Con este texto del venezolano afincado en Buenos Aires, (por cierto: la relación de César Aira con Venezuela es extensa y conocida, además de haber servido como escenario de El congreso de literatura), Ricardo Montiel, publicamos el primero texto del Proyecto Pringles que no es una recuperación de un texto ya publicado, sino que se estrena por vez primera en estas páginas, lo que nos resulta especialmente grato porque en apenas dos semanas están ya comenzando a llegar colaboraciones espoleadas por la existencia de este nuevo foro. Disfrútenla.

 

¿Dónde empieza realmente esta historia, en qué párrafo, con qué frase? Podríamos, apelando a la acostumbrada brevedad de las contratapas, resumirla así: el narrador, cuya vocación declarada es la literatura, escribe unas «notas preliminares» mientras viaja en ómnibus a Tandil, ciudad serrana a la que se dirige para asistir al cumpleaños de su abuela, y a la que después de llegar y alojarse en un hotel y salir a caminar para estirar las piernas y conocer sus calles, se topa con la espalda de un fantasma, la cual supondrá para él «la literatura propiamente dicha». Habría que añadir que las notas preliminares –no insinuadas previamente por demandas del formato– constituyen la primera parte de la narración, y que la segunda parte –vinculada al evento sobrenatural– será el inicio de un diario en el mismo cuaderno, dentro de la misma historia y que quedará trunco porque el narrador se queda sin tiempo al empezar a morir.

Deducimos entonces que las notas preliminares constituyen el inicio, y suponemos que en esas primeras líneas se develan las primeras claves de la trama, que nos irán dirigiendo ordenada y cronológicamente hacia el mortal desenlace, como una flecha obediente de su recta trayectoria, veloz y envenenada de efectismo. El problema es que cuando se trata de un texto de César Aira, el encuentro con el fantasma difícilmente se resuma en descenso voluntario hacia el sótano y el susto y el ataque predecibles, sino en uno al que se le llega por azar o improvisación, mientras se camina por un «pueblo grande levantado en medio de la pampa»; un fantasma que no es cualquier fantasma, sino uno que ofrece «algo que ningún hombre había visto nunca: su espalda», ángulo distinto al que además nos iremos acercando no desde la construcción de una intriga monocorde –desde los mecanismos de un género tipificado–, sino desde el recuerdo de «dos señoras que charlan sin parar» en un gimnasio.

«¿Qué es lo que hace César Aira? Traicionar deliberadamente el arco narrativo», dice Luis Moreno Villamediana. Y es quizás El todo que surca la nada, relato publicado por Eloísa Cartonera en 2006 y aparecido luego en diversas antologías, el que mejor permite acercarnos al procedimiento narrativo del autor argentino, o a su estilo personal de la traición. Estilo capaz de engendrar historias –ya habría que decirlo– irresumibles, aunque esta afirmación constituya un lugar común al hablar de ciertas obras complejas, un comodín que los críticos o los detractores usan para pasar de largo y salir más o menos indemnes, habiendo contribuido con «algo». Y bien, ahora que hay tiempo porque un virus nos confina, ¿qué más se puede decir? ¿Qué hay detrás del irresumible todo que surca la nada?

En primer lugar, la capacidad del narrador de ir hilvanando sus propios desvíos, u ofrecer alternativas de desarrollo que van modificando las expectativas del lector. Es así como vemos que a partir de la observación de dos señoras que charlan en un gimnasio, «sin nada especial como no sea la locuacidad», pasamos a un momento de introspección del narrador en que este echa en falta su nulo «don del small talk», identificándose más con la conversación espasmódica («A cada frase se abren vacíos, que exigen un recomienzo»), que él atribuye a su «falta de vida, que en el fondo es una falta de temas.» Aira parece insinuarnos desde el inicio de esta historia dos elementos cruciales de su estilo: la superposición de capas narrativas y la volubilidad del tema. No hay signo que prediga con claridad el porvenir: «Biografía postergaba toda preocupación por el futuro, quizás porque el trabajo con el pensamiento tenía algo de intemporal», puede leerse en Biografía (Mansalva, 2014), otro texto que, como El todo que surca la nada, oculta un probable manifiesto. No olvidemos que Aira suele escribir en los cafés, porque necesita –lo dijo en una entrevista– levantar la cabeza después de cada frase, mirar lo que pasa, ventilar las ideas, darse tiempo. ¿Acaso es posible que en esos deslizamientos de la atención, en esas inspiraciones del trabajo del pensamiento Aira suela permitir que estímulos exteriores se introduzcan libremente en sus escritos, activando un ejercicio de observación simultánea imaginación-avistamiento? ¿Fue así como pasó de las dos señoras del gimnasio y la falta de temas a lo siguiente, es decir a los taxistas de Buenos Aires y la ordenanza municipal? En el mismo texto, Aira habla de lo simultáneo como «una superposición de lo que es y lo que debe ser. Aunque sean contradictorias, las dos cosas persisten en la realidad al mismo tiempo».

En segundo lugar, la capacidad de sostener este artefacto narrativo que no es propiamente una historia, sino que es también un ensayo, un delirio estadístico (calcula cuántos taxis serían necesarios para que un taxista sea honesto), unas notas preliminares que es recién cuando terminamos de leerlas que reparamos que han sido escritas sin otro propósito que no fuera el de pasar el tiempo durante un viaje a Tandil; es decir, lo aparentemente marginal, el crucigrama resuelto, puesto al inicio del relato, algo que el narrador parece reconocer hacia el final, en lo único escrito en el diario, tras hablar de la espalda del fantasma, cuando siente «un dolor agudo en medio del pecho» y, entonces, porque la vida se le agota, se arrepiente de no haber ido «directamente al grano», de no haber «empezado por lo importante». Lamento postrero que no hay que tomarse muy en serio. Se sabe que Aira suele referirse con cierta socarronería a las formas tradicionales de la narración, cuando ha logrado como en El todo que surca la nada, una forma heterodoxa. Aunque también esto podría interpretarse como un gesto de indulgencia hacia el desorden provocado al lector; quién sabe sino un código de disculpas porque no hay remedio, porque esta compleja superposición de capas narrativas, de géneros literarios y de temas volátiles debe llegar a su fin, sin dar explicaciones. ¿Pero qué buena literatura las da?

Diré una obviedad: El todo que surca la nada inicia con la primera frase. Pero los comienzos de Aira no son los comienzos de la historia que se cuenta, sino quizás los de una historia mayor, acaso inconmensurable, escribiéndose antes de que el mismo Aira la empiece o la retome. ¿Dónde están los bordes, los límites de sus textos? Si un gimnasio está unido a los taxis y estos a su vez al cumpleaños de la abuela y estos a la espalda de un fantasma tandilense y a la literatura y al destino fatal, qué otros sucesos no saldrían de su prosa germinal y transparente, ¿cuántas digresiones se requieren para alcanzar el infinito? No es casual que en el prólogo de El gran misterio (Blatt & Ríos, 2018), Aira hable con fascinación de lo proliferante: «Amaneceres, cajas, sillones, terrenos, torres. Obstáculos, taxis, redes. La enumeración de las cosas. La enumeración es una cosa más. Oro, cubo, terremoto, perspicacia. Podría seguir indefinidamente.» Y podríamos agregar: Borges. Nótese que el descubrimiento de la espalda fantasmal, ese momento de gran revelación literaria, se da en una calle apartada de Tandil, así como el Aleph está en un sótano de una casa en Constitución. Sabemos que hay puntos en común entre Aira y Borges. Sabemos que Borges aconsejaba escribir como si se redactara el resumen de un texto ya escrito, y sabemos que aspiraba a cierta totalidad desde lo breve, no al modo de las gruesas novelas experimentales del siglo XX. Para Aira ese texto ya escrito tal vez sea la realidad; pero una realidad sin exclusiones, donde ninguna cosa es más importante que otra –que diría Silvina Ocampo–, y donde todos los temas tienen (y hasta merecen) un espacio. Aira parece decirnos con sus últimos libros publicados (en total son más de cien), que el único proyecto es ese: no discriminar nunca, porque no sabemos en dónde se halle la verdad.

 

Ricardo Montiel (Maracaibo, Venezuela, 1982) ha publicado los libros de poesía Ciudad blanca sobre fondo blanco (Ediciones del Movimiento, Maracaibo, 2015) y Agonía de los días terrestres (Caleta Olivia – Rangún, Buenos Aires, 2018, El Taller Blanco Ediciones, Bogotá, 2020). Textos suyos han aparecido en medios digitales e impresos de Argentina, Costa Rica, España, México, Colombia y Venezuela. Coeditó la revista digital Merece una reseña, y vive en Buenos Aires desde 2007.