Colaborador habitual, uno de los más generosos del grupo proteico que comparece en esta web, ya que durante el inicio del confinamiento provocado por la pandemia compartimos en su integridad para los lectores su primera novela, Los dueños del ritmo, José Eduardo Tornay, tras el largo peregrinaje que impone el negocio editorial a los autores que no descollan en las listas de más vendidos, ha logrado finalmente ver editada esta novela, que, nos consta, estuvo ya a punto de ser editada en otras editoriales pero que los vaivenes empresariales y económicos han impedido que haya llegado antes a sus lectores. Ya está todo arreglado y Vacaciones en familia está ya en preventa, para los que no quieran dejar pasar la ocasión de hacerse con un ejemplar: https://www.eolasediciones.es/catalogo/coleccion-caldera-del-dagda/vacaciones-en-familia/
Los primeros días en el edificio transcurrieron con gran calma. Después de las semanas que habíamos pasado de camping en camping el silencio que nos acogía, aquel oasis en pleno centro de Madrid, nos mantuvo adormilados. No nos atrevíamos a inspeccionar demasiado alegremente los alrededores pero, inevitablemente, recorrimos escaleras y pasillos, jardines y desniveles arbolados. Lo suficiente para comprobar que eran muy pocos los habitantes de aquel paraíso —y más desconfiados que nosotros—. Si nos acercábamos a la vez que algún otro a llamar al ascensor o a tirar una bolsa de basura en alguno de los contenedores que habían camuflado tras los arbustos siempre retrocedíamos para no saludarnos ni tener que explicar con mentiras que el otro no creería los motivos que justificasen nuestra presencia allí.
Era cierto que se trataba de un edificio magnífico. Las viviendas —si todas eran del mismo tipo y tamaño que la nuestra, como cabía suponer— estaban dotadas de las máximas comodidades. Los frigoríficos y las alacenas contenían suficientes alimentos envasados, refrigerados o congelados, para mantener a una familia estándar como la nuestra por lo menos durante un mes. Inés planificaba la dieta mucho mejor que lo había hecho durante los días previos del viaje, pues al vivir rodeados de paredes descartaba cualquier tentación de improvisación o desequilibrio. Su abuela ejecutaba los planes con una mano educada al servicio del placer y la dulzura —o de un gesto impostado que fingía placer y dulzura—, de modo que todo cuanto cocinaba traía un sabor ancestral y auténtico, o diseñado para causar en un nieto político ese efecto.
Durante un buen rato cada mañana yo me dedicaba, infructuosamente, a simular intentos de fabricar una base de ramas y peñascos que diera estabilidad y basamento para sacar nuestra monovolumen de su atolladero. Luego, teléfono en mano, en la habitación que ya habíamos denominado mi gabinete —nunca he tenido un despacho en mi vivienda particular, nunca nos ha sobrado una habitación y, sobre todo, ¿para qué lo querría?— me dedicaba a llamar a empresas de transporte de vehículos y a los distintos departamentos de nuestra aseguradora. Por el momento las gestiones no avanzaban. Mis excesos de sinceridad al aclarar de antemano la posición inclinada o suspendida en que se encontraba la monovolumen y su emplazamiento concreto, dentro de un jardín tan distinguido, tras los muros inauditos que no podía explicar cómo se comunicaban con el parque del Retiro, motivaban continuas respuestas evasivas, el rebote de la llamada, la circulación de mi voz de unas extensiones telefónicas a otras. Como en un juego de la oca burocrático casi siempre devolvían la llamada a operarios desinformados que no solucionaban nada. Si sus respuestas contradecían lo que me hubiera dicho minutos antes otro interlocutor, y así se lo hacía saber, enseguida amagaban con anotar el nombre, la nomenclatura o la extensión, para proceder a interponer formularios de disconformidad que, si bien no aumentaban un ápice la posibilidad de resolver mis problemas, cumplían fielmente los protocolos de normalización, lo que sí incrementaría sin duda la valoración mensual que los sistemas de calidad harían de aquellos tristes operarios, siempre que yo tuviera a bien responder a las llamadas de confirmación que terceras personas, a sueldo de entidades supuestamente independientes, cursarían minutos después. Requerimiento al que siempre accedía —o que a veces eludía, pero es fácil mentir a favor de quien solicita nuestra colaboración— porque también yo he tenido que buscarme la vida en trabajos que no conducían a nada, he pasado jornadas laborales fabricando estructuras de humo y palabras que no necesitaban un soplo de aire para derrumbarse porque se desvanecían solas.
Así que, cumplido mi horario de vanos intentos, atendida mi conciencia y con un expediente detallado que trasladaba a Inés de inmediato, disponía del resto del día para entretener a nuestro pequeñuelo, comprar las pocas cosas de las que no nos proveyera el edificio y realizar cualquier otra maniobra que pudiera satisfacer mi curiosidad que es un vicio privado, es una forma crónica de mantenerme alerta, es un pozo sin fondo y es una metodología científica tan válida como cualquier otra y que me permite mantenerme en intercomunicación con el entorno.
El Banco de España tiene la forma de una ele mayúscula, eso lo puede averiguar cualquiera. El lado corto es el que mira a la calle de Alcalá, en el tramo que empieza la subida hasta la Puerta del Sol. En él se sitúa la gran entrada, la que da acceso al enorme patio de operaciones que ahora sirve de recibidor. El lado largo, aparentemente más monótono, más burocrático y consecutivo, mira con una suave pendiente al paseo del Prado, enfrente del museo Naval y del bulevar lleno de árboles. Los otros dos lados, lógicamente, son los que están amurallados con altas paredes en alguno de cuyos ángulos aparece un sendero que conduce secretamente al corazón del parque del Retiro. Lo que no se adivina desde el exterior es que en el centro de los jardines hay una alta torre hexagonal, todavía más burocrática y de construcción evidentemente más reciente, coronada por un helipuerto. Aunque en esos primeros días de observación no se vio trasiego de aeronaves —si excluimos el trajín de los drones que abarrotaban las calles de los alrededores y que, perdidos en apariencia o aturdidos en su rutina, parecían buscar en el remanso de nuestros arbustos un intermedio de calma— era de suponer que el helipuerto fue construido para facilitar el transporte —o la huida, llegado el caso— de las autoridades financieras, incluso de las autoridades militares que diseñarían ataques o contraataques de juguete en el cuartel general que hay en la finca de enfrente. Pero otra opción no por inverosímil menos probable es que cuando decidieron convertir el edificio oficial en un bloque de viviendas tan distinguidas, construyesen la torre y el helipuerto como un alarde, una exhibición de opulencia que viniera a proclamar la supremacía de los flamantes vecinos respecto al resto de los habitantes de la ciudad. Entonces no sería imposible imaginarlos tomando el helicóptero —un helicóptero-lanzadera a disposición de la comunidad de propietarios, por ejemplo, o mejor una nave particular de cada vecino— que los llevaría a un aeropuerto privado de las afueras de la ciudad para desplazarse desde allí a cualquier punto del mundo, a fin de cumplir con obligaciones o disfrutar de placeres inimaginables para mí, al fin y al cabo un hombre de provincias, de fantasía limitada, experiencias vulgares y capacidades comunes.
A veces me encontraba, casi siempre emplazado en su quiosco de madera —que él insistía en llamar cabina—, perenne en su puesto de control, enigmático y críptico, al vigilante que me había dado la bienvenida el primer día. Al principio me suministraba con cuentagotas informaciones de gran valor que yo no podía medir porque no nací tasador de criptogramas. Me contaba breves narraciones sobre el edificio, casi siempre sobre la construcción y su emplazamiento: los antecedentes de la finca, el palacete que tuvieron que derribar para levantarlo en su solar, las sucesivas ampliaciones, los departamentos y negociados en que se dividía la planta antes de transformar su destino en residencial, las extensas salas de reuniones, los pasadizos alternativos que permitían unir dos estancias cualesquiera por diversos caminos. Pero también, consciente de mi desubicación en la ciudad, de mi falta de datos, de recomendaciones, de amigos o de gustos que pudieran orientar mis pasos en el exterior, me asesoraba sobre lugares que convenía visitar. Lugares en los alrededores de nuestro edificio, pues sabía él que no podía alejarme de mi nido —donde quedaban tres polluelos desprotegidos, incapaces de defenderse o de establecer ningún tipo de interrelación con el entorno—. Y sabía que yo de todos modos era un macho temeroso, desconfiaba de mis recursos, no estaba capacitado para afrontar ningún peligro.
Una de las primeras veces me animó a sentarme en los veladores del Círculo de Bellas Artes —del restaurante que conserva ese nombre y que extiende su logotipo por todas las capitales de Europa a medida que va adquiriendo locales emblemáticos— pero no para disfrutar de sus ofertas o sus servicios —me recomendó pedir lo más barato y dejar el doble de su precio de propina, método ideal para ganarse el aprecio de los camareros— sino para imaginar cómo sería aquella misma acera, unos metros más arriba, cuando cien años antes la ocupaban las terrazas de los grandes cafés: La Granja del Henar y el Negresco. Me habló de las fabulosas tertulias que en ellos tenían lugar y de quienes las capitaneaban —Luis Araquistáin, Ortega, Valle, Azaña, Jardiel Poncela, Sender, Romero de Torres, Eloísa Muro— y me advirtió que en aquel tiempo convulso, agitado y expectante la tertulia no era ni mucho menos una reunión de amigos, sino la escenificación de las disputas que recorrían las calles, el banco de pruebas para los argumentos que a continuación serían vertidos en las Cortes o en la prensa escrita. Por eso a las tertulias se iba sobre todo en calidad de público y por eso las mentes —los verbos— más preclaras —más hirientes— las buscaban para exhibirse y de un modo espontáneo se les reservaba los asientos centrales, de modo que con la magnífica sonoridad de las salas y el silencio de la concurrencia se asegurase la escucha nítida.
En los veladores exteriores tenía lugar una especie de espera de los no iniciados. Allí se sentaban a ver entrar a las primeras figuras de la disputa dialéctica y aguardaban a ser invitados por alguno de los habituales. Entonces podían pasar al interior y tomar asiento en las mesas preferentes, lo cual era tenido con motivo por un ascenso en la escala social de la capital. Pero también en los veladores —me dijo el vigilante, que hablaba como quien hubiera conocido aquel ambiente— se esperaba la llegada de grupos rivales, provenientes de otros cafés y otras tertulias, que a veces aparecían para ajustar cuentas, porque las palabras eran entonces puñales que cortaban, de las que había que defenderse o hacerse responsables.
Nada de aquello vi, por supuesto, y me costaba mucho imaginarlo. Lo que yo veía era sobre todo gente de paso. Turistas con sus guías de mano y grupos —de adolescentes o de familiares— habitantes de la periferia que, en lugar de conquistar en tropel y de golpe el centro de la ciudad con mazas y bolas de acero dentadas, lo hacían por fascículos, hoy una plaza y mañana una avenida, hoy la fachada de un palacio y mañana un velador, a base de tomarse fotografías con sus teléfonos y sus alargadores, sonrisas y gestos de la victoria. Gente con prisa por que les atendieran los camareros, por beber sus consumiciones y por pagar o por fugarse sin haber pagado. El nuevo establecimiento conservaba la terraza y la cafetería del Círculo, a la que se podía acceder todavía por el magnífico recibidor de la calle lateral —Marqués de Casa Riera—, pero el resto, incluida la biblioteca, la sala de bailes, las escaleras, las salas de reuniones y las de juego, tenía ahora un uso comercial: las mismas cadenas de marcas de ropa, de comida precocinada o de complementos deportivos que en mi pequeña ciudad se repartían las estancias y cambiaban de espacio cada cierto tiempo —ya me lo había advertido el vigilante— porque la sensación de provisionalidad, el vértigo de temer que a la próxima ocasión no se encontrarían en el mismo emplazamiento, venía a contrarrestar la seguridad de saber que iguales diseños y tonalidades podrían estar adquiriéndose en cualquier punto del mundo, en el mismo momento.
Yo me sentaba a veces a la mesa del velador perimetrado que hace esquina para ver a la gente pasar y pensar un rato en lo que nos estaba ocurriendo y en las palabras que el vigilante rociaba sobre mí como con un aspersor.
José Eduardo Tornay nació en Algeciras en 1968. Narrador autodidacta, pudo ir a la universidad gracias a becas estatales. Obtuvo varias titulaciones y, sobre todo, aprovechó ese periodo para leer miles de libros y asistir a numerosos seminarios y conferencias sobre literatura, arte y pensamiento. Colaborador habitual de revistaPenúltima, ha firmado relatos, artículos y entrevistas en periódicos, revistas literarias y programas de radio. Reunió sus primeros textos en el pequeño volumen A la sombra de los bloques (Algeciras, 2000). Ha publicado también el libro de relatos Los observatorios (EDA) y la novela corta Los dueños del ritmo (La Fábrica).
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