La semana que viene Alizana Editorial pone a la venta en la traducción de Pablo Martín Sánchez el único libro de Eduardo Berti que no se escribió en castellano. En 2017 editó en francés Une présence idéale, publicado por Flammarion y que ahora se recupera, de modo paradójico, a la lengua en la que ha producido casi toda su obra pese a residir desde hace mucho tiempo en Francia (con un breve lapso hispano), y mediante la participación de otro de los miembros actuales del Oulipo. Es para nosotros una alegría poder compartir con nuestros lectores el breve texto introductorio del libro y los primeros capítulos del mismo.

 

Entre abril y diciembre de 2015 pasé varias semanas en el hospital universitario de la ciudad de Ruan, invitado y acogido estupendamente por el servicio de cuidados paliativos. Los textos que aparecen a continuación se inspiran, de forma más o menos libre, en lo que allí vi, oí y viví. Obviamente, los nombres de los narradores (narradoras, en su mayoría) son inventados, pues se trata de una ficción construida a partir de una experiencia real. En cualquier caso, estos textos pretenden rendir homenaje a todo el personal sanitario de todas las unidades de cuidados paliativos; y también al libro Compañía K, de William March, que inspiró la forma de este volumen. Quisiera dar las gracias a toda la unidad, así como a la unidad de oncología digestiva, pero también al servicio de actividades culturales del hospital universitario de Ruan y a los organizadores del festival Terres de Paroles que tuvieron la feliz idea de proponerme una residencia médico-literaria en la ciudad natal de Gustave Flaubert, hijo de un antiguo director de la Escuela de Medicina de Ruan.

Me he atrevido a escribir estos textos directamente en francés, lo cual no supone un cambio definitivo en mi lengua de escritura. Sigo escribiendo en español y seguiré haciéndolo, qué duda cabe, pero en esta ocasión el francés se impuso por múltiples razones, una de ellas en especial: porque en francés descubrí el universo que inspiró estos textos, en francés nacieron las primeras frases y los primeros bocetos, y cada vez que intentaba llevar a cabo una traducción el resultado se me antojaba falso, artificial

No creo que Una presencia ideal sea un libro sobre la muerte. Mi intención fue escribir un libro sobre la vida: la vida profesional y personal de un grupo de trabajadores de la salud. Quise entender cuál es el lugar de la vida, por así decirlo, en un contexto donde la muerte es omnipresente. Y, de manera similar, quise explorar el lugar de la invención dentro de un proyecto de escritura donde realidad y documentación fueron dos pilares importantes. Por esto mismo, aunque algunas de las historias y algunos de los personajes de este libro son ficticios, opté por ser fiel a todo lo que atañe a su profesión.

E.B.

PAULINE JOURDAN (Auxiliar de enfermería)

No, no pienso leerme su libro. Usted ha venido aquí, según me han dicho, para poner en palabras nuestro oficio, nuestra realidad. No he leído nada suyo, lo siento. Tal vez sean prejuicios. Pero cada vez que veo médicos, enfermeras, auxiliares en una novela, en una película o en una serie de televisión me entran ganas de reír, la verdad. O bien resulta excesivo: un catálogo de golpes bajos; o bien resulta edulcorado, embellecido. Pero nunca es auténtico, nunca. Porque incluso cuando exageran, cuando se apropian de nuestro trabajo para hacer del sufrimiento humano un espectáculo, las imágenes son tan desmedidas que parecen efectos especiales. Así que ya me perdonará, pero no pienso leer su libro. No vaya a ser que no encuentre nada. Que descubra una versión descolorida de mi testimonio. O, peor aún, que me sienta traicionada. Dicho esto, si he aceptado hablar con usted no ha sido solo para decirle que no pienso leer su libro; he aceptado, básicamente, porque nunca me niego a hablar de mi trabajo. Supongo que en su caso será distinto. Cuando se invita a comer a un escritor, a un arquitecto, a un cocinero, a un abogado o a un actor y empiezan a hablar de sus oficios, a veces algunos exclaman «¡oh, qué interesante!» y otros piensan «¡ah, qué aburrimiento!», pero nadie se atreve a decirles: «¡O paráis de hablar de vuestro trabajo o nos vais a estropear la cena!». Las enfermeras y las auxiliares sabemos que en nuestro caso siempre es así. Nos sucede tan a menudo que muchas, a la larga, acaban por adquirir la prudente costumbre de cerrar la boca. Al menos fuera de nuestro círculo. ¿Con cuántas de mis compañeras ha conversado ya? ¿Le han hablado del aseo mortuorio, de los vómitos, de las labores del personal de limpieza? ¿Piensa describir todo eso? ¿Piensa fastidiarle el banquete a los lectores? ¿En serio? No leeré su libro de todos modos, así que respóndame lo que quiera.

 

MARIE MAHOUX (Enfermera)

Aquella mujer era alguien especial. Y no lo digo porque fuese mi primera paciente. Lo digo porque era realmente especial. Una mujer muy sensible. Serena. Y de una amabilidad extraordinaria, por suerte para mí, que acababa de llegar a cuidados paliativos directamente de la escuela de enfermería. Ya sé que no es lo habitual; en teoría hay que pasar primero por otros servicios. Pero en mi caso no fue así. Llegué muy joven a la unidad. Tenía apenas veintidós años.

Era mi quinto día en cuidados paliativos. Aún estaba intentando adaptarme cuando murió un paciente. Forma parte de la rutina. Aquí hay un centenar de muertes al año, y cuando digo un centenar no es ninguna metáfora, un muerto cada tres días, aproximadamente. Pero aquel era mi primer muerto. No, claro que no fue culpa mía. Digo «mi» muerto, siento que puedo decirlo así, porque se apagó ante mis ojos, de golpe, como una hoja que cae de un árbol. Rondaba los sesenta años y tenía los pulmones hechos polvo, como sus esperanzas.

No me entraron ganas de llorar, pero sentí la necesidad de cerrar los ojos, contener la respiración y contar: uno, dos, tres, cuatro… hasta veinte. Solo entonces avisé a Clémence, Sylvie y Pauline, que hacían el turno de tarde conmigo. Al verme la cara, me aconsejaron que saliera a tomar un poco el aire, para despejarme. Me dijeron que ellas se ocuparían de todo. Me sentí agradecida y ofendida a la vez. Pero les hice caso. Bajé las escaleras y tomé un café de pie, frente a la máquina. El vasito de plástico me temblaba entre las manos.

Diez minutos después, Clémence me mandó a hacer la ronda por las once habitaciones restantes. No querían que volviera a ver el cuerpo, obviamente. No seguí el recorrido de costumbre y dejé para el final a aquella mujer tan especial (mi primera paciente). Recuerdo que pensé, mientras hacía la ronda, que yo era la única de toda la unidad que aún tenía a su primera paciente en el hospital. También recuerdo que pensé, con algo de tristeza, que no tardaría en ser como las otras…

Dejé a mi primera paciente para el final porque pensé que me calmaría. Parecía siempre tan serena. Como si encontrase lógico y normal estar allí, en la cama. En cuanto me vio entrar en la habitación abrió los ojos desmesuradamente.

—¿Ha pasado algo, querida? (Así me llamaba: «querida».) Intenté sonreír y contesté: —No. Nada.

—Vamos a ver… Ha muerto alguien, ¿no es cierto? —preguntó.

Me quedé un instante estupefacta. —¿Cómo lo sabe?
—Se nota, eso es todo. Se nota, querida.

 

CAMILLE ZIRNHELD (Auxiliar de enfermería)

Un viernes a última hora de la tarde estaba con mi compañera, Awa, y también había otra pareja de guardia: Morgane y Solène, si mal no recuerdo. Así es como trabajamos aquí. Supongo que ya se lo habrán contado. Una enfermera y una auxiliar, en equipo. En suma, que era viernes, como le decía, y tenía libre el fin de semana, Awa y yo no volveríamos a trabajar hasta el lunes, así que agarré el papelito donde acostumbro a anotar para mí, como una suerte de recordatorio, el nombre de los doce pacientes y sus respectivos números de habitación, y entonces, de pronto, sin saber muy bien por qué, subrayé ocho de aquellos nombres y dije, como quien no quiere la cosa, de un tirón y en presencia de mis tres compañeras: «El lunes los otros cuatro ya no estarán aquí». Me refería, evidentemente, a los pacientes cuyos nombres no había subrayado.

Ya lo había olvidado cuando el lunes, al verme llegar, Solène me anunció algo insólito y atroz: mi previsión se había cumplido.

Todo el mundo me miraba preguntándose cómo había hecho para saberlo. Pero yo no sabía nada. Simplemente lo había adivinado. Es increíble. Lo había adivinado. Estaba desconcertada. Y mortificada. Por supuesto, jamás he vuelto a hacer nada igual. Ni siquiera para mí, en secreto. Jamás.

 

HÉLÈNE DAMPIERRE (Enfermera)

Estamos hablando con toda confianza. Desde que llegó aquí, hace un par de semanas, se ha convertido en una rutina: hablamos un poco de todo, de la vida en general. Entonces, sin darme cuenta, de un modo de lo más natural, empiezo a tutearlo. Quiero rectificar enseguida. Pero, ¿cómo hacerlo? Sé que acabo de franquear una línea. Sin embargo, él se muestra encantado: le parece muy bien que nos tuteemos. Y la costumbre se instala entre nosotros. Por las dudas, se lo comento a Terwilliger. «Ya no hay vuelta atrás, Hélène», me dice. Es demasiado tarde. Son cosas que pasan. Y, al fin y al cabo, ¿qué más da? No obstante, a partir de entonces noto cierto desequilibrio con respecto a mis compañeras. Yo soy la única a quien tutea.

Una semana más tarde, en medio de una conversación anodina, me suelta: «Está bien que nos tuteemos. Pero no te aconsejo que te hagas mi amiga, pues no tardarás en perderme». Lo dice manteniendo la calma. Con una cólera serena. Con una mezcla de amargura y de resignación. Y entonces me quedo sin palabras. Si hay algo que se aprende rápido en este oficio es a callar cuando no se tiene respuesta.

 

CATHERINE KOUTSOS (Médica residente)

Éramos seis o siete personas alrededor de la cama cuando Patricia Long entró en la habitación.

—Señora —soltó Patricia con voz algo trémula, consciente de la importancia de lo que iba a anunciar—. Señora, es su hijo mayor. Ha venido a verla.

Toda la unidad conocía la historia. Madre e hijo llevaban diez años sin hablarse. La anciana era viuda y recibía con regularidad la visita de una hermana, mayor que ella, y también de una sobrina muy tímida que nunca decía más de dos o tres palabras seguidas. La ausencia del hijo era más poderosa que la discreta presencia, casi invisible, de aquellas dos mujeres.

—Señora —insistió Patricia—. Su hijo… En la sala de familiares.

Estábamos auscultando a la mujer. Dos enfermeras, dos auxiliares, dos médicos externos y yo, la única residente.

La mujer, que había cerrado los ojos mientras la auscultábamos, los volvió a abrir con rabia y dijo «no, no» por toda respuesta.

—¿De verdad no quiere verlo? —preguntó Jacqueline Marro con un ligero tinte de sorpresa en la voz.

—No, no —repitió la mujer.
Y añadió con resentimiento:
—No sé cómo se atreve. Díganle que se vaya, por favor. Observé a la mujer. ¿Debíamos insistir o limitarnos a

cumplir su deseo? Cuando aparté la mirada, siete pares de ojos estaban escudriñándome. Por algún tipo de acuerdo tácito, habían decidido que era yo quien tenía que ir a hablar con el hijo.

Estoy acostumbrada a comunicar a la gente las noticias más terribles: «Tiene usted leucemia», «Me temo que no le quedan más de cinco o seis meses de vida»… Lo cual no quiere decir que sea una insensible. Pero el ser humano se acostumbra a las cosas más insospechadas. Y, sin embargo, a pesar de la experiencia, me sudaban las manos como la primera vez que tuve que decirle a un paciente que sufría una enfermedad incurable.

El hijo esperaba de pie en el umbral de la puerta de la sala de familiares. Mi cuerpo y la expresión de mi rostro debieron de transmitirle una información bastante clara, porque me tendió la mano y me preguntó directamente: «No quiere verme, ¿verdad?». Me lo estaba poniendo fácil. Le respondí: «No, no…». Y, al hacerlo, imité un poco, sin querer, la entonación de su madre. El hijo me dio las gracias y sonrió con tristeza. Estaba a punto de irse, cuando volvió a dirigirme la palabra.

—¿Podría ver otra habitación, por lo menos?

Sorprendida, le pregunté si se refería a visitar a otro paciente. Pero no, solo quería ver otra habitación. ¿Para hacerse una idea del lugar en que su madre iba a morir, tal vez?

No había ninguna habitación libre. Eso ocurre pocas veces en nuestra unidad, ¿sabe? Sin embargo, uno de los pacientes había salido de la habitación para una sesión de quimio.

—Está bien —le dije.

Pocos segundos después nos encontrábamos en aquella habitación, situada justo enfrente de la de su madre. Tenía la sensación de ser un agente inmobiliario esperando a que un cliente terminara la visita. Por fin, el hombre murmuró:

—Muy bien, ya está. Sí, ya está.

Acompañé al hijo hasta la salida. Me tendió la mano por segunda vez. La tenía aún más húmeda que la mía. Nunca volvió a ver a su madre. Todavía recuerdo su última mirada. La mirada infeliz de un niño injustamente castigado.

 

Eduardo Berti (Buenos Aires, 1964). Su primer libro de ficción, la colección de cuentos Los pájaros (1994), obtuvo el Premio-Beca de la Revista Cultura y fue considerado uno de los mejores libros del año por el diario Página/12. A este libro le siguieron dos novelas de importante repercusión: Agua y La mujer de Wakefield, ambas traducidas a varios idiomas: japonés, inglés, portugués y francés. La versión francesa de esta última fue finalista del prestigioso premio Fémina, que se entrega en Francia al mejor libro extranjero del año. En 1998, Berti se afincó en París, donde trabajó como periodista cultural y corresponsal para diversos medios argentinos. En el año 2002 publicó en forma simultánea en España y en Argentina los cuentos muy breves de La vida imposible cuya traducción al francés, La vie impossible, recibió el premio Libralire-Fernando Aguirre que en ediciones anteriores ganaran Enrique Vila-Matas o Francisco Ayala. En 2004, su novela Todos los Funes quedó finalista del prestigioso Premio Herralde, y fue considerada por el Times Literary Supplement uno de los mejores libros de ese año. En 2008 publicó la novela La sombra del púgil, y en 2010 apareció su último libro de cuentos, Lo inolvidable. A finales de 2011, obtuvo en Argentina el Premio Emecé, en fallo unánime, por su novela El país imaginado, y que se alzó con el Premio Las Américas de Novela. En 2016 publicó su novela Un padre extranjero, y en 2018 Faster (más rápido), sus memorias sobre periodismo, música y velocidad.