaba un comercio, una especie de almacén que había sido del padre. Su esposa, que hablaba poco, era docente. Durante la cena nos preguntaron cómo habíamos decidido ser cineastas. Agregué detalles heroicos a la historia real. Dije haber sentido el llamado del arte, y dentro del arte, el de las imágenes. Mientras le contestaba me di cuenta de que no había mucha explicación. También sentí que mi vida tenía pocas aventuras. El uruguayo me confesó que a él le hubiera encantado ser actor. Cuando era chico había tomado clases de teatro en la escuela y había interpretado a Oberón, en Sueño de una noche de verano. Fui el rey de las hadas, dijo, ¿sabés lo que significaba eso para mí? Actuaba muy bien, acotó su esposa. Después empezó a trabajar, conoció a su mujer y tuvieron los hijos. La vida es una sola, dijo el uruguayo. Sí, dije yo. Creo que se estaba deprimiendo y que la culpa la teníamos nosotros. Nuestra juventud le recordó su frustración. Me sentí mal y no supe qué decir. Quizás por eso, por culpa, fue que pagué la cuenta con la tarjeta de crédito de mi padre. El uruguayo nos ofreció seguir charlando sobre la decadencia del balneario al día siguiente. Se quedaban hasta el mediodía. Quedamos en vernos en la playa, a la izquierda de la ex fábrica de sal. La señora aprontaría el mate, como decían ellos.
La ex fábrica de sal era un cubo de cemento con un puente de hormigón que se metía cien metros adentro del agua. El salitre había oxidado los hierros y se comía, paciente, la estructura. Antes, cuando todavía funcionaba, un caño traía el agua de mar que se destilaba adentro del cubo. Le saqué fotos y pensé hacer una serie de edificios abandonados en entornos naturales. En ese momento no me daba cuenta de que quizás a todos los fotógrafos o futuros cineastas como yo se les ocurrían las mismas ideas: edificios fantasma, patios interiores con trastos viejos, andenes con yuyos, galpones antiguos, autos con hierros podridos, gallineros sin gallinas. Como si el deterioro exterior llamara especialmente la atención de los artistas jóvenes.
De todas formas, hoy tengo fotos de Greta, que posó contra la estructura de hormigón. Flaca, con el pelo negro y fino movido por el viento de mar. Hoy son un documento histórico.
Nos subimos al Toyota. El uruguayo y su mujer no aceptaron que los llevara. Querían caminar. Es lo mejor que tiene La Coronilla, dijo, la noche silenciosa. Greta se dio una ducha (la noche marina era fría) y se metió en la cama a leer Jane Austen. Yo (excitado de cinematografía) me fui al bar del hotel. Pedí un escocés doble y me senté en una de las mesas que tenía lámpara. No estoy exagerando para mejorar la anécdota. El bar estaba vacío salvo por un viejo que miraba una película doblada al español en la tele de tubo. El volumen no me molestó. Me senté con la libreta a tomar notas para mi próxima película. El escocés no me gustaba mucho, pero en esa situación un futuro cineasta tomaría escocés. Me llevé los cuentos completos de Onetti. A la media hora el barman me dijo que se iba a dormir. Le pedí dos whiskies más. Me dejó la botella y pidió que al día siguiente le dijera más o menos cuánto había tomado. Había hielo en el freezer, del otro lado del mostrador. Me podía servir tranquilo. Era un Jim Beam, bourbon. Técnicamente no era escocés. Lo tomé igual. De un tirón que duró hasta las tres y media de la mañana escribí esto:
* Un hombre de cincuenta años viaja a la Coronilla a recuperarse de una operación de vesícula. No tiene que ser una operación grave, pero sí tiene que servir para mostrar que el tipo ya no tiene juventud. Le quedó una herida que el hombre (podría ser Julio Chávez) tiene que curar, o hacerse curar en alguna farmacia.
* El hombre llega en un Renault 21 bordó (como el que tenía mi mamá, año 92). Tiene una reserva. Le dan una habitación que no da al mar, pero que si abre la ventana, se escucha. A Chávez le gusta el sonido del mar: lo relaja. Lo primero que hace –frente al espejo– es sacarse toda la ropa y mirarse la cicatriz. Se saca las vendas. Aplica yodo. Renueva las vendas. Sale a caminar. Reconocimiento del terreno.
* Lee el nombre de hotel: Gran Hotel La Coronilla. (Título de la película). Baja a la playa. La arena está sucia con estrías de negrura. ¿Son manchas de petróleo?, se pregunta Chávez. Hay poca gente. Camina hasta el final de la bahía, de ida y de vuelta. Encuentra esqueletos o espinazos de peces muertos. Levanta uno y se lo guarda en el bolsillo. Se huele los dedos y mira el mar. La naturaleza también es la muerte.
* Antes de llegar al extremo rocoso de la bahía, descubre algo en la costa. Huele muy mal. El olor lo atrae. Es un lobo marino muerto, hinchado por el sol. Una chica muy joven se le adelanta. (Puede ser Julieta Cardinali. Sea quien sea, tiene que ser mucho más joven que él) Tiene una polaroid en la mano. Mueren por los químicos que hay en el mar. Es terrible, ¿no?, dice Cardinali. Sí, responde Chávez. Es el cuarto cadáver de la temporada. El año pasado murieron seis. El anterior, tres. Tengo una serie de fotos de los lobitos muertos, dice ella. Qué terrible, dice Chávez. Esto no era así, antes, explica la chica, y vuelve a sacar fotos. Hace un retrato de cerca y le regala la foto a Chávez. Gracias, dice él. De nada, dice Cardinali. Tengo que volver, me esperan para el almuerzo, dice. Chau, dice Chávez, que le mira el culo mientras ella se acomoda un pareo sobre el bikini. Tiene los hombros dorados y los mejores omóplatos que Chávez vio en su puta vida (pensar cómo filmar eso). Sin darse cuenta, a medida que la mira, se toca el vientre, como si revisara la cicatriz.
* Julio Chávez duerme una siesta después de comer.
* Vuelve a ver a Julieta Cardinali sentada en una reposera en la playa. El marido o el novio va y viene del mar. Sin darse cuenta, Chávez compara el cuerpo del tipo de treinta años con el suyo. Las diferencias se notan en la grasa abdominal, en las costillas (las del chico parecen más saludables, más elásticas) en la tersura y el color de la piel. El tipo prácticamente no tiene pelo en el cuerpo. Y ni un solo lunar. Ella lo mira y le saca fotos con la polaroid. De lejos, Chávez la saluda. Ella levanta la mano y le sonríe. [Pensar: Chavez se tiene que sentir decrépito]
* Esa noche Chávez come solo en el restorán del hotel. Las otras mesas están llenas de viejos que viajan en grupo. Por el tono de la conversación, son (o parecen ser) amigos de hace años que vacacionan siempre en La Coronilla. Por lo que pide (un churrasquito con puré de calabaza) queda claro que Chávez se tiene que cuidar con la comida. Julieta Cardinali se le sienta a la mesa. Mirá, le dice: te espié. Le muestra dos fotos: Chávez contra el mar I, Chávez contra el mar II. En la segunda foto, se ve cómo él tiene la mano derecha tocándose la cicatriz. ¿Qué tenés en la panza?, pregunta Cardinali. Me operé de la vesícula. Cálculos, explica. ¿Te duele?, pregunta ella. Un poco, pero me hace bien caminar. El mar es sanador, dice ella, y llama al mozo. El tipo le trae un vaso de vino blanco con hielo (lo que toma siempre). Brindan. Chávez, con agua, ella con vino. Bienvenido a La Coronilla, dice ella. Gracias, dice él.
* Chávez camina por el pasillo hasta su habitación. Se frena dos puertas antes: murmullos de mujer joven. Pone la oreja contra la puerta, cuidadoso de no hacer ruido. La chica que ríe y habla y juega es Cardinali. La voz del hombre apenas la interrumpe. No es una escena sexual, es lo anterior, risas precoitales. Chávez se toca la cicatriz y mueve el lóbulo de la oreja sobre la madera para escuchar mejor. Se hace un silencio adentro de la habitación. ¿Lo oyeron? Chávez se aleja y retoma el pasillo hasta su cuarto. Abre su puerta y va directo al baño. Despega y descarta las vendas viejas. Analiza la evolución de la herida. Se mira la cara. Las arrugas de siempre, los ojos penetrantes (que lo confirman como excelente actor). La luz de tubo del baño acentúa el violeta de las bolsas justo debajo de la mirada. [Envejecerlo con maquillaje].
* Chavez se tira en la cama. Se oyen pasos que frenan justo delante de su habitación. Algo se desliza debajo de la puerta. Ahora los pasos se alejan: livianos, de liebre o de mujer. Chávez se para y levanta las tres fotos que le acaban de dejar de regalo. Son copias instantáneas de la polaroid de la chica. Sexo, sexo, sexo.
* Al día siguiente, Chávez espía cómo Cardinali saluda a su marido, que sale en un auto cargado, yéndose de viaje. A la tarde la va a buscar a la playa. Ella lo invita a sentarse.
* Salen a caminar. Ella le cuenta cómo el balneario entró en desgracia con la construcción del Canal Andreoni (usar la historia de los uruguayos), que desagotaba los químicos de los campos al mar. Las playas parecían de Brasil. Eso que ves allá, a treinta kilómetros, es el Chuy. Era hermoso, dice ella. Yo vengo desde chiquita. Nadie sabe qué verano fue, pero lo llamamos El Verano de los Peces Muertos (¿Título alternativo?). Todo el mundo le dice así. El mar se había puesto violeta y los peces se morían de asfixia. La marea los traía para acá. El olor era asqueroso. Ese verano vi el primer lobo marino muerto. Lo sacaron entre los empleados del hotel. El tufo era insoportable. La gente no sabía qué hacer, salvo quejarse. Más de uno vomitó. Dijeron que el aire estaba podrido, que respirarlo hacía mal. El lobito se puso duro y cuando trataron de alzarlo se les quebró la piel. Adentro estaba lleno de gusanos calientes que ya se lo estaban comiendo. La gente culpó al lobito y no al Canal Andreoni, que intoxicó el mar. Llegaban vahos de aire caliente y podrido hasta adentro del lobby. Se olía en las habitaciones del hotel, ¡en todos los hoteles! Toda la playa se había puesto mala. Al día siguiente se murió otro y después otro. Fue un escándalo y no había manera de taparlo. Sobre la arena estaba todo muerto. Peces, cangrejos, caracoles, más peces, aguavivas, gaviotas intoxicadas por los peces. Y cada tanto, un lobo. La gente interrumpió las vacaciones. Ese año los hoteles perdieron plata. Al año siguiente pasó lo mismo. Un día la playa amanecía con animales muertos, que se pudrían al sol. El balneario empezó a debilitarse y después se fundió. Quedó lo poco que quedó, lo que ves ahora. Qué terrible, dice Chávez. (Se toca la cicatriz, un poco torpe).
* Esa noche comen juntos en el restorán de la ruta. Chávez se salta la recomendación médica y acepta tomar vino. Vuelven caminando al hotel. Lo más lindo que tiene La Coronilla, dice Cardinali, son las noches tranquilas. Se abraza a sí misma. Chávez, desacostumbrado a las mujeres, no se da cuenta que la tiene que abrazar. (Se tiene que notar esa falta de tacto/ese no-saber-qué-hacer). Ella se le mete debajo, como una nutria. Tengo frío, le dice. Por supuesto que no se besan.
* Caminan juntos por el pasillo. Cada uno a su habitación. Ella se tira en su cama, sola. Chávez se tira en la cama, solo. Se repiten los pasos de la noche anterior. Esta vez ella desliza dos fotos. Chávez las levanta del piso y las mira. Una. La otra. De nuevo la primera. Ella espera del otro lado de la puerta. Chávez no abre. Cardinali camina de nuevo a su cuarto. Chávez camina hasta la cama. Tiene las fotos de la noche anterior (en las que ella coge con el marido) en la mesita de luz: las mira. Pasan minutos, minutos.
* Tocan la puerta de Chávez. Se levanta a abrir. De camino a la puerta se pone una camisa que no llega a abrochar del todo. Es Cardinali, en pantaloncitos de toalla y una especie de camisón. Una camisa de hombre que es del marido. No puedo dormir, dice. No me gusta dormir sola en este hotel. Chávez la hace pasar. ¿Tenés algo para tomar?, pregunta. No, dice Chávez. Esperá un segundo, dice ella. Vuelve a salir, va a su habitación, vuelve con una botella de vino. Chávez la hace pasar. De noche, bajo la pésima luz verdosa de la habitación (lúgubre, lúgubre) las piernas largas de Cardinali parecen marrones. ¿Practicás algún deporte?, pregunta Chávez. Cuando era chica hacía gimnasia atlética, dice ella. ¿Por qué? Tenés buenos músculos, dice Chávez. Perdóname que te lo diga así, pero es muy notorio. Gracias, dice ella, y estira una pierna para contraer los cuádriceps. Cuando la recoge, el aductor se abulta. Ella se acaricia, estirándose. [¡Que no parezca un comercial de cremas, pero que se note que a ella no la toca la vejez!] Cardinali sirve dos vasos. Le pasa uno a él. Recorre la habitación, inspecciona. ¿Estabas mirando mis fotos?, dice ella. Sí, dice él. ¿Y te gustan?, pregunta ella. Mucho, dice él. Se toca la cicatriz. ¿Me la mostrás?, pregunta ella.
* Baño de la habitación. Chavez, sin remera. Cardinali: camisón, descalza, joven. [Sexy, no videoclip] Le toca los hombros, le hace estirar los brazos, le palpa la espalda, como si lo midiera. Después, con mucho cuidado, le saca las cintas y las vendas. Deja la cicatriz al aire. Sale pus, dice ella, eso es bueno. Huele a calamar podrido, pero a ella no le molesta. Quiere decir que el cuerpo expulsa lo que no sirve, la infección, dice ella. Qué bien, dice él, por decir algo. El silencio es tan intenso que se oye la chicharra de la mala conexión eléctrica. Cardinali busca gasa y yodo. Con mucho cuidado, limpia la herida. Chávez se deja tocar. Este es el punto más erótico que va a tener la noche, y quizás la película. La escena es lenta, lentísima. ¿Duele?, dice ella. No, dice él. Está mucho mejor, ¿no? Sí, supongo, dice Chávez. Te hizo bien el aire de mar, cura todo. Sí, me hizo bien, dice Chávez. Hasta ahora.
* Cardinali y Chávez duermen en la misma cama. Por supuesto que no hay escena de sexo.
Me fui a dormir a las cuatro y cuarto de la mañana con una sensación radical que me pasaba mucho en ese tiempo: creer que tenía en mis manos mi próxima película. Y quizás, una gran película para el nuevo cine argentino.
A esa hora el hotel estaba vacío. El silencio estaba compuesto por los motores de las heladeras que sonaban desde la cocina, los ventiladores que los viejos ponían al mango en cada habitación, y por ese murmullo opaco y regular que venía de la playa. Levanté mis cosas, guardé la botella de whisky en la barra y salí un segundo al patio trasero –el que tenía un gramillón grueso– a mirar el mar. Le diría la verdad al barman: tomé tres whiskys, quizás cuatro. Sí, ese balneario era para una película, pensé. A lo lejos, hacia el Sur, se veía el cubo abandonado, roído por la sal. Hacia el norte la bahía de La Coronilla se hacía angosta y le crecía una espesura vegetal que en la noche se veía como cabezas de coles negros. Pinos de mar, muy populares en toda la costa uruguaya.
Bajé a la arena a completar la epifanía. Quería oler el mar. A esa hora parecía más violento, con más tufo animal. Por la estructura del lecho marino, que era largo, las olas rompían bien adentro y a la orilla llegaba una espuma aceitosa y muy gruesa, como de dentífrico. Imaginé los primeros inserts de la película: olas reincidentes, estrías en la arena, ese confuso, insólito detritus que el océano expulsaba por la noche: espumoso vómito. Sólo veía encuadres obvios, supuestamente poéticos. Miré al hotel. El cartel no tenía luz. Lo apagaban para ahorrar energía. Además, no había nadie de noche. ¿Para qué mantenerlo encendido? Esa era una buena escena: el encargado del Hotel que apaga la cartelería siempre a la misma hora. Abrí mi libreta y la anoté: “Escena de encargado con protocolos que se repiten a diario.” Miré otra vez el mar y anoté: “Que el sonidista sea excelente // el clima del film se construye a partir del sonido.”
Subí por las escaleritas de madera y entré al pasillo de las habitaciones. Estaba excitado. La caminata me había dado calor. No me iba a dormir más. Tenía ganas de despertar a Greta y contarle las primeras escenas. Era así, insoportable. Como todavía no tomaba rivotril, me eché en la cama con la ventana abierta y me puse a escuchar el metrónomo del océano. Me quedé dormido cuando amanecía.
Al otro día no nos cruzamos con los uruguayos. Dormí hasta el mediodía y fuimos a comer pescado al restorán de la ruta. A la tarde tomamos sol, leí otra vez el cuento de Onetti y me imaginé escenas de sexo inconcluso entre Julieta Cardinali, mi actriz, y Julio Chávez, el protagonista.
Durante todo el viaje de vuelta a Punta del Este, nuestra base de operaciones veraniegas, le conté a Greta las escenas que había empezado a escribir en mi noche insomne. Estábamos de acuerdo en que no había final, y quizás, tampoco había un conflicto demasiado claro. Éstas fueron las sugerencias que me hizo ella mientras bajábamos hacia el sur por la ruta nueve en el Toyota automático de mi papá:
* Que ella estuviera metida en el tráfico de mercadería del que se ocupaba su marido en la frontera con Brasil.
* Que ella vendiera droga en el Hotel y que se cogiera a todos los ayudantes de cocina, encargados y jardineros. (Chavez, aclaró Greta, no tenía que darse cuenta de eso enseguida; sembrarlo y revelar de a poco).
* Que Cardinali fuera una loquita que intimidara a todo el mundo por el marido y sus negocios oscuros. Que los tipos no supieran decirle que no, por miedo a que ella los delatara. Que tuviera más personalidad y más (o igual) poder que el tipo, que apenas aparecía. (¡Estoy harta de que las mujeres sean siempre débiles!, se quejó Greta. ¡Pero esta no es débil!, corregí).
* Que fuera una chica necesitada de amor pero también capaz de una gran violencia (física y verbal).
* Que se aproveche de Chávez. Que lo enamore y le pida plata (o que se la robe).
* Que le cuente a Chávez que su marido (el traficante) no sólo la usa para vender droga en la capital (Montevideo), sino que le pega y la maltrata. Que Chávez le preste la oreja durante esos tres días en que no está el marido (que está haciendo lo suyo en la frontera). Que ella se enamore de él y él de ella. Que haya escenas de idilio. Que Chávez, trastornado con su cuerpo y con ideas de vejez y decrepitud, se anime a hacer el amor con la jovencita. Que ella se deje. Que en esa escena se vean los omóplatos y la larga espalda musculosa de Julieta Cardinali. Que todo se disuelva (“como olas marinas”, acoté yo) cuando el marido vuelva y se restablezca el orden anterior. Que ella no pueda oponerse a ese patriarcado de juventud, plata y falopa. (Pero que sin embargo, bajo ningún punto de vista, sea una mujer débil).
* Que Chávez haya ido a La Coronilla a vender una propiedad familiar. Que la chica, que se queda sola tres días, se entere que el tipo vino a hacer una transacción, porque todo el mundo sabe todo en los pueblos tan chicos. Que Cardinali sepa perfectamente que, en algún momento de esos tres días, Chávez va a tener la plata en efectivo en su habitación del hotel. Que haya planificado con el marido el viaje de negocios a la frontera, para dejarla trabajar. Así, hecha una femme fatale, Cardinali le inventa la trama de mujer golpeada. Chávez, que se siente envejecer, tiene el impulso de protegerla. Ella lo lleva a su casa y le narra episodios de violencia matrimonial. Chávez se indigna, la abraza, la quiere cuidar. De noche duerme con ella, la primera vez sin tocarla. Uno de esos días –un día laboral- va a un pueblo cercano a cobrar los dólares de la inmobiliaria. Son cerca de cien mil: no es poca plata, aclara Greta. Ella lo espera en el hotel. Esa tarde ella se hace coger. Chávez, entusiasmado por la venta de la casita, se olvida de sus trastornos con el cuerpo. Temores y cautela de hombre cincuentón. Hacen el amor varias veces. Chávez se sorprende de su inesperada energía sexual, explica Greta. Se lo atribuye a ella que es tan joven, a la dieta sana (el pescado tiene proteína animal en gran cantidad), al aire marino. Ella, excelente en su rol, actúa el lenguaje corporal del amor. Pero también, y esto es importante, Chávez también le gusta un poco. Acentúa su posición de víctima de un marido/patrón jodido y golpeador. Le pide ayuda a Chávez, pero es todo mentira. Duermen juntos, enroscados como caracoles. En mitad de la noche, ella le clava una jeringa con un somnífero, va al hotel y le roba la plata. Está todo muy coordinado, porque apenas sale aparece el auto del marido. Se dan un beso antes de arrancar. Salen de La Coronilla con la guita de Chávez, que duerme un largo el sueño químico.
Todo esto fue lo que propuso, en idéntico desorden, Greta. Era mejor guionista que yo.
—¿No es un poco mucho lo de la jeringa?— pregunté. Llegábamos, ya de noche, a Punta del Este.

Pablo Ottonello nació en Buenos Aires, en 1983. Es escritor y guionista. Egresado de la Universidad Torcuato di Tella y la Universidad del Cine, cursó el MFA de Escritura Creativa en Español de la Universidad de Iowa. Publicó Quiero ser artista (Tenemos las Máquinas, 2015) y Veteranos de la guerra del día (Entropía, 2017). Participó en antologías de cuentos, entre ellas la Antología del nuevo cuento argentino publicada por la Facultad de Filosofía y Letras de Buenos Aires. Actualmente cursa estudios de doctorado en la Universidad de Chicago.
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