La relación de la sordera, tanto la sobrevenida como la congénita con la escritura y la lectura es uno de los temas más apasionantes que existen. A Mercedes Álvarez, tras la lectura del libro de Sacks sobre el asunto se le despertó un lógico interés que se ha visto concretado en, entre otras cosas, este texto.
El año pasado, a instancias de un amigo, tuve ocasión de leer un libro de Oliver Sacks que cambió para siempre mi manera de ver el mundo. Se trataba de Veo una voz. Viaje al mundo de los sordos. Sacks, neurólogo y escritor, es bien conocido por un libro que ya es un clásico: El hombre que confundió a su mujer con un sombrero. Cuando comenté posteriormente mi fascinación por la existencia de este otro ensayo, nadie parecía conocerlo. En él Sacks hace un breve paseo por la historia de los sordos, luego analiza cuestiones neurológicas relacionadas con la sordera, y finalmente termina reportando y comentando una protesta en la Universidad de Gallaudet (EEUU) a fines de los ochenta, en la que los estudiantes exigían tener un rector sordo.
El libro de Sacks me hizo pensar en temas a los que generalmente no prestamos atención: por empezar, la diferencia, ya que la discriminación contra los sordos funciona como la discriminación a cualquier otra minoría (negros, inmigrantes, homosexuales). Luego, en la empatía y la comunicación. ¿Cómo reaccionamos cuando nos encontramos con un sordo? ¿Cómo nos dirigimos a él? Y finalmente, lo más importante para alguien que, como yo, se dedica a la escritura, lo que impresionó a Sacks en sus primeros contactos con la comunidad sorda: la posibilidad casi infinita de reflexión sobre el lenguaje.
Hasta 1755, año en que se funda (con fondos privados, gracias a la caridad), la primera excuela para sordos de París, nadie pensaba que los sordos pudieran aprender. El gran debate del siglo XVIII giró en torno de una pregunta: ¿qué nos hace humanos? La respuesta fue: el lenguaje. Como sabemos, casi ningún sordo puede hablar, ya que no posee registro de su propia voz. Hasta el siglo XVIII, por tanto, el sordo no era considerado solo un no-oyente, sino que era también un idiota. Aristóteles ya lo había dicho en el siglo IV a.C., y si bien en el siglo XVI el monje benedictino Pedro Ponde de León logró hacer hablar (y sobre todo escribir) a algunos alumnos sordos hijos de nobles basándose en el método oralista de Juan de Pablo Bonet, la realidad es que la educación reglada de los sordos no comienza hasta que hace su aparición en escena el abate de l´Epée, quien en su obra caritativa llega por casualidad a la casa de dos hermanas que se comunicaban por lengua de señas. Epée, movido por la necesidad de rescatar almas para el Señor, tiene un acto de verdadera humildad. Se acerca a estas hermanas y les pide: “enséñenme”. Es a partir de allí que se desarrollará el método francés, en un principio conocido como las señas metódicas. Epée desarrolló una manera de asociar la gramática escrita con signos, en un intento de asimilar la estructura del francés con la gestual de los sordos, a fin de que pudiera trasladarse exactamente, por señas, la frase en cuestión y el alumno sordo pudiera escribirla. Pero los alumnos rara vez entendían lo que escribían, y el método era trabajoso y extremadamente complicado. (Paralelamente, los internos se entendían entre ellos en lengua de señas, que nadie enseñaba, y que se iba transmitiendo de unos a otros a medida que ingresaban en la institución.)
Las señas metódicas dejaron de usarse hacia 1830, a instancias de Sicard, quien sucedió a Epée en la dirección de la institución, y de Roche-Ambroise Auguste Bébian, quien trabajó con tres de los profesores sordos más célebres del Instituto que, luego de las turbulencias de la revolución francesa y un episodio que casi le cuesta la cabeza a Sicard, se fundaría con fondos públicos en 1791: El Instituto Nacional de Sordos-Mudos de París, hoy Instituto de Jóvenes Sordos de París.
Aquí hacen aparición una época dorada y sus protagonistas: Jean Massieu, Ferdinand Berthier y Laurent Clerc. Fue con su ayuda que Bébian escribió el Ensayo sobre los sordos-mudos y su lengua natural. Clerc, además, emigraría en 1816 a EEUU, donde fundaría junto a Thomas Gallaudet la escuela para sordos de Hartford (posteriormente sería su hijo Edward quien fundaría la Universidad para sordos).
La historia de los sordos es enorme, rica en personalidades, llena de debates y de ramificaciones. Contrapone por muchas décadas a los seguidores del oralismo, que comienza con quien se considera el primer educador de sordos en Francia: Jacob Rodrigues Pereira, quien fuera uno de primeros en hacer hablar a una sorda profunda e inventara, siguiendo a Bonet, un alfabeto que añadía treinta figuras correspondientes a sonidos en lugar de letras. Contrapone a Edward Gallaudet con Alexander Graham Bell, inventor del teléfono y uno de los mayores defensores del oralismo en el mundo, quien en su defensa de la eugenesia aconsejaba a las parejas sordas no reproducirse. Contrapone una cultura (la cultura sorda) a la cultura oral que piensa que el sordo debe integrarse a la sociedad, y esa integración ocurre aprendiendo a hablar.
El debate entre los partidarios de la educación oral y los que consideran que la lengua natural de los sordos es la seña es histórico y sería extremadamente trabajoso contarlo aquí. Remito al lector de estas páginas al magnífico libro de Harlan Lane, uno de los mayores defensores de la lengua de señas y estudioso incansable de la historia de los sordos, de donde extraigo la mayor parte de estas notas. When de mind hears. A history of the deaf, es el libro más completo sobre el tema. Bellamente escrito, resulta una inmersión fascinante en la historia de una comunidad que ha tenido que luchar contra el prejuicio, la necedad de la sociedad, y que ha hecho de la resistencia un modo de supervivencia.
Mi paseo personal por el mundo de los sordos
Cuando leí el libro de Oliver Sacks, hace ya casi medio año, el deslumbramiento fue tal que decidí aprender la lengua de señas argentina. Como muchos lectores sabrán, no existe una única lengua de señas, como es imposible que exista una lengua mundial que toda la humanidad comparta: cada comunidad sorda crea su propia lengua de señas. Viviendo en Argentina, la LSA es la lengua natural en que se expresan los sordos.
Mi entrada en el Instituto Villasoles para sordos y oyentes fue durante el curso intensivo del verano. Mi fascinación aumentó luego de las primeras clases. Para un oyente que ha tenido un contacto casi nulo con sordos, estudiar una lengua que vive en el espacio es como empezar a balbucear parabras de cero a los cuarenta años. Es una experiencia de aprendizaje única, totalmente novedosa y sin precedentes.
(Quiero recordar al lector que la lengua de señas es una lengua, una lengua con su estructura, gramática y morfología, aunque no será hasta que William C. Stokoe (1919-2000), profesor de la Universidad de Gallaudet hasta su muerte, haga un estudio profundo en este sentido que será reconocida como tal. Remito al lector para más información al libro de Oliver Sacks.)
Todo puede ser dicho en lengua de señas, desde los conceptos más básicos a los más abstractos, y es a través de ella que los sordos pueden adquirir la lengua hablada y escrita en su país como segunda lengua.
Si bien luego de la muerte de Clerc comenzó una tendencia de regreso al oralismo basada fundamentalmente en el argumento de que la lengua de señas segrega y genera un gueto; si bien los implantes cocleares parecen ser hoy en día un milagro al que los sordos profundos pueden acceder, es evidente que la lengua de señas se plantea como una lengua natural para los sordos, y que el aprendizaje es mucho más rápido a través de ella.
Desde que estudio la lengua de señas y lo comento con personas que han tenido o no algún contacto con sordos, oigo este tipo de argumentos: que el sordo no se integra si habla lengua de señas, que por qué querría un padre de un hijo sordo convertirlo en parte de un grupo segregado, etc. Lo cierto es que la sociedad en general no está preparada, no ya para integrar una discapacidad, sino siquiera para pensarla o intentar un diálogo al respecto desde un parámetro que no sea el absoluto desconocimiento o la necesidad de un imposición de un modo de ver las cosas. La discapacidad juega el mismo rol de la muerte en nuestros días: es necesario ocultarla, hacer de cuenta que no existe. Es preferible pensar que nunca se tendrá un hijo, un sobrino o un amigo discapacitado.
Nada se gana, sin embargo, pretendiendo que un sordo no es sordo. La sordera es una condición que debe ser reconocida como tal. Es quizá la negación de los padres oyentes (una gran parte de los sordos del planeta tienen padres oyentes) la que impide la plena integración. Como para cualquier otra discapacidad, la sociedad tiene preparada su respuesta: prefiero no verla.Toda minoría es peligrosa porque pone en cuestión un estado de cosas. ¿Qué hacemos con la diferencia?
El Instituto de Jóvenes Sordos de París
Desde los tiempos dorados de la enseñanza a los sordos en Francia pasaron más de doscientos años.
Fue antes de viajar a París por dos días que hice una cita con Henri Bimont, profesor del INJS, pero él nunca se presentó. Luego de esperar durante aproximadamente una hora, en la que pude mirar a los franceses hablar lengua de señas con una parquedad que se corresponde con su idiosincracia (lejos de los gestos casi exagerados de los argentinos), me enteré, gracias a la perfecta lectura labial de una compañera suya sorda y hablante, de que la madre de Henri había muerto el domingo, dos días antes del día previsto para la visita. Luego agregó “¡Pero Henri es sordo! ¿Cómo harías la visita?”. Por supuesto en sus correos electrónicos, Monsieur Bimont nunca mencionó el tema. Así que tuve que partir del INSJ sin visita una foto de la estatua de Epée en mi celular, y la recomendación de contactar con el bibliotecario, quien, como la mayoría del personal esa tarde, no estaba en su puesto de trabajo.
Sin embargo, volviendo de las Catacumbas al día siguiente, bajando alegremente el Boulevard Saint-Michel luego de tener mi memento mori, me topé una vez más con el INSJ y aproveché la proximidad para volver a entrar. Esta vez me recibió el bibliotecario, en la suntuosa pero discreta biblioteca donde dijo haber recibido también a Harlan Lane. De modo que tuve ocasión de hacer una breve visita por el Instituto (patio, salón Sicard, y un horno galo-romano que data del 300 d.C., uno de los mejor conservados de Europa al decir del Sr. Biliotecario). También pude ver el edificio donde vivió Itard con el niño salvaje de Averyon, quien como quizá algunos sepan estuvo alojado en el Instituto Nacional de Sordos-Mudos. Logró aculturarse pero jamás aprendió a hablar, aunque no era sordo.
El INJS cuenta hoy en día con doscientos cincuenta alumnos, una cifra reducida ya que la política estatal – lejos de los tiempos de Clerc y Bébian – es la integración de los sordos en escuelas y universidades regulares. Posee un servicio de intérpretes, pero no se estudia allí Lengua de Señas Francesa. El mejor lugar para hacerlo es el IVT (International Visual Theatre), donde se ofrecen formaciones artístiticas y profesionales en Lengua de Señas Francesa. También allí se pueden ver espectáculos bilingües en LSF, que lamentablemente no tuve ocasión de disfrutar porque no había ninguno en cartel al momento de mi estadía en París.
Frente a la estatua de Epée nuevamente, esta vez acompañada del bibliotecario, tuve el siguiente diálogo:
-Esta es la estatua de Epée. Fue realizada por un sordo, quien la donó a la institución.
-Muy bien.
-Como ve, Epée apunta al cielo, ya que en la época esa era la seña para decir Dios.
-Ajá.
-Luego el niño con el mismo gesto apunta en horizontal. Se cree que es un juego de palabras entre “Dios” y “leer”.
-En Argentina Dios se dice igual. ¿Cómo es ahora en francés?
-No lo sé; no hablo lengua de señas.
Es evidente que mucha agua ha corrido bajo el puente desde los tiempos de Laurent Clerc. De todas formas, quiero agradecer al Instituto por haberme recibido esos dos días, y por haber puesto un escenario preciso a mis lecturas de estos meses.
París bien vale una misa (en Saint-Roch)
En Saint-Roch, junto a los jardines de las Tullerías, está enterrado el abate de l´Epée. Menciono esto porque acabo de visitar su tumba, un jueves a las 13 horas. Una iglesia vacía, imponente. A solo pocos metros, sin embargo, el Louvre arde de turistas. Dicen que esta es la iglesia con más cuadros de todo París, y el único visitante que veo por allí se dedica, justamente, a fotografiar los cuadros (¿estudiante de arte? Tengo el impulso de preguntarle, pero no lo hago). El cuidador de la Iglesia es de la Isla Mauricio. Me muestra la tumba, que no vi al entrar (“Ud. iba demasiado apurada”), y me habla de los chalecos amarillos y de cómo van las cosas por su país, donde también reina la corrupción. Por todos lados en París no se habla más que de la corrupción. En épocas de l´Epée, a las puertas de la revolución francesa, no debía ser muy disntinto. “Hace quince años que trabajo en este lugar”, me dice. Me cuenta que hay un alojamiento junto a la misma iglesia, para los empleados, pero que él prefiere no vivir ahí para no quedarse a cerrar cuando hay conciertos hasta tarde. También me habla de la misa para sordos que de vez en cuando organiza la comunidad sorda de París. “Tiene que verla”, me dice. Pero le digo que me voy muy pronto, apenas tres horas más tarde. “Hace poco conocía a una visitante de Canadá en la Iglesia. También se iba tres horas más tarde. Se ve que los visitantes de la iglesia se van siempre tres horas más tarde”, me dice. “Bueno, al menos visitamos”, le digo. Y se ríe.
Luego me cuenta que a la iglesia van muchos “famosos jubilados”, que tendría también que ir a verlos. Y que Sarkozy y Hollande suelen rezar sus oraciones allí. (¿Será frente a la tumba de Epée?).
La tumba de Epée es un monumento donde está bellamente grabado el alfabeto manual francés. Encima descansa un busto, y a un costado hay una placa de homenaje a su obra colocada por “los sordo-mudos de París”. Saco, por supuesto, las fotos pertinentes y me despido de mi nuevo conocido de la Isla Mauricio.
Siempre nos quedará París. Y un domingo en Saint-Roch.
Mercedes Álvarez nació en Tandil, provincia de Buenos Aires, en 1979. Vivió en Mar del Plata hasta los diecinueve años. Entre 1998 y 2006 residió en España, donde se licenció en Sociología por la Universidad Pública de Navarra. Realizó un máster en Gestión Cultural. Publicó los libros Vecinos (Baile del Sol, España, 2010), Historia de un ladrón (Caballo de Troya, España, 2010), Imitación de los pájaros (Zindo & Gafuri, Buenos Aires, 2013), Ficciones súbitas (comp., Eds De aquí a la vuelta, Buenos Aires, 2013), Saigón (Zindo & Gafuri, Buenos Aires, 2015) y El cuerpo intacto (plaquette. Pen Press, NY, 2016). En 2013 ganó el premio Edmundo Valadés de cuento latinoamericano con el relato “Grow a lover”.
Personae es la sección que habla, como su nombre indica, de las máscaras, tanto las ajenas como la propia, porque todo texto autobiográfico está preñado de ficción y todos los textos ficcionales han brotado de las semillas de nuestra experiencia. Muchas veces la mejor máscara es la del rostro propio.
La fotografía que ilustra el texto es de los húngaros Zsolt Kudich y Réka Zsirmon, cuyo trabajo puede disfrutarse en su página web: https://kudich-zsirmon.com
exactamente un individuo,
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