«Acariciad los divinos detalles» es uno de los consejos de Vladimir Nabokov más repetido y recordado. Sobre todo porque es inapelable. La literatura está, siempre, hecha de detalles. Leves, concretos e inolvidables. José de Montfort lo sabe bien, como deja patente en este cuento.
1.
Esto es lo que vemos: unos trocitos de papel, ridículos, desmenuzados por sobre la mesa del jardín de un chalet del mediterráneo, que ondean con esa leve brisa cálida que trae consigo el fin de la primavera, rutilantes, y a ella, a H. R., fumando, con insidia, fomentando una ansiedad fatal.
Contempla atónita los papelitos, H.. Nada más. Y fuma.
Esto es lo que sucede: que la leve brisa coge impulso, y el narrador (yo y Vd.) que todo observa(mos) detenidamente, pensó (pensamos) que era como si esa brisa vaporosa no se llevase a una buena parte del ejército de papeles, sino a una bandada de cuervos bellos por el césped del chalet… crascitando.
Los recogió con premura, ella, H.R., los papelitos (los cuervos), pero sin dejar caer el cigarrillo (y nosotros ya no pensamos más en cuervos y nos concentramos en ella, en la sutileza urgente de sus manos, que sostenían con una franqueza de equilibrista el cigarro encendido).
Y mientras dejaba H.R. de nuevo la decena o centena de papelitos sobre la mesa (y aun con el riesgo de otra ventada brusca), las manos le temblaban. Y las piernas, como se suele decir, le hacían filfa. Pero, por lo demás, ningún pensamiento ( )
Todo en su mente era un esplendoroso cielo negro, bonancible, empero.
(pensar, a H., siempre le ha conducido al desastre)
Hacía diez meses que hubo de dejar los cigarrillos, H. (yo no, ¿y Vd.?) pero saber que tu marido te está engañando (y tener ese buen montoncito de papelilos para corroborarlo -ahora esparcidos por el jardín del chalet -otra vez; pues una ventada brusca se los llevó de la mesa al suelo-, huyendo, como queriendo negar ellos también la realidad), dan ganas… no -solo- de fumar, sino de muchas otras cosas peores (¿qué es lo peor del tabaco, un enfisema? Bueno)..
Y mientras consentía en que el vientecillo grácil de la tarde del miércoles desperdigase -de nuevo- los papelitos por el césped, ella, H., seguía fumando… fumando (y yo también, ¿Vd. no?¿qué cosa mejor se puede hacer contra la arbitrariedad del mundo?).
Hasta que se escuchó un coche desplazando la grava del caminito de entrada al chalet.
Y, sí, en efecto, era el coche de su marido.
Entonces, una alegría, una sentencia condenatoria: ajá, se dijo, te he pillado.
Al fin.
Notó un breve alivio.
Uf.
2.
Qué decía el papel, qué, antes de ser muchos pedazos, cuando fue uno y todo, la pequeña hoja emborronada de un cuaderno moleskine… Recuerda el tono, H., o acaso la impresión de unas palabras posibles, la potencialidad de una traición (o acaso el deseo, fortalecido por el temor). Pero, en verdad, qué decía el papel, qué.
Flechas, dibujitos, algunas marcas de productos raros, notaciones químicas (lo que delata que las notas fueron tomadas en una reunión, se dijo), y un nombre: Marga. Un nombre tachado. Con denuedo (pero también podía ser Marta o María, el nombre; e incluso Marcel, Marcela, Martina, por qué no, estaba tan tachado); el nombre estaba tachado en círculos, primero, y, sobre estos, salvajes rayajos fuertes lo negaban. Había incluso rasgado el papel, su marido, por la fuerza insidiosa del bolígrafo. Entonces, el nombre podría ser incluso… Mariví, Mabel, Magali, Maika, Maite, Manuela. Ni siquiera era seguro que la primera letra (la única que se podía colegir con una cierta facilidad) fuese una M, podía ser una B estirada hacia arriba, una F dejada a medio hacer, una D meliflua, etc
Fue esto, seguramente, lo que la alertó: la eterna posibilidad (las infinitas variaciones sobre las que podía recaer un engaño, la felonía).
Aunque, se ha decir que, en un primer momento, pensó que era cosa de su hijo Francisco, de diecisiete años
(pero, ay, H., para qué pensar; mejor disfruta, fuma, fuma, fuma: nada más)
Pero, no, H. quiso pensar, muy al principio, y consideró si pudiesen tratarse de apuntes desechados del instituto. Breves notas ya inútiles, después de haber sido pasadas a limpio.
Mas cuando cayó su vista de nuevo sobre el puntito vacío, el hueco del papel provocado por la insidia del bolígrafo penetrando ese nombre (Marisa, Mercedes, Micaela, Milagros, Minerva, Mónica, Montserrat, Myriam, tantas posibilidades), roto por una mano tenaz, enrabietada por la pasión, se dijo (pero para convencerse): ah, no, esto es cosa de mi marido (pero no tenía ninguna razón segura, todo convencimiento provenía de la intuición, del pre-sentimiento, de las ganas de venganza; pero venganza de qué. No importa).
Se dijo, como para fortalecer su convicción: tal ocultación nerviosa -el tachado salvaje de un nombre comprometedor- solo puede ser producto de un marido engañador, mezquino, desleal y mórbido (porque enseguida, pensó, ay, esa tal Mariona, Mireia, Neus, seguro que era un adolescente, casi una púber: un proyecto de mujer).
Y tan súbita -e incontestable- fue su convicción que rompió el papel en mil pedazos, zas, zas, zas, zas; sin un repaso, una ulterior comprobación, sin un intento cabal por ordenar la maraña de notas (y por asegurarse del trazo de la letra, tan diferente la de marido de la del hijo: lo que hubiese sido prueba irrefutable).
Sí, en verdad no se permitió equivocarse, descreer de sí misma (acaso es que necesitaba creerse, creerse real en algo, así sea en la traición).
Decidió, pues, que sí: que su marido la engañaba.
Que no había más que hablar.
Pues muy bien.
Y aceptado esto, ¿qué?
3.
Tan pronto rasgó irascible y furibunda la hoja de papel moleskine (eso fue apenas ayer) se dio cuenta de su error (desmembradas las palabras ya no podrían proporcionarle una clave, una pista: una certeza: ningún sentido). Ahora solo quedaban las cenizas del incendio que llevó a la mano a escribir esas palabras, ese nombre: ¿Marga, Martirio, María?
Los reunió de nuevo juntos, los papelitos, en un postrer intento desesperado, sobre el centro de la mesa de mármol del bar, e hizo una bola.
Se la puso adentro de la mano (tentada estuvo de llevarla a la boca y masticarla); apretó, sin saber por qué, quizá presintiendo que el milagro del jugo (la pulpa) de la verdad de esos papeles se le revelaría. Pero pensaba en nada ( ) en realidad, apenas esperaba ya una iluminación.
Mas la única prueba de su inspiración fue el brillante nerviosismo de la alarma del móvil: tenía cita con la esteticienne.
Pero antes de apresurarse para el salón de belleza, dejó de nuevo la bola de papeles sobre la mesa, la deshizo cuidadosamente y contó: uno, diez, veintisiete, cuarentaydos, setenta y siete… cientocincuentay… pero, en llegando al final, le sobrevino una tos (producto de los cigarrillos que ahora ya encadenaba: chainsmoker), y se le desperdigaron los papelillos; otra vez el viento juguetón… y su impericia.
Tal vez alguno cayó al suelo, o quedó bajo el plato sucio de provolone (acababa de comer una ensalada), o se lo llevó el viento de la tarde del martes.
Como pudo recogió la dispersión de papelillos y los reunió de nuevo sobre la mesa.
Hizo dos montoncitos (a ojo).
Y se los quedó mirando.
Contó de nuevo. Dejó cien de un lado. Y, del otro: setentayocho. Luego quito un poco de aquí y lo puso acullá, igualando los montones.
Esto es lo que vemos: una concreción matemático-geométrica, simulación de dos pechos puntiagudos, similares.
Esto es lo que siente H.: un mínimo instante de placer regresivo.
4.
H. no tenía paciencia -y acaso temía haber perdido la pericia- como para esperar a que su marido se autoinculpase: ello requeriría, además, tiempo, tiempo, tiempo que dedicar a la resignada búsqueda de la oportunidad más propicia.
Pero tampoco es que barajase ningún plan meticuloso o genial al venir hoy, esta mañana de miércoles, al chalet (a apenas quince minutos en bicicleta de su piso del centro de la ciudad); sencillamente cogió del garaje la bicicleta de su hijo (una rústica mountain bike), y echó a pedalear.
He aquí los hechos: siete y media de la mañana. H. despierta. Su marido ya no está en el piso. Sï su hijo. Pero su hijo duerme. Pronto serán los exámenes de selectividad. Y ha estado estudiando. Así, no se sabe a ciencia cierta a qué hora se despertará (ni -si lo hace- cuál será su humor: ¿agrio, displicente como el de su padre, melancólico, feliz?). Cada noche, desde hace ya varias semanas, es así: la luz de su hijo caída sobre el suelo del pasillo, la tímida rendija iluminada que H. descubre cuando, en mitad de la madrugada, despierta y acude al baño, caminando descalza, de puntillas por sobre la madera y un bisbiseo que sale de la habitación de su hijo (y que tanto puede significar la repetición en alto del temario de los exámenes -para memorizarlo-, como una conversación clandestina con alguna chica).
H. no se ducha, se viste en el dormitorio conyugal. Pero esto no la enfada, ni tampoco reprime su feminidad. Se pone un sujetador, cuya parte derecha rellena con un calcetín; y una blusa espléndida, negra, con dibujos rojos, ameboides, como de protozoos. Bien abierta la blusa, fomentado la visibilidad del contorno del sostén. Y unos jeans. Unas zapatillas.
Y la peluca rubio platino.
5.
Te pillé, desgraciado.
(H. ríe)
pero aún no
[…]
Nosotros (tú, yo, él) sabemos, empero, quien conduce ese coche. Y no es el marido de H.. Pero no se lo vamos a decir; además, cómo se le dice algo a quien ya se ha convertido en una ficción de sí misma, y solamente cree en la verosimilitud de su capricho.
[…]
Echada abajo de la cama de la habitacioncita que da al comedor, respira con codicia. Pero no la embarga la angustia, a H., o el vértigo de la desgracia inminente, sino algo más infantil y crédulo, inocente y puro: el mismo deseo de aventura (esas ínfulas que otorga el saber que nos enfrentamos a un peligro inconsecuente).
6.
Todo sucede con una enorme lentitud: dos cuerpos se zarandean por el comedor, agarrados fuertemente. Resoplan en la penumbra. Susurran. Caen ropas, pero no muchas: un bléiser, un pañuelo que se desliza por el contorno del hombro y roza la espalda cautiva. Un botón que cae vítreo contra el suelo, solo para no partirse y justificar la rebeldía del polo blanco, ceñido a la resistencia del sweater. Y la falda gris, que completa el uniforme del colegio de María Auxiliadora, que revolotea grácil y frívola, pero eso es porque se siente protegida por la rigurosidad inexpugnable de las medias funéreas, negras, de lana.
Sin más remedio, las manos deambulan por otro contornos, allá arriba: donde el tórax principia dos tetas briosas. Y ahí queda todo, de momento.
7.
Estos son los hechos: verano de 1964. En el pickup suena esa melodía: “Eternidad hay en mi corazón / al despertar a un amor tan feliz”, mientras Hildegard Rodríguez y su primer amor, Nacho Ruíz, se besuquea(ba)n en la impunidad de este mismo chalet.
Ambos han hecho pellas, han venido desde la ciudad con la moto de Nacho.
Pero en el colegio han avisado enseguida al padre de Hildegard, que, avispado, temeroso o cómplice, en el justo momento en el que más ropas se disponían a caer al suelo, ha zarandeado la cancela y abierto la puerta con estrépito. Gritando: basta.
La misma puerta que se abre ahora, este miércoles del año 2014, treinta y seis años más tarde. Por la que entran, de nuevo, dos cuerpos, que se zarandean, pero que no susurran, ni gimen, ni jadean, sino que su desesperación toma la resolución práctica de evitar preámbulos. Y primero cae la ropa, y luego aparecen las voces. Una, en particular, no candorosa, pero sí joven, como siempre joven es el amor, una voz que restalla en la penumbra del chalet al decir: “métemela Francisco”.
A H. se le escapa una risita nerviosa.
8.
Como Vd. y yo ya sabemos, escuchar jadeos ajenos, la supuesta perversión de participar (en el silencio) del sexo de un tercero, de dos terceros, no produce ningún tipo de lasciva fascinación; si acaso un arrebato. Pero no de pasión, sino de piedad. Y una oportunidad feliz para deambular en la nada mental. Es como cuando una canción nos inunda el pensamiento, una canción que conocemos muy bien, y hemos tarareado cientos de veces, y su letra ya nos sale del alma de manera automática. Pues igual con la clemente percusión repetitiva del sexo.
Y esta fue la razón por la que H. se acordó (pero esto fue ya mucho después de que las siluetas hubiesen abandonado el chalet) de aquel momento anterior a la lujuria, ese momento previo cuando el amor no es (no era) más que ternura y piedad. Y besos. Ese justo instante virginal de la canción, cuando su melodía aun no ha perforado nuestros oídos; ese período de la vida que parece un segundo, pero que se pierde ya para siempre, dejándonos la letanía de una penitencia de bisbiseos, jadeos, gritos y sacudidas mecánicas.
9.
Estos son los hechos: Hildegard castigada sin ir a pasar el mes de agosto a Donostia, con sus primos. Y no solo eso: ha de estar en casa inexcusablemente a las siete y media, como muy tarde, todos los días. Ni hablar de ir a un baile, a la fiesta en casa de una amiga o a una excursión a la sierra; sí a la playa o a tomar un helado, pero con la custodia de su hermana mayor, Carmencita.
Le permitieron, una vez, y como gesto mayor de benevolencia por su padre, el ir a la terraza veraniega del cine: Crucero de verano, echaban. Qué apropiado: en ella se contaba una historia de amor. Otra Carmen, Carmen Sevilla, no su hermana, se enamoraba de un apuesto y simpático muchacho extranjero, al que perseguía sin cesar una retahíla de mujeres (de las que luego se sabrá que son agentes secretos femeninos).
Hildegard no pudo ver a Nacho durante todo el verano.
Se lo prohibió su padre.
Ta-jan-te-men-te.
Llegado el invierno, por fin, sí pudieron retomar lo que quedó en suspenso.
El día de Nochebuena, justo en el momento en el que toda su familia se consagraba a la celebración de la misa del gallo, precisamente en la iglesia de su escuela, de María Auxiliadora. El mismo día que nacía el niño Jesús, ella se convertía, para siempre, en este mismo chalet, en libélula.
10.
La mujer se ha quedado ahí, debajo de la cama, cercado el cuerpo por el polvillo sucio que se le arremolina en derredor, y que se ha venido acumulando desde el verano
(y debe hacer ya horas que la parejita se marchó).
Con el vértigo oscuro de tanto tiempo seguido, se abandonó la mujer, hasta quedarse adormilada. Entreabriendo los ojos, yace aun suave una imagen en los párpados, el recuerdo de aquellos besos con Nacho, tantos besos… entonces toma el pensamiento un contorno muy claro: su hermana Carmencita, ambas sentadas en el salón de té, aquí, en este mismo chalet, ese verano de 1964.
Su hermana quiere saber, o acaso explicarse, y explicarle (están pasando tantas horas juntas). Le dice, al fin: es por las libélulas, ¿verdad? Y hace un gesto, señalándose ahí.
¿Libélulas? Piensa, Hildegard. Y le replica: querrás decir mariposas.
No, no, libélulas.
11.
No lepidópteros, sino anisópteros. No mariposas, sino libélulas.
Las libélulas no pueden plegar sus alas transparentes sobre el abdomen alargado, y se caracterizan por sus ojos multifacetados, esto es: de muchas caras, que apuntan en todas direcciones.
Cualquier aficionado a la semiótica sabe lo que es un símbolo (del latín simbŏlum): la representación perceptible de una idea. Un dibujo que posee un vínculo convencional entre su significante y su denotado. La libélula, claro está, es un símbolo que sí ofrece semejanza, pero no contigüidad.
Su hermana Carmencita se lo explicó así: es esa reacción instintiva, irrefrenable, que tenemos las mujeres, de abrir las piernas. Yo lo llamo “el síndrome de la libélula”, le dijo. Debemos luchar contra eso, le aseguró, al menos hasta que te cases.
No lo olvides, le dijo.
Por eso te ha castigado papá.
12.
Lo grotesco ahora, más de treinta y cinco años después de aquella confidencia, es que la mujer se siente igual de invisible, sus ojos paranoicos buscando siempre en torno, temiendo la sanción del poder de una voz masculina, fraterna (una voz espectral, pues su padre está muerto).
Una feminidad abortada, así se siente.
Piensa, ahora ya sí: quizá esa sea, al fin, verdaderamente mi traición, se dice.
Y, a la vez, mi castigo.
13.
Se acerca la hora de comer. El hambre manda
(somos seres dóciles, gobernados desgraciadamente por los instintos -y las necesidades)
Seguimos a una silueta afuera de la habitacioncita, el comedor. Atravesamos la cancela, la puerta. Nos demoramos en la pérgola, donde queda la mountain bike, recostada contra la pared, oculta por unos setos. Y la parra.
La silueta parece recoger algo del suelo, y deambula por el parterre, por entre el césped amarillento. Ahora se agacha, ahora se pone en pie.
Pero pronto, al comprobar algo, desiste
(el trazo firme, grueso, cirílico y las letras enormes de la caligrafía del hijo, ¿quizá?, tan diferente de las letras menudas, enjutas y timoratas de su marido… pero ya, qué más da, qué importa)
Un reflejo moribundo del sol se ceba entonces (¿la tan añorada iluminación?) contra la cabeza calva de ese ser indistinto, que porta en la mano una peluca rubia platino. El fulgor espontáneo, en un destello pertinente, nos ciega los ojos.
Y ya no vemos nada más.

José de Montfort (Castellón, 1977) es graduado en Estudios Ingleses por la Universidad de Barcelona, así como diplomado en Literatura Creativa por la Escuela TAI-Madrid y miembro de la AECL (Asociación Española de Críticos Literarios). Es autor del libro de relatos Fin de fiestas (Suburbano, 2014). Se ocupa de las relaciones con la prensa en la editorial Malpaso. @jsdemontfort
exactamente un individuo,
por Rubén J. Triguero
nueva columna de Martín Cerda
adelanto del nuevo libro de
Javier Payeras
Antología de cosas pasajeras
por Javier Payeras
de Henry David Thoreau,
leído por Rubén J. Triguero