Publicada por la editorial Libros Magenta, la nueva novela de Alejandro Badillo, que prolonga su particular reescritura de los temas de la narrartiva mundial bajo la óptica mexicana que inaugurase en La mujer de los macacos. Acá ofrecemos un adelanto de la misma.
“La decisión final y la historia de las migajas sobre la mesa. Hay palabras adecuadas como bermellón o sincronía. Los lentos pasos de un gato y la luz que forma caras en el piso. Había soñado con la selva brasileña y al mirarse las manos descubrió fragmentos de lluvia y de animales. El olor de las gardenias llegó hasta las nubes. Libros circulares, preguntas impregnadas de anís, escondidas en los armarios, esperando fermentar en largas espirales de absenta. Alguna vez intentaste hablar con una roca, le contaste de los sábados, de aquel maniquí que te miraba todas las noches. Por un momento te sentiste cazador de focas y el frío llegó a los dedos y provocó efectos tumescentes. Un hielo. Pájaros grises y verdes. Sientes aleteos en la garganta. El silencio es un animal manchado de humedad y la tristeza es el frágil esqueleto de un paraguas. Apagas la llama de la candela. Dibujas un hoyo negro con los dedos. Es tan fácil cambiar el nombre de las calles. En el desconcierto se perfila una. Cierras los ojos y comienza el regreso”. Dejó la pluma en el escritorio. Se acercó a la ventana. Miró el papel en el que acababa de escribir como un objeto extraño, una huella que se diluía por la acción del tiempo. En el cielo, una nube. Parecía desvalida, una anomalía. Las letras latían en su mente. Le gustaba escribir aunque a veces se sentía demasiado infantil, un poco ridículo. Solía pensar en lo que dirían sus compañeros de trabajo si se enteraran de su afición secreta. Era septiembre y, después de varias semanas de lluvias constantes, el cielo se mantenía limpio, con breves nubes que ofrecían al espectador una vaga noción de equilibrio. Las calles estaban en silencio. R se alejó de la ventana y se movió por la habitación. Se acostó en la cama y miró el techo. Estuvo así, casi inmóvil, aletargado.
Después de un rato se levantó de la cama, fue a la cocina, destapó una cerveza, prendió la computadora y se puso a trabajar. Su rostro se iluminó por el resplandor de la pantalla. Transcurrieron un par de horas. Anocheció. Las luces de las lámparas en las calles avivaban insectos. Recordó la nube que había visto y supo, mientras mandaba un último correo, que esa formación en el cielo representaba, de alguna forma, la serie de actos repetitivos que colmaban sus días. Despertarse, afeitarse, subir al auto, ir al trabajo, regresar. Pensó en nubes solitarias, a la deriva, como islas sin ningún asidero. Volvió a la cama y alargó la mano al interruptor de la lámpara que estaba en el buró. El foco se iluminó. La luz no era plena y mantenía algunos rincones en la penumbra. Unas violetas proyectaban una sombra alargada. La sombra, con un poco de imaginación, recordaba la silueta de una mujer. Apagó la luz y volvió a prenderla con la esperanza de más detalles, quizás el vago perfil de los hombros, del rostro o de la cabeza. Pero la sombra seguía en la misma posición, indecisa junto a una pila de libros, renuente a mostrar más señales. Derrotado, apagó la luz. Se sintió como un animal salvaje, al acecho de algo que nunca llegaría. Tendría que levantarse temprano para arreglar pendientes en la oficina. La noche era una recapitulación, una tregua con los hechos ocurridos desde la mañana hasta el crepúsculo de la tarde. Pero era, así lo creía, una paz falsa, porque cuando comenzaba a quedarse dormido se sentía acosado por una enfermedad invisible y silenciosa. Por eso, cuando despertaba por la alarma del despertador, a las siete o siete y media de la mañana, creía que su cuerpo estaba más cerca de una derrota probable. A veces tenía insomnio y bebía cerveza hasta que dejaba de pensar en el día siguiente y su atención se concentraba en el reposo del líquido en el vaso, en las diminutas burbujas que ascendían a la superficie y formaban una capa escueta y blanca. Ahí naufragaba cualquier pensamiento íntimo, cualquier intención de sondear la memoria para recuperar un saludo, una decisión tomada muchos años antes. Era un tiempo presente en la habitación, un páramo yermo que empezaba a erosionarse cuando cerraba los ojos. A veces la lámpara permanecía encendida y las sombras en la habitación, quizás impulsadas por las ramas de los árboles del exterior, agitadas por el viento de la madrugada, semejaban cuerpos femeninos, miembros turgentes que se entrelazaban sobre la alfombra, en un éxtasis que se extendía hasta alcanzar la parte baja de la cama y que moría con los primeros resplandores del día.
***
“El cuerpo es un espacio vacío que entra en acción con el pensamiento. La proximidad de la mujer amada forma caudales de sangre y reactiva órganos que permanecían displicentes, como animales adormecidos. El deseo, entonces, pasa del plano imaginativo al físico. La vulva se humedece como si añorara una antigua lluvia. El miembro del hombre rememora la memoria de una piedra. El encuentro sexual es el de dos viajeros en un bosque profundo. El sudor es una savia que transforma. El grito es un filo brillante que se abre paso en la garganta”. R dejó el libro en el buró y se quitó los lentes. Hacía un poco de frío. Un leve viento agitaba las ramas de los árboles. Escuchó pasos en las escaleras del edificio. Se asomó por la mirilla. Ese verano una joven se había mudado al departamento de enfrente. La miró en el pasillo, vestida con unos pantalones de mezclilla y una playera blanca. Desde el primer día R trató de seguir todos sus movimientos. Sabía que ella, en las mañanas, antes de salir, prendía el radio y escuchaba las noticias. Por las cortinas entreabiertas de su ventana podía ver que ella abría el refrigerador en busca, quizás, de un envase con leche. Después de unos minutos adivinaba el momento en que su mano iba al botón para apagar el radio. Creía percibir unos pies dirigiéndose al baño. Entraba el calentador de paso con su fuego en ascenso. El agua caía en la ducha. La imaginaba desnuda, bañada por la luz del sol que volvía más tangibles sus pechos, el hueco del ombligo, la parte superior de los muslos. En una ocasión R se mantuvo expectante en la mirilla. Ella se detuvo frente a la puerta de su departamento, dejó en el piso una bolsa del supermercado y sacó un llavero plateado. Antes de abrir la puerta, miró alrededor. Fue un vistazo fugaz, alimentado por la sospecha de tener una presencia cerca. Una sonrisa apareció en su rostro. Era una sonrisa discreta motivada por un recuerdo, una escena de su vida en la que también se había sentido observada. Percibió un acoso tranquilo, elaborado a fuego lento, una mirada que sólo atestiguaba. Por esa razón la sonrisa apareció sólo como un destello, como el reflejo de una ventana en la ciudad, el perfil de unos labios en un vaso de cristal o el vapor de una taza de un café ascendiendo y perdiéndose entre las voces de un restaurante. La muchacha cerró la puerta. R se quedó en la misma posición, apenas respirando, como un vigía de piedra, sumergido en la noche, esperando las primeras luces de la mañana. En esas tardes de otoño el edificio parecía estar en los límites de una playa abandonada, llena de rocas y despojos marinos. R se alejó unos pasos y puso la mirada en su mesa atestada con papeles del trabajo. Se preguntó qué haría el resto del domingo, el último de septiembre. Quizás regresar a las páginas del libro o prender el televisor para mirar una vieja película. A lo lejos distinguió el ruido de un auto. Muchas tiendas estaban cerradas. Algunas voces destacaban en la calle. Se prometió seguirla la mañana siguiente, después de que ella saliera de su departamento y echara llave a su puerta con ese movimiento de manos que tenía mucho de ritual y de oficio lentamente calculado. Esperaría unos segundos y bajaría por la escalera cuidando no hacer ruido. ¿Cuántos metros serían los adecuados para conservar el anonimato, para no delatarse? Su silueta podría confundirse con otros peatones. Tal vez ella le haría la parada a un autobús con dirección a la universidad o a algún edificio de oficinas. Él iría tras ella, en una caza fervorosa pero destinada a la derrota. Tras sus pasos hilvanaría una oración, un monólogo un poco desquiciado, algo como un “te sigo, miro tu cabello, el movimiento de tus brazos y espero con otras personas la señal del semáforo para cruzar la avenida. Hace frío en la ciudad, las banquetas están mojadas por la lluvia de la madrugada. Las tiendas abren sus cortinas, algunos repartidores pedalean en sus bicicletas. Un niño descalzo te pide una moneda y buscas en tu bolsa mientras el viento agita la banderola de un hotel y pone a bailar la página desprendida de una revista de modas. Mis zapatos pasan a unos centímetros de la página, quiebran ramas secas, patean el cadáver de una lata. La avenida se puebla, alimenta minuciosa sus ruidos. Sé que estoy lejos del edificio y me empiezo a inventar excusas para dejarte de seguir, para abandonar tu rastro e ir a un café a desayunar, intercambiar un par de palabras con el mesero y disimular con unos huevos revueltos mi fracaso. Quizás te siga todos los días hasta que te mudes de ciudad o de domicilio. Pasarán los años y me haré viejo en este edificio, único sobreviviente de mis papeles y de películas viejas que veré hasta el hartazgo. Entonces, buscaré a otros viejos como yo, habitantes de otros edificios, que también contarán historias de mujeres como tú, apariciones en sus vidas, fantasmas a los que apenas hablaron y que sólo apresaron en el terreno de las probabilidades, de los sueños febriles e inconclusos”.
***
“Los cuerpos estaban desperdigados por campos, calles y en los techos de algunas casas. El avión tuvo una falla en el motor principal y se desplomó desde 10 668 metros de altura. Quizás algunos pasajeros murieron de forma instantánea. Varios fueron encontrados en sus asientos. El evento ocurrió en instantes. Muchos cadáveres están fragmentados. Entre las plantas quedan algunos recuerdos: muñecos de peluche, agendas, pasaportes, zapatos”. R apagó el televisor. Era casi medianoche. Cerró los ojos. El ruido del reloj parecía un latido que se perdía en la habitación. Se internó en el sueño y pronto llegó a un campo de girasoles. A la distancia se podía ver una columna de humo negro. Olía a quemado, a gasolina. Caminó con dificultad entre las plantas. Sentía las piernas pesadas. Tenía la mente vacía. Avanzaba con una secreta convicción, como si el humo fuera algún tipo de respuesta, un elemento que completaba una lógica desconocida. Después de varios pasos tropezó con algo oculto entre la hierba. Bajó la mirada y encontró el cuerpo de una mujer rubia. Estaba desnuda y con los ojos cerrados. Miró sus piernas juntas, los pies llenos de tierra húmeda. No percibió ninguna herida. Parecía haber nacido de la tierra que oscurecía algunas partes de su cuerpo. La mujer abrió los ojos y sondeó el cielo que era recorrido por una nube solitaria. El movimiento, leve, hizo que sus piernas se separaran. El oscuro vello del pubis hacía contraste con la piel muy blanca. Pudo ver diminutas venas constelando sus senos. Tenía pecas alrededor de la nariz. Pensó en cada marca de su cuerpo como parte de la cartografía secreta de todas las mujeres. La mujer se levantó lentamente. Su cabeza ascendió entre los girasoles, como si fuera uno más de ellos, alimentada por el sol que caía a plenitud. Después se acercó a él y le bajó el cierre del pantalón. Ella se inclinó, sacó su miembro y comenzó a masturbarlo con la mano. Luego usó su boca para alimentar la erección. Él sintió un hueco que se abría paso desde las entrañas. Podía identificarlo en su estómago, en las costillas, en todo el pecho. Las manos de ella estaban frías, pero la sensación de su tacto no era incómoda. El placer lo inmovilizó, sus piernas estaban rígidas y sus labios secos. Sin embargo, a pesar de la satisfacción corporal, se sentía frágil. Pensó que al eyacular tendría la certeza de que él era uno de los pasajeros del avión. Quizás estaba perdido entre otros altos girasoles o abandonado en un campo desierto, con el rostro mirando la tierra, asediado por las moscas, esperando un imprevisible rescate, un milagro. Trató de mirar más allá, hasta donde se adivinaba el perfil de una colina, y se preguntó por la soledad de un cuerpo muerto. La mujer ahora le lamía el vientre. “¿Qué dicen las cosas que rodean a un muerto?”, pensó él. “¿Cómo pueden permanecer impasibles, sin cambios, ajenas a todo?”. R llevó la mano a los cabellos rubios de la mujer y sintió su textura. Miró las clavículas afiladas, la línea de la espalda que terminaba en la curva de las nalgas. El placer aumentó y los pensamientos fueron a objetos inmediatos, desperdigados en su entorno: turbinas humeando, restos de plástico fundidos por el fuego, pedazos amorfos de metal. También había hierba quemada, huellas oscuras que podrían permanecer vivas por semanas, meses. La mujer había regresado a su miembro dispuesta a llegar hasta el final. R, en medio del sueño, quiso resistir, no descubrir si estaba entre los restos del avión, con los ojos abiertos, parpadeando lentamente, esperando un último latido. Quizás su realidad, disfrazada por el placer, estaba en su habitación. Tuvo miedo de su cuerpo abandonado en la cama, bocarriba, con los brazos extendidos, ocupando casi todo el colchón, como si estuviera aburrido y la única razón para respirar fueran las figuras imaginarias en el techo: nubes, formas femeninas, rostros afilados, edificios demasiado altos y deformes. La erección en la boca de la mujer era más grande y el flujo de su semen era el del tiempo, el de los segundos indistintos e irrevocables. Alguna vez leyó que en la habitación de un muerto los objetos son más grandes, un espejo es una superficie amenazante, un armario es un vigía lúgubre y solemne. Nadie quiere abrir la puerta de la habitación. Nadie quiere ser el primero en descubrir el cadáver, cerrar sus ojos, acomodar sus manos en el pecho. El líquido seminal comenzó a moverse. El límite del mundo comenzó a desvanecerse. A poca distancia se podían percibir las fisuras entre la vigilia y el sueño. Los girasoles se volatilizaban. A lo lejos seguía la densa columna de humo. Se mantenía casi vertical, compacta, como si formara parte de una fotografía que se resistía a desaparecer. La mujer retiró la boca de su miembro y la eyaculación surgió restaurando la conexión con la vida. R tuvo una última visión mientras se vaciaba, la de su cuerpo a pocos metros del avión, con las manos abiertas, llenas de tierra. Sus manos convertidas en raíces oscuras, en flujos de agua absorbidos por la hierba. La mujer rubia alcanzó a sonreír.
Despertó.
***
Una revista de modas está abandonada en la banca de un parque. Está abierta por la mitad. Algunas páginas están arrugadas, quizás por la acción del sol o por el recuerdo de una lluvia reciente. Una página medio rota ondea como una bandera y, después de unos momentos, se desprende para sobrevolar un arbusto y posarse, como un curioso insecto, en el piso adoquinado. R camina por el parque. Parece que va a llover de nuevo. En el noticiario de la mañana dijeron que septiembre será un mes lluvioso. R se sienta en la banca. Apenas se fija en la revista que parece envejecer rápidamente, desintegrarse en cualquier momento. Mira a unos niños mojándose en una fuente. Es el primer lunes del mes y la siguió, como casi todos los días, por las calles hasta la parada del autobús. No sabe si va a la universidad o si se dirige a un complejo de oficinas. Quizás trabaja en un despacho jurídico, lleva las cuentas de varios negocios o atiende un escritorio en una oficina de gobierno. No se atreve a subir al mismo autobús. Sólo puede imaginar la ruta y a ella en uno de los asientos de adelante. Las voces de los pasajeros en medio del rechinido de los frenos. Un tope, después una vuelta y la espera en un crucero transitado. Quiere pensar que ella encuentra algo distinto, irrepetible, en cada uno de sus viajes. R camina de regreso al edificio. Tiene trabajo pendiente, papeles que revisar, correos estancados en la computadora. Piensa en el mapa de sus recorridos, rutas que no se alejan mucho de los vagabundeos de su adolescencia. Piensa en los lugares visitados en su niñez, cuando vivía en la ciudad de México, parques que se fueron llenando de basura, bancas que se fueron desmoronando embestidas por una marea invisible, nutrida de contaminación y lluvia tóxica. Esta ciudad de provincia, a la que llegó después del terremoto de 1985, ha crecido y sus engranajes giran a una velocidad más rápida. Los nombres de las tiendas son fugaces. De un día para otro aparecen nuevas avenidas. Se asfaltan calles, se construyen puentes y las personas en los autos parecen más aturdidas, atrapadas en una peregrinación inacabable que se interrumpe en los cruceros. Ahora las tapas de las alcantarillas son robadas para vender el acero. Ahora los callejones son más oscuros. Ahora las malas palabras generan balazos y los balazos cumplen puntuales con su cuota de cadáveres tiesos, cubiertos por mantas, escoltados por un par de blancas y temblorosas velas. Por eso no le gusta salir de noche. Sueña con un autoexilio, con ser prisionero por su propia voluntad y quedarse en el departamento todo el día, pidiendo comida por teléfono, escribiendo y leyendo libros. A veces sube al último piso. Ahí uno de los dos departamentos abandonados no tiene puerta y adentro se acumula el polvo, la suciedad y restos de lluvia que parecen fermentar larvas de insectos que, una vez adultos, revolotean su efímera existencia en los pasillos. En ese lugar, luchando por contener el vértigo, mira el horizonte de la ciudad, los anuncios espectaculares que en la noche cobran vida y ocultan lo que ocurre abajo. R llega a la entrada del edificio. Sube las escaleras. En un departamento se acumulan los recibos de la compañía de luz y una telaraña en una maceta atestigua los meses de soledad, la dificultad para rentar o vender ese espacio. Muchos interesados piden informes y fruncen la nariz cuando se enteran de los precios. La escalera es recorrida por el silencio y por un leve bochorno que entume la frente y los párpados. R llega a su piso y da un respingo cuando la encuentra en la entrada de su departamento, con un sobre amarillo en las manos. En el breve lapso de tiempo antes de saludarla se siente víctima de un engaño. Trata de calcular los minutos que transcurrieron desde que salió tras ella y llega a la conclusión provisional de que se bajó del camión pocas cuadras después y regresó a paso rápido para llegar antes que él. Quizás recogió el sobre en el buzón que está en la planta baja o lo compró en una papelería cercana. R sonríe y le tiende la mano: “Hola”.
Alejandro Badillo (Ciudad de México, 1977), es autor de los libros de cuento Ella sigue dormida (Tierra Adentro), La herrumbre y las huellas (Eeyc), Vidas volátiles (BUAP), Tolvaneras (SC Puebla), Crónicas de Liliput (BUAP), El clan de los estetas (Universidad Veracruzana. Premio Nacional de Narrativa Mariano Azuela) y las novelas La mujer de los macacos (Libros Magenta/ Secretaría de Cultura del DF) y Por una cabeza (Ficticia Editorial / Universidad Autónoma de Nayarit. Premio Nacional de Novela Breve Amado Nervo). Ha participado en publicaciones como Luvina de la Universidad de Guadalajara, GQ, Letras Libres y el suplemento “Confabulario” de El Universal. Colabora con cuentos y crítica literaria desde el año 2000 en la revista Crítica de la BUAP. Es exbecario del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes.
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