Conmemorando el décimo aniversario de su fallecimiento, la editorial La Palma lanza una antología de la obra cuentística de Dolores Campos-Herrero impulsada por Santiago Gil. Como adelanto de su publicación en penúltiMa compartimos uno de esos relatos.

 

Érase una vez un cisne. No, no, perdón, érase una vez un pato.

Bueno, si me detengo a pensarlo bien me doy cuenta de que verdaderamente no sé qué clase de ganso es el personaje de esta historia. ¿Personaje? Medio personaje, más bien.

A lo mejor pertenecía a la familia de los pavos reales, o a la de los faisanes de muchos colores.

Era, de eso no hay duda, un animal capaz de remontar el vuelo. Humilde, modesto, un poquitín presumido. Todo lleno de plumas rojas. Ah, entonces, no era ni un cisne ni un pato, se dirán ustedes.

Pero me temo que se han adelantado un poco a la hora de poner objeciones.

El lo que fuera vivía en los jardines o en la granja o en los establos de una gran mansión. Una vieja casona, Buen Lugar la llamaban todos. Entre los capataces de aquella finca había uno que presumía de haber participado en varias revoluciones, la comuna de París, la independencia americana, octubre de 1917. En realidad, noviembre.

Supongo que era un poco mentiroso porque, de todas aquellas revueltas, había pasado mucho tiempo y nuestra historia comienza en el año quinto del siglo veintiuno.

Por otro lado, el capataz no aparentaba más de treinta o treinta y cinco.

Un día que se fue de jarana y volvió un poco embriagado de licores dulces y alcoholes amargos, agarró por el cuello a un patocisnegansofaisán o lo que fuera y lo pintó de arriba abajo.

Pintó, al Señor Palmípedo, que ese era su apellido, de rojo sangre, rojo pasión, rojo, rojo, rojo.

Embreado en sanguina desde el pico a las patitas, Mister Loquefuera Palmípedo parecía un gorro frigio con patas.

Vaya, ¿que no saben cómo es un gorro frigio? Pues lo siento mucho pero en otro momento se lo explico. No es cuestión de perder el hilo del relato. Al que mandaba más que el capataz no le gustó nada la broma, así que decidió que, para la siguiente semana, el ave de las plumas encarnadas entraría con todos los honores en las cazuelas que se ponían a cocer en los grandes hornos.

—Ya tenemos el menú del domingo —dijo la cocinera mayor.

—Pobrecito, me va a dar una pena verlo revolotear en las marmitas —se compadeció la cocinera menor.

Pero así eran las cosas en aquel paraíso perdido y el ave de nuestra historia fue desplumado y guisado.

Ocurrió, sin embargo, que una pluma, una solitaria pluma roja se quedó otando en el aire, como rebelándose a su destino.

Primero hizo evoluciones en el techo, después intentó colarse por una ventana y ganar el exterior y, como no lo lograra, lo que nalmente hizo fue quedarse agarrada a una de las anillas de la modesta lámpara de la cocina del Buen Lugar.

Todos pensaron que se había ganado su derecho a cohabitar en la granja y emplearon toda clase de argumentos y buenas palabras para hacerla bajar.

—Ven, no te vamos a tirar al estercolero —dijo uno.

—Tampoco pensamos usarte para hacernos cosquillas —dijo otro.

—Te pondremos a salvo e impediremos que te use el escribiente de la Casa —dijo un tercero.

Ya fuera porque la convencieron todas estas razones, o porque la ley de la gravedad ordena que todo lo que suba, baje, lo cierto fue que la plumita terminó descendiendo.

Desde entonces empezó a ser llamada Pluma Roja.

Hacía de todo en aquella organización casi perfecta.

Escribía poemas de amor para los desesperados, duras diatribas a favor de los que echan de algunas casas por no tener dinero para pagar el alquiler y hasta dibujaba sonrisas para los tristes.

Su función era estrictamente superflua pero necesaria.

No importaba si lucía el sol o había niebla, si llovía o un eclipse hacía que la noche se tragara el día entero, Pluma Roja estaba siempre de buen humor.

—Soy feliz, soy feliz, soy feliz —decía siempre.

—¿Por qué eres feliz? —le preguntaban los filósofos.

Y ella decía que no sabía por qué, pero lo era.

Una respuesta tan sin sustancia hacía que los filósofos del Clan de la Lechuza la despreciaran un poco.

Pero los filósofos andaban embarcados en grandes proyectos. Escribían un libro de muchas páginas sobre Dios, sobre el cielo y el infierno, y sobre estar vacíos o estar llenos, así que se limitaban a levantar una ceja cuando se cruzaban con ella y nada más.

Los infortunios de la pluma roja llegaron cuando, una tarde, en el jardín, planeó sin querer sobre el sembrado en el que soñaba una Calabaza Hueca. La Calabaza se lo dijo a la Vaina Verde y la Vaina Verde la convenció de que eso tendrían que hablarlo con Cara de Sapo.

Él tenía experiencia. Era el rey de todas las charcas.

Sabría lo que había que hacer en aquellos casos. Pero antes de explicarles qué fue lo que le sucedió a la Pluma Roja, tendremos que saber quiénes eran y cómo se las gastaban sus adversarios.

Capítulo Segundo
La Calabaza Hueca

Es hora de saber algo más de nuestro siguiente personaje, su Alteza Imperial, la Calabaza Hueca. Para hacerlo, es preciso recordar que unos años an- tes una gran plaga había asolado toda la comarca y con ella, la Gran Casa.

Una nube de escarabajos negros sembró la alarma por aquellos contornos.

Eran perniciosos porque iban en pelotón y se encaramaban a los cris- tales de las ventanas.

Podía suceder que cualquier pací co campesino quisiera mirar el cielo y se encontrara con aquella negra maraña, los peloteros agrupados como un pelotón de fusileros, con sus bigotes invisibles y sus antenas, también invisibles, como de querer saber y escucharlo todo.

Cuando los escarabajos se posaban en las ventanas, la felicidad huía por la puerta.

Y ya la habíamos formado. El campesino pací co salía de su casa irremediablemente de mal humor.

Los escarabajos peloteros se comían las cosechas, desdibujaban los caminos y transmitían toda clase de enfermedades.

Los médicos del Buen Lugar no daban abasto. Tan pronto llegaban catorce con ataques de hipo como Trescuartos con peste negra.

Trescuartos era un curioso habitante que no vivía todo el tiempo allí. Solo cuando alguien abría algún libro y lo llamaba.

Tenía tres cuartas partes de su cuerpo con forma humana y el resto, de naturaleza equina.

—¿Qué? ¿Otra vez jugando a las quinielas? —le decía el periodista del pueblo. Un tipo con gafas que se hacía llamar Edison y presumía de saberlo todo. Thomas Alba confundía la gimnasia con la magnesia, el tocino con la velocidad y el fútbol con el Olimpo griego.

—Un buen artículo —decía Edison, es el resultado de un 1 por ciento de inspiración y un 99 por ciento de transpiración.

Tenía razón. La gente lo sabía perfectamente. Sus artículos se leían poco pero todos cruzaban de acera cuando lo veían venir.

La plaga de escarabajos peloteros casi se lleva a Edison a la tumba, aunque al final le quedó apenas una pequeña secuela que se manifestaba en pequeños estornudos que le venían sin querer, sin que pudiera controlarlos, cada dos por tres, sin ton ni son.

—Padezco fiebre del heno —le confesaba a Trescuartos y Trescuartos movía la cabeza y pensaba que le estaba bien empleado por entrar al pajar a comerse su almuerzo.

La plaga de los escarabajos peloteros fue vencida, gracias a las argucias de los habitantes del Buen Lugar, a un concierto de pucheros que dieron todas las comadres del pueblo y porque, después de todo, aquel agitador (Darwin, se llamaba) tenía toda la razón.

Las especies fueron evolucionando y los escarabajos dejando en el camino sus pobres caparazones como cascarones vacíos, como cáscaras de castañas pilongas.

En el momento de nuestra historia, todos habían olvidado los malos tiempos, se habían suavizado las costumbres y, qué lastima, también los ánimos estaban ligeramente aletargados. Como cuando nos echamos una siesta y nos resistimos a salir de ella.

Ni siquiera Edison se emocionaba con los editoriales que leía en su emisora local.

Claro que ya no eran tan encendidos ni apelaban a la libertad, a la justicia o a la razón.

¿Cómo conseguir grandes cosechas en pequeños meses?, había sido el título de su último artículo de fondo.

De repente, la agricultura le había seducido con sus cantos de trabajo, sus segadoras de cuadro de museo, sus imprescindibles espantapájaros y sus ricas cordilleras de tubérculos.

Remataba uno de sus últimos editoriales cuando pensó que la Atenas clásica, Pericles, los buenos gobernantes, la democracia y todas aquellas zarandajas eran cosa del pasado.

Donde estuviera una buena cebolla, que se quitaran las hojas de mirto, las musas de Mitilene, las canciones eolias y tantas otras majaderías de parecida especie.

Fue su fascinación por el agro lo que hizo que Thomas Alba llegase un día al Buen Lugar para hacer el reportaje de la calabaza más grande de la comarca.

Y fue por culpa de este reportaje por lo que aquella calabazuela, que ya estaba un poco loca, perdió definitivamente la cordura.

Era la más grande, sí, pero sus compañeras de calabazar se decían que el tamaño en general es engañoso. Y que, más de un caso se había dado de fruto gigante sin nada dentro, sin corazón, sin alma, sin pipas, sin semillas.

Y algo de razón tuvieron porque fue verse a punto de ser transportada a la Gran Exposición Agrícola del Buen Lugar y convertirse en una vanidosa redomada.

Entre nosotros, hay que disculparla. Las calabazas no poseen el don del entendimiento, pero mira, si nos ponemos exactos, debemos decir también que a las otras calabazas de este cuento, esas con las que se hacían en primavera deliciosas compotas, no les faltaban sus pequeñas dosis de sensatez, cierto juicio, cierta humildad, cierto tino.

—El próximo año me haré construir una carroza —decía la Calabazas Hueca.

La pobre oía campanas y no sabía dónde. O lo que es lo mismo, confundía este cuento con otro más viejo.

—A las doce de la noche iré a toda clase de estas y alternaré con la alta burguesía, con los directores de todos los bancos, con los magnates, con los políticos —hacía sus planes ella.

Claro está, ya no participaba en las chácharas vespertinas, ni se entretenía en aquellas risas y chistes que siempre se hacían en los sembrados, a costa de las langostas y los cigarrones. Bromas que eran una forma como otra cualquiera de conjurar el miedo.

—¿Te sabes el del cigarrón que dijo hoy hace un tiempo espléndido, cero grados, ni frío ni calor?

—Ja, ja, ja.

Cuando el campo de calabazas se quedaba a oscuras, cuando caía la noche y el leve rocío hacía crecer las arbejas, las papas y los tomates, el capataz daba una vuelta y tocaba con los nudillos (así, toc, toc, toc), y entonces suspiraba porque era evidente que aquel ejemplar enorme estaba más hueco que el hueco de una escalera de incendios.

Quería ir de peregrinación a la Iglesia de Santiago, en Gáldar, partiéndola en dos mitades.

—Una de ellas —se consolaba— me puede servir de cuenco para beber agua.

Mientras tanto, la Calabaza Hueca soñaba.

De ahora en adelante tendrían que hacerle reverencias. Guardar silencio, como en la Iglesia, cuando ella pasara.

De momento no era posible porque estaba firmemente agarrada a la tierra del sembrado pero ya llegaría el momento. El día en que andaría por las nubes.

Fue una de aquellas mañanas (cualquiera, qué más da), el sol hacía leves cosquillas en las rugosas pieles de las King Edward y en los surcos de todos los sembrados.

Su Majestad Imperial se desperezaba con gusto, encantada de haberse conocido, cuando de repente vio una Pluma Roja sobre su cabeza. —Quítate inmediatamente de ahí, con celeridad, no quiero verte —gritó completamente histérica.

La Pluma Roja nunca había visto el gesto deforme y desencajado de una calabaza enorme, así que siguió planeando como si tal cosa.

«A mí, plim», pensó.

—¿No me has oído? —insistió.

La Pluma Roja se dijo que, con todo el cielo que había en el mundo, no merecía la pena pelearse por apenas un cachito.

—Me estás quitando el sol —dijo enojada. Los gritos se oyeron en

San Borondón.

La Pluma se repitió que el sol salía cada mañana y pasaba así desde hacía siglos; no era tan importante el asunto como para discutir con nadie. Así que se fue por donde había venido y se quedó en aquel atardecer, embelesada.

Se sentía parte de un todo armónico. Fue descendiendo despacio y decidió pasar la noche en una loma.

Mientras tanto la Calabaza Hueca palidecía de ira.

No había conseguido alcanzar aún su color naranja y seguía con aquella barriga redondota, completamente amarilla.

O bien porque no era tiempo de madurar todavía o porque no estaba dispuesta a consentir semejante descaro. ¿Cómo podía consentirse esa actitud? Tenía que hacerse respetar.

Entonces se acordó de la Vaina Verde, tan perezosa, que trepaba por la pared lateral de la Gran Casa.

—Le pediré consejo —se dijo en voz alta. 226

 

Capítulo tercero
La Vaina Verde

La vanidad es una de las peores cosas de este mundo.

La arrogancia, la presunción, la vanitas latina era un sarampión que no afectaba solamente a nuestra amiga (ya les hemos hablado largamente de ella), la que veía el mundo desde el pacífico surco de un sembrado. También se había apoderado de una vaina de cuerpo larguirucho. Una cáscara tierna que ocultaba simientes misteriosas.
Era una vaina díscola porque, en vez de encerrar semillas de judías verdes como todas sus parientas, conservaba en su interior una cháchara absurda que soltaba cuando le daba la ventolera.

Por costumbre, su cimbreante cuerpo poseía ese tono jaspeado que tienen todas las arbejas del mundo.

La edad, sin embargo, había hecho que encaneciera por algunos de sus extremos más altos.

Era una Vaina Verde venerable que hablaba de oídas de casi todas las cosas.

—Una vez estuve en Buenos Aires —decía—, y qué ciudad más hermosa, compadre…

Naturalmente la mitad de sus vecinos no sabían de qué peroraba, pero la dejaban estar porque la verdad es que allí, hasta entonces, cada cual solía vivir sin molestar al de al lado y ocupándose de sus propios asuntos.

Cerca de la Vaina Verde envejecía una flor de mundo que no conocía más horizonte que el de los cañaverales que se veían a la izquierda.

Por más que su pomposo nombre hiciera pensar en alguna clase de elegante cosmopolitismo, no había conseguido sacudirse el pelo de la dehesa. Es decir, que nuestra flor rosa y malva no fue nunca una flor viajera. Cada vez que la Flor de Mundo escuchaba a Vaina Verde, temblaba. A ella sus palabras le hacían evocar aquel año terrible en el que una serie de tormentas se cernieron sobre la casa. Tormentas con airones y vendavales.

—De bueno no tenían nada aquellos aires —corrige la Flor a la Vaina que, de un tiempo a esta parte, solo se digna hablar con la Calabaza. Me gustaría mirar en un libro de agricultura para enterarme de algunas de las peculiaridades naturales de las Vainas Verdes, pero, en realidad, aquí no nos queda más remedio que entretenernos en otros aspectos de las alubias.

¿Acaso nosotras tenemos la culpa de lo que haya hecho esta planta de hojas endebles de su libre albedrío?

Y lo que había hecho era rebelarse a su propio destino.

Por ejemplo, meterse en lo que no le importaba. Hablar de lo que no sabía y crecer más de lo que es frecuente en otras herbáceas de su misma parentela.

Vamos a imaginar que las Vainas Verdes corrientes y molientes pueden crecer cuatro metros, pues bien, esta lo había hecho por lo menos veinte.

Veinte o treinta metros.

Lo había conseguido porque aquella era una casona soleada.

Y para esponjarse y alargarse no solo se beneficiaba de cierta calidez del mediodía sino también de la húmeda sombra que por las tardes se adueñaba del muro de la vieja mansión solariega.

Ya lo hemos advertido, no nos pensamos entretener en ninguno de los libros de Hortensio Agromonte, un experto en la materia, reconocido en el mundo entero.

Por tanto, pasaremos por alto algo de lo que dice este ilustre autor.

Sostiene Agromonte que las judías son plantas herbáceas de tallos volubles, compuestas por tres hojas acorazonadas y unidas por la base. Y que dentro de esta especie hay muchas subespecies que se diferencian por el tamaño de la planta.

La naturaleza de nuestra Vaina Verde era de las poco compasivas.

A fuerza de trepar por el muro, de alejarse del suelo y de asomarse por una de las ventanas de la biblioteca de la gran casa, empezó a creerse más versada, más ilustre, y mucho mas aristocrática que cualquiera de las humildes judías que acaban en la barriga de los campesinos; que sirven para aliviar el hambre de los pobres.

Vaina Verde había cumplido más de un año, más de cincuenta, más de cien. Quién sabe.

Creo que ya no tenía en su interior alubias comestibles, sino una especie de savia verde que no era sangre ni era sudor ni eran lágrimas.

Tampoco humores o vapores de los que enturbian o aclaran el entendimiento.

Eso sí, a fuerza de pasarse días y días mirando por la ventana de la biblioteca, era capaz de recitar de memoria un capítulo entero de La teoría de la clase ociosa de Thorstein Veblen.

—La propensión a los juegos de azar es otra característica subsidiaria del temperamento bárbaro —te podía soltar sin pestañear apenas.

La verdad es que en la casa, a la Vaina Verde la habían ignorado hasta entonces.

Formaba parte del paisaje y la notaban pero, aparte de esto, apenas si reparaban en ella.

Ya podía pasarse un día entero diciendo: «No estará de más, a modo de ilustración, mostrar con algún detalle cómo los principios económicos expuestos hasta ahora pueden aplicarse en alguna dirección del proceso vital…»

Era como si oyeran llover.

Fue la Calabaza el primer ser vivo que le pidió consejo.

—Es intolerable lo de la Pluma Roja —le dijo.

Vaina Verde se quedó en silencio, haciendo como que pensaba.

—Es tanta su falta de respeto, que tendremos que darle su merecido. Vaina Verde repasó de la 1 a la 388 las páginas del libro que se sabía de carrerilla y encontró algunas veces la palabra merecido, pero siguió sin saber muy bien a qué se refería la calabaza.

Para ganar tiempo dijo.

—Creo que este es un asunto serio y debemos consultárselo a Cara de Sapo.

—¿Cara de Sapo? ¿Cómo no se me había ocurrido antes?

—Él sabrá qué es lo que conviene hacer. Porque, desde luego, es una gran impertinencia la de la Pluma.

—Es algo que se sale de todo propósito. Es algo increíble. Por Dios, Que le Corten la Cabeza.

A la Vaina Verde aquel largo discurso la dejó un poco anonadada. Estuvo a punto de decir que las plumas, en realidad, no tenían cabeza. Le parecía a ella que eran simplemente unas cosas alocadas y volátiles. Fantasiosas e inútiles. Pero cabeza, cabeza, lo que se decía cabeza como la cocinera, el señor de la casa, el chofer y las trillizas de oro, le parecía a la Vaina que no tenían.

Pero bien, de cabezas no trataban los libros que se sabía.

Por no quedarse callada dijo:

«Todo esto, naturalmente, no intenta poner en duda el hecho de que las reglas de urbanidad contenidas en el código impuesto sean más decorosas que aquellas a las que desplazan».

Venía en la página 339, así que debía ser cierto.

Fuera porque este parlamento impresionó a la calabaza o porque alguna vez hubiera oído que Cara de Sapo era también conocido como el ideólogo de las charcas, la Calabaza exclamó:

—Fantástico, fantástico. Qué buena idea. Lo consultaremos todo con Cara de Sapo.

 

Dolores Campos-Herrero

Dolores Campos-Herrero (Tenerife, 1954-Las Palmas, 2007) publicó durante años, con asiduidad, en el periódico Canarias 7, mientras trabajaba en RTVE en Canarias. Además de los títulos narrativos (Basora, Veranos mortales), destacan en su obra los destinados al público más joven (Azalea, Rosaura y los autómatas, El viaje de Almamayé, Fanny y los seres impares), los volúmenes de poesía (Noticias del paraíso, Siete lunas, El libro de los naufragios, Chanel número cinco), junto a Fieras y ángeles, libro en el que cuento y ensayo literario confluyen en la excusa formal de un bestiario, o Breverías.