De la mano de Jonathan Lethem, las novelas de Don Carpenter, han comenzado a recibir una atención que desde hace tiempo no tenían. Su primera novela, un noir bastante ortodoxo, había sido reivindicado por George Pelecanos en una edición de NYRB, pero hasta que Lethem decidió reivindicar la «Trilogía de Hollywood», formada por tres novelas ambientadas en el mundo del negocio audiovisual que tan bien conoció su autor, nunca recibió mucho eco en el mundo hispanohablante. Sexto Piso comenzó a saldar esa deuda hace cinco años y continúa ahora de la mano de una traducción del reconocido Rubén Martín Giráldez, de la que tenemos el honor de compartir con los lectores de la revista su inicio. Para seguir leyendo no tienen más que hacerse con el libro que este fin de semana estará ya seguramente en las mesas de novedades de algunas librerías. Disfrútenlo.
Vivo en una montaña. Mi rancho está un par de salientes por debajo de la cumbre, justo al norte del Parque Estatal Jack London. Algo menos de un kilómetro cuadrado de matorrales de manzanita, madroño y roble, la roca opalina y rojiblanca apenas a cinco centímetros de la superficie, todo ello encaramándose por las faldas de la montaña, un terreno en su mayor parte inservible pero resultón.
La casa, de secuoya, con muchísimas ventanas y un enorme porche que ocupa tres lados de la vivienda, todas con vistas al valle y al contorno de montañas bajas del este. A tiro de piedra del porche orientado al sur hay una vieja piscina descuidada y llena de plantas, larvas de mosquito y ranas. En lo alto de la colina y lejos de la casa hay una piscina más nueva. En la piscina nueva puedes quedarte flotando en el agua mientras contemplas el Valle de la Luna.
El lugar pertenecía a un guionista que, simplemente por marcar paquete, se la compró a unos parientes de su mujer, aunque por entonces eso él no lo sabía. Yo subía a visitarlos cuando vivía en San Francisco. El guionista es un tipo simpático, feo y desgarbado que se crio saltando de una casa de acogida a otra por todo el estado. Guardaba un subfusil debajo de la almohada, porque el rancho estaba bastante aislado, pero la única vez que lo llegó a utilizar, por lo menos según él, fue una noche que se pasaron con las copas y las drogas y estuvieron de cháchara sobre bandas desaforadas de maleantes melenudos por las colinas y el amigo guionista se vio luego allí tendido en la cama, un par de horas antes del amanecer, con unas burbujitas azules reventando delante de sus ojos, su mujer al lado, sus cinco o seis hijos durmiendo repartidos por la casa y, durmiendo en el porche, una pareja de tipos de Hollywood hasta el culo de alcohol y drogas a saber con qué hábitos nocturnos, y oyó ruidos sospechosos entre los árboles. Después de escuchar aquello tanto rato como para ponerse de los nervios, el guionista se levantó y salió al patio trasero con su Thompson. Volvió a oír los ruidos, provenientes más o menos del sendero que iba hacia los árboles de la piscina, y sin pensar en ir a mirar antes cómo andaban sus huéspedes ni averiguar el paradero de nadie, soltó una perdigonada en plena noche y mandó al gato de su mujer al cielo de los gatos con una precisión de verlo y no creerlo. Siempre contaba aquella anécdota, yo creo que no para demostrar lo espeluznante que puede ser allí la cosa de noche, ni para señalar la necesidad de ser cautos cuando tenemos un arma automática cargada junto a la cama, sino por la precisión del disparo. «Como si lo hubiese señalado con un dedo», me decía.
Los problemas conyugales lo obligaron a vender de nuevo el sitio a la familia, y éstos se lo arrendaron a una psiquiatra a la que frecuentaban una panda de zumbados incívicos que se mearon en el estanque de las ranas, llenaron de clavos toda superficie de madera que pillaron, dejaron animales muertos y cristales rotos en la piscina y le prendieron fuego a prácticamente todo lo que quedaba del lugar. Por suerte estaba lloviendo en ese momento y la casa se salvó. Yo se la compré al antiguo tío político del guionista a un precio tremendamente rebajado.
Aquí se está a gusto, incluso en invierno, cuando llueve mucho. No hay televisión, y la recepción de la señal de radio no es buena salvo para una emisora de temática exclusivamente country-western y religiosa. Es todo bastante tranquilo. El garaje está lleno de viejas revistas y libros con títulos como Colonel Effingham’s Raid, Beach Red y The Complete Works of Will James, así que cuento con lectura de sobra sin necesidad de bajar a la única tienda del valle, donde tienen dos estanterías de libros de bolsillo y tres de cómics.
Después de un ciclo estacional completo, las cosas estaban volviendo a la normalidad. Las pulcras hileras de hortalizas en el huertecillo frente a la casa, que habían sido motivo de pasión y orgullo de la mujer del guionista tenían una pinta ajada, las que aún quedaban en pie, y los mapaches merodeaban cada noche en grupos familiares a ver qué se cocía por allí y desvalijaban los cubos de basura; y hay otros muchísimos animales salvajes: ciervos, linces, serpientes, viudas negras bajo la casa y escorpiones en la bañera, tarántulas del tamaño de una mano, manadas sombrías de coyotes que nunca se dejan ver en público; efímeras, libélulas, tábanos, moscas de la fruta y moscas comunes; y por supuesto, subiendo la colina, fabricantes de alcohol casero de los de verdad destilando sus propias marcas de vino y cerveza a fin de mantener activas las recetas hasta la próxima oleada de prohibiciones, o eso me decían. Pero normalmente está tranquilo, muy tranquilo, y cuando en el valle hay bruma o nubarrones bajos da la sensación de que eres el único ser humano sobre la faz de la Tierra. Que a veces es justo lo que me apetece.
Cuando llega la primavera a las Montañas de Sonoma viene acompañada de miles de millones de insectos, seguida de todo lo que se os ocurra que se alimente de esos insectos. Los pájaros pasan volando y las ranas no dejan de brincar en el barro por culpa del centenar de lagartos, lagartijas de vientre azul, serpientes, que llegan reptando y deslizándose rocas abajo; en las noches calurosas se puede notar el olor dulce y levemente ácido de las románticas mofetas, y los ciervos hacen tanto ruido al quebrar los matojos que uno se pregunta cómo es que no están todos los árboles acribillados de balas.
Justo debajo de la casa hay un huerto de manzanos abandonado, con un par de cerezos y unos perales en un repecho de la linde; y todos florecen al mismo tiempo, el manzano blanco y el resto de un rosa tan delicado que se te saltan las lágrimas, y al poco el aire se llena de su aroma y las noches se llenan de ranas mironas y los mensajeros empiezan a obstruir el camino que lleva a la montaña con sus telegramas y a mí me toca volver a Hollywood, a trabajar.
Llevo unos años pensando en dejarlo, desmontar la función, quedarme en la montaña y acabarme las obras completas de Will James, o igual hasta adecentar el huerto; unos surcos de maíz, no hay nada como el maíz fresco; unos guisantes, uhmmm, judías verdes, un par de hileras de remolachas y zanahorias; cogerlas al retoñar y a pocharlas con mantequilla, ñam ñam; y a lo mejor se podrían resucitar unas matas de alcachofas (en el terreno había una docena larga de matas de alcachofas, pero el guionista empeñado en marcar paquete importó a un matrimonio mexicano un año para cuidar del sitio y el hombre se puso a cortarlas bajo el sol caluroso del verano y acabó casi con todas antes de que el guionista diese con las palabras adecuadas en español para detenerlo); y yo araría y vallaría el huerto, y luego me pondría a pensar en los ciervos, en los conejos y en las tuzas, en los bichos y pájaros que se comen todo lo que no está cerrado a cal y canto; y los mensajeros empezarían a amontonarse en los derrubios, así que habría que escoger entre salir corriendo para Hollywood o embarcarse en una guerra bioquímica contra el reino animal al completo, incluido William Morris.
Para aquella época del año, mediados de primavera, mis parientes abarrotaban los cuartos de invitados y la cocina; sus Buicks, Toyotas y Chevys blancos diseminados por el terreno de grava más abajo de la casa; y comentaban entre chasquidos de lengua que qué faena tener que marcharme cuando empieza el buen tiempo y tal, y así terminó llegando la mañana. Las seis de la madrugada. Las seis de la madrugada es el único momento bueno para salir de este sitio.
Los pájaros acaban de despertarse y el abuelo está en la cocina preparando tortitas de avena. Hace un frío cruel en todas partes menos en la cocina. Intento salir de la casa sólo con una taza de café, pero el abuelo no se va a despedir como no me empapuce una montaña de tortitas de avena y le sonría y asienta mientras me cuenta lo buenas que están, así que, masticando aún esas tortitas bien buenas aunque un pelín secas e insípidas, salgo de la casa cuando el sol despunta sobre la cresta por todo el valle, me subo al pequeño Alpha que no ha bajado la montaña más de veinte veces en los últimos tres meses y pongo rumbo al Ano Dorado del Sueño Californiano.
Jim Larson y yo somos un dúo cómico formado en los años sesenta. Solíamos actuar en pequeños clubes y en televisión, pero durante los últimos años hemos empezado a hacer una película cada verano y un mes de shows en el Golconda de Las Vegas. Nuestras películas nunca cuestan más de cuatro o cinco millones, cuando la mayoría exceden ese límite, y si nos creemos lo que se lee en Variety, suelen dar buenos beneficios, así que alguien se lo debe de estar pasando en grande por ahí. Yo no soporto verlas, y a Jim le da un ataque cada vez que pasa por un cine con los nombres de Jim Larson y David Ogilvie en la marquesina. La mayoría de veces llenamos el aforo del Anaconda (como le gusta llamarlo a Jim), así que, de manera natural, gracias a toda esta popularidad y al dinero, los problemillas triviales de la vida encuentran la manera de pasarnos de largo; como por ejemplo el de si pedir una hamburguesa con o sin queso, o qué clase de coche conducir, dónde dormir y qué hacer con los agujeros de los calcetines, aunque los dos nos pasamos cierta parte de nuestras vidas dándole vueltas precisamente a esos problemas porque, por decirlo con esa maravillosa expresión del mundillo del cine, la fama nunca sobra.
Tras un par de meses en Hollywood despertándote a las seis de la mañana y paseándote por los sets de rodaje de Burbank Studios, donde tienes a cuatro o cinco tíos que te vienen con problemas a cada segundo que te apartas de los focos, trabajar en el Anaconda es divertido, de hecho, porque para empezar estamos ante un público en directo y es más fácil que los chistes funcionen, y cuando bajas del escenario le puedes decir a la que gente que estás «agotado» (aunque un par de horas sobre el escenario es muchísimo menos agotador que hacer películas).
Hacer películas es aburrido, y trabajar en Las Vegas es aterrador: ésa es la principal diferencia. Después de nueve o diez horas de aburrimiento, lo único que quiero hacer es irme a casa y ver la televisión, pero después de dos horas de terror, el mundo parece un lugar maravilloso.
Hablo por mí, desde luego. Jim es completamente distinto, porque ni se aburre ni pasa miedo, según él, y yo me lo creo, por cierto, porque todo el trajín del día mientras hacemos películas y ensayamos nuestra función, Jim se lo pasa ocupado, abordando y soltando gente, haciendo tratos para hacer tratos, camelándose a las chicas en su caravana, riéndose y de broma con todo el mundo con ese estilo suyo tan relajado. Y en Las Vegas, mientras que yo sudo a mares antes de cada actuación, Jim ni siquiera se presenta hasta pasados quince minutos de la hora, entonces entra por la puerta de detrás del escenario charlando con una muchedumbre que, a saber cómo, logra evitar que lo siga, me guiña un ojo, me coge del brazo y saltamos al ruedo mientras la orquesta todavía toca el tema que debe dar paso a nuestra presentación y al pobre diablo del micro entre bambalinas que se supone que tiene que presentarnos a través del sistema electroacústico no le da tiempo siquiera porque ya nos hemos colado ahí y Jim ha empezado a hacer el tonto con los músicos y entre el público empieza a levantarse ese sugerente rugido sin parangón y a mí se me va el miedo.
Una vez, de camino a Hollywood, acabé en Los Banos a las cuatro de la madrugada, hambriento, cansado, la barba crecida tras un agradable invierno en soledad, sucio y despeinado. Me metí en un enorme restaurante para camioneros abierto veinticuatro horas, he olvidado el nombre, Hinky Dink’s, The Big Balloon o algo así. En la parte de atrás había hileras de camiones en un gran aparcamiento de asfalto con surtidores de gasolina, estanterías con garrafas de aceite y toda la pesca, y dentro unos cuantos camioneros ocupaban la zona privada a salvo de las molestias de los ciudadanos de a pie o gilipollas, como nos llaman. Con los camioneros había un par de policías del departamento de California, pero en la zona de gilipollas no había nadie más aparte de mí. Me senté a la barra y eché un vistazo al gigantesco menú plastificado con fotografías a color de los diversos platos principales, la CUARTO DE LIBRA DELUXE, etcétera, que me sonó bien, con café recién hecho, y sólo pensé que ojalá las patatas fritas tuviesen mejor sabor de lo que aparentaban.
Había dos camareras, jóvenes y monas, una rubia y la otra pelirroja, las dos con pantaloncitos cortos rojo chillón y blusas blancas de raso, medias de malla negras y zapatos de tacón rojos; pero, claro, estaban en el cubil de los camioneros, una sentada con los polis y la otra con unos camioneros. Vi a uno de los cocineros en la parte de los pedidos, con su cara larguirucha y prosaica, y su gorrito blanco, y él levantó la vista y me hizo un guiño: «Enseguida viene la chica» me gritó, y yo le hice un gesto con la mano, tranquilo, no hay prisa, y me quedé sentado disfrutando del silencio, de no conducir, del tacto distinguible del taburete bajo mis posaderas. Estuve mirando el menú hasta que la rubia vino a la barra con uno de los botones nacarados de la blusa abierto y una buena franja del Playtex al aire, su etiqueta con el nombre DEBBIE, qué sorpresa, pensé, pedí mi hamburguesa, café y tarta de manzana, ¿por qué comportarme como un desviado a esas horas?
–Sí señor –dijo amablemente.
Me di cuenta de que estaba cansada de la noche, los ojos un poco vidriosos, la boca caída en las comisuras. Pero conmigo es cortés, me trae el café al momento y se fija en que tenga crema en la jarrita, engancha de un manotazo el pedido en la rueda giratoria para que lo coja el de la freidora con otro gesto jocoso hacia mí: «¡HAMBURGUESOTE!», le grita; «¡HAMBURGUESOTE!», responde el otro a voz en grito, y oigo el chisporroteo cuando mi pedazo de carne toca la parrilla.
Se oía un murmullo de la conversación de la zona de camioneros, pero nada más, nada de música. Me tomé el primer sorbo del café caliente y giré sobre el taburete para buscar la gramola. Allí estaba, justo entre HOMBRES y MUJERES.
Antes de que me levantase entró por la puerta una pareja, veinteañeros con un bebé enfundado en un pelele azul. Parecían cansados y deshechos por el viaje, y el bebé, con la cara roja e irritado, hacía ruiditos de cabreo. La pareja se sentó a una mesa justo detrás de mí y yo me volví a mirarlos, con su bolso de paseo del bebé, la manta, el sonajero, el monedero, los abrigos, etcétera, murmurándose entre ellos «¿Puedes pasarme el…?», «¿Dónde está la tapa?», «Sujétalo recto», y ya estaba allí Debbie ayudándolos a organizarse, papá que se escabullía hacia el lavabo mientras mamá colocaba al bebé y miraba el menú al mismo tiempo. Debbie se inclinó sobre la mesa y cogió al bebé diciéndole algo en voz baja a la madre, y entonces la madre se fue al lavabo también. Debbie jugueteó con el niño, lo arrulló e intentó hacer que dejara su pataleta, pero nada funcionaba.
Volví a girarme al darme cuenta de que estaba metiendo demasiado las narices en sus vidas, y me incliné sobre mi café. Oí volver a la pareja de los lavabos y la risa de la camarera, y la vi ponerse tras la barra y colocar de un palmetazo el pedido, aunque esta vez nada de gritos, así que lo otro debía de haber sido una coña entre el de la freidora y Debbie. Me puse en pie y fui hacia la gramola. Los camioneros me vieron mejor ahora, y me di cuenta de que un par me miraban mal al advertir la barba y los tejanos desgastados, preguntándose quizá qué clase de mierda hippy iba a seleccionar.
Jim estaba por toda la gramola como un sarpullido, y un poco porque sí puse una de sus canciones más antiguas, «Let It Happen». La repetición se puso en marcha mientras volvía a mi taburete y ya estaba sentado contemplando a aquella pareja cuando sonaron las primeras notas del bajo.
Se les iluminaron los ojos. Se miraron como si no se pudieran creer lo que estaban oyendo, y mientras la voz de Jim irrumpía con fuerza y brío, recreándose en toda esa mierda romanticona, el marido le cogió las manos a su esposa. Dios mío, había puesto su canción por casualidad y el agotamiento se había esfumado de sus caras. No se levantaron y se pusieron a bailar ni nada, pero ver cómo se miraban el uno al otro valía un millón de dólares.
Debbie me puso delante el hamburguesote con una sonrisa y el de la freidora acompañó a Jim cantando unos compases, y hasta yo marcaba el ritmo con un pie mientras observaba los pantaloncitos de la pelirroja cruzar la sala y meterse con un contoneo en el lavabo.
El reconocimiento, llegado el momento, no estropeó las cosas. Debbie se inclinó sobre la barra y me dijo en voz baja:
–¿No es usted David Ogilvie?
–Sí, señora –dije yo.
–A usted también le debe de encantar su música. Es maravillosa –dijo, y fue a llevarle la comida a la pareja.
Estaban viviendo un momento entrañable, ahora que tenían algo de café en el estómago y el bebé se había dormido, y al poco la madre se levantó y fue a la gramola y puso un par de canciones más de Jim. Me sonrió de vuelta a la mesa, tímidamente, y no dijo nada. La sonrisa me dio las gracias por rescatarlos del infierno de las cuatro de la madrugada en la carretera.
Debbie me dio las gracias también, a su encantadora manera, fuera en el aparcamiento, y supongo que ahora sabéis por qué escogí dedicarme al mundo del espectáculo.
Don Carpenter (1931-1995) nació en Berkeley, California, y creció en la Costa Oeste. Sirvió en la fuerza aérea durante la Guerra de Corea, estudió en la Universidad de Portland y obtuvo una licenciatura del Portland State College y una maestría del San Francisco State College. Carpenter, su esposa Martha y sus dos hijas se establecieron en Mill Valley, cerca de San Francisco, y se hizo muy amigo de los escritores locales Evan Connell y, especialmente, de Richard Brautigan. Su primer libro, Hard Rain Falling, se publicó en 1966 y fue seguido por otras nueve novelas así como varias colecciones de cuentos. Carpenter también escribió para el cine y la televisión y pasó mucho tiempo en Hollywood, tema de varias de sus novelas. Agobiado por la mala salud de sus últimos años, se suicidó a la edad de sesenta y cuatro años.
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