Miquel Bauçà no estaba traducido al castellano. Ha tenido que venir un editor argentino, que llegó casi de rebote a la literatura de Bauçà, él mismo ha confesado que comenzó a leerlo tras conocer la noticia de su muerte, para que alguien se animase. Mientras hay libros que, de modo casi inexplicable, salen a la vez en las dos lenguas, ha tenido que pasar una larga temporada, ser traducido incluso a otras lenguas, para que alguien se anime a poner en circulación en castellano la obra del autor mallorquí. Veremos cómo va la cosa, esperamos que bien. De momento compartimos aquí el prólogo de Nora Catelli que acompaña a la edición de estas tres novelas cortas en un solo volumen.

 

La literatura catalana como muro casi impenetrable

Introducir la primera traducción al castellano de estas tres extraordinarias nouvelles de un autor mallorquí como si se estuviese escribiendo un prólogo a una versión de una obra francesa, inglesa, italiana o alemana sería falsear el caso peculiar de un campo cultural de características singulares y podría decirse, casi únicas dentro de un estado europeo.

España contiene en sí misma al menos tres literaturas en lenguas diversas: dos, la gallega y la catalana son, como el castellano, dialectos del latín. La otra literatura, en euskera, es nueva, si por literatura se entiende en sentido estricto la producción escrita (littera) de una producción oral previa.

No cabe entrar aquí en la descripción del milenario desarrollo, tan extenso como el de la castellana, de las literaturas gallega y catalana. Pero sí es necesario recordar que la península no posee un solo campo literario sino al menos cuatro, que conviven con evidentes tensiones -ya que la lengua castellana es hegemónica en recursos y demografía- y que han dado lugar a fuertes conflictos económicos y sociológicos, de los cuales es expresión interesantísima el proyecto y la construcción de la figura de autor que realizó Miquel Bauçà (Felanitx, Mallorca, 1940-Barcelona, 2005).

La literatura catalana está rodeada de un muro que he calificado de “casi impenetrable” y que es resultado de la circulación desigual de los bienes culturales y simbólicos dentro de este territorio peninsular múltiple. Y por ello exige ponernos en una doble posición lectora. La primera es la de nuestra familiaridad con Bauçà, porque practica con maestría formas reconocibles dentro de las tradiciones narrativas del siglo XX. En Calle Marsala (1985), El viejo y La carcelera (ambas en 1992) hay toques celinianos, becketianos y kafkianos: se ven en la ferocidad autodenigratoria, en la celebración de lo abyecto, en la explicitud brutal y el rechazo de toda sentimentalidad compasiva en las dos últimas. El tono y el desarrollo son los del género de esos grandes maestros antes mencionados. El espacio por donde discurren las novelas es el del confinamiento, la jaula, el encierro. Por ello se suele mencionar también, respecto de Bauçà, a Dino Buzzati.

 

Calle Marsala

Esa primera posición de lector es cómoda: reconocemos, en el soliloquio de Calle Marsala, a un protagonista que habla y no actúa, porque está encerrado en un cuerpo inútil, sin función social. Es un sujeto localizable y a la vez inaprensible, que discurre fluidamente, casi asociativamente, desde la postura del sarcasmo y desde la indigencia voluntaria del resentimiento.

Vive en Barcelona, se ajusta a un calendario (católico) que lo obsesiona -“hoy es Jueves Santo”, dice por ahí-; recorre la ciudad, nombra calles y el Paralelo, habla de señoras, de porteros, de vecinos y elabora un repertorio de mujeres que, más que protagonistas, parecen sólo fantasías de una cercanía sexual que nunca llega. Está atento al devenir desagradable de su cuerpo: ropa y olores, sarro y pies, como si en la mirada sobre sí mismo permaneciera el asombro inocente, adolescente, de quien nunca llega al encuentro con el otro y sólo accede a suspender la espera de masturbación en masturbación. Y de avistamiento de sodomitas en avistamiento de sodomitas. Se puede pensar que la destreza de Bauçà para sostener el ritmo narrativo depende de esos dos motivos en los que se mece: el onanismo y la sodomía. Este término es propio del derecho canónico. Estaba ya en desuso en los años en que se publica Calle Marsala, alude -baste recordar la Historia de la sexualidad de Michel Foucault- a un acto repudiable, a un pecado; no a una identidad, como sí lo hace, desde finales del siglo XIX, la homosexualidad. Esto denota una voluntaria estrategia de confiar en el léxico y la semántica del catolicismo en el que se educó Bauçà y, a la vez, de exaltar de modo ambiguo el pecado nefando, porque la sodomía es un acto de fuerza, una demostración de poder masculino. Se han estudiado las modulaciones de esta flexión aparentemente regresiva como mecanismo de construcción de las imágenes que aparecen en estas nouvelles; no soy la primera en advertir su voluntad exhibicionista.

 

El viejo y La carcelera

El viejo establece un triángulo: hay un narrador en posición de voyeur que describe y especula, un anciano encerrado en una jaula, un guardián. No se sabe a qué se debe el encierro; aunque eso no importe. Del guardián, “hombre sencillo”, que “no tiene perro ni mujer”, el narrador sospecha que sea un “sodomita clandestino” que “acomete la tarea de apalear al viejo, alegre, sin vicio”. Y que, acabado el “deber”, guarda “el látigo dentro del estuche, arranca la moto y marcha a cantar a una coral de los alrededores”. He aquí una fantasía completa de punición pero dividida en los tres sujetos que pueden declamarla y confesarla. El narrador tiene el panorama completo y el repertorio de todas las preguntas de un confesor: ¿qué has hecho? ¿cuántas veces? ¿mereces castigo? ¿me concedes el poder eclesiástico para decretar tu castigo y, como en la inquisición, delegar en una autoridad competente -no religiosa- la facultad para ejecutarlo? El viejo y su guardián actúan las palabras del narrador, como si se tratase de un proceso judicial. El único pecado nombrado, otra vez, es la sodomía, palabra encantada, casi resplandeciente, como un objeto de anticuario que confiere la sensación de un tiempo clausurado.

La carcelera omite la sodomía, porque instala la mirada del narrador, encerrado en un presidio concreto e inmaterial a la vez, frente a una mujer, la carcelera, la que cuida, administra, castiga, alimenta, vigila, observa los cuerpos, fiscaliza la higiene y, a la vez, es observada, descripta, desnudada y vestida por la mirada del narrador que, esta vez, se atribuye un nombre: “Gilbert”. Después le atribuye uno a la carcelera, “Assumpta”, y le desea otro, “Lola”. Calle Marsala y El viejo terminan encerrando a cada uno en su oficio: el primero es el del gran masturbador (“Dios mío, suerte que de joven aprendí a pelármela”); el segundo es el de la armonía conyugal y burocrática del funcionario (“Ya nada puede dañarlo”). En cambio, La carcelera tiene un final que promete, irónicamente, el sueño de un vuelo en el que el narrador se encontrará otra vez con un mundo conocido que será, sabemos, su suprema condena: “El tiempo de estar con mi carcelera se acaba. […] Los santos me esperan, inquietos y joviales. He de llegar”.

Si se quiere comprender la complejidad crítica de estas tres nouvelles se ha de empezar por advertir la extraordinaria riqueza rítmica y verbal, la densidad constructiva de cada una de ellas. Sostienen, en una experiencia de unidad genérica, la exigencia clásica de un desarrollo en el que nada sobra. Su urdimbre es perfecta.

 

Segunda posición lectora

La segunda posición para discurrir sobre Bauçà no es estrictamente literaria, porque quienes lo presentamos a lectores de otras lenguas vecinas -ninguna más próxima e interpenetrada que la catalana por la castellana; ninguna más detestada para Bauçà- tenemos que satisfacer una exigencia divulgativa. Como si en lugar de hablar de una literatura y unas formas plenamente reconocibles estuviésemos refiriéndonos a otra cultura, por lo desconocida y casi impenetrable. Eso obliga a tal divulgación, que también practicó Martha Tennent, quien lo tradujo al inglés en 2012.

Estas nouvelles pueden sonar, también, a Lautreamont, Artaud y Bataille; pero es posible evocar en ellas los registros de un tremendismo hispánico, casi naturalista, que en las literaturas peninsulares, hasta bien entrada la segunda mitad del siglo XX, se mantuvo en la representación de la vida social recién trasladada a las ciudades. De hecho, el historiador Miquel Barceló (Felanitx, 1939-2013), nacido y educado en las mismas tierras y durante dos años en el mismo colegio de monjas que Bauçà, señaló que

toda la literatura de Bauçà trata de la transformación de un al·lot de poble, de la pagesia de postguerra, trabajadora, muy pobre y muy violentamente sometida a otro: al urbanita. Esto no es nuevo, pero acaso tal vez lo sea que se tratase de una experiencia colectiva, única e irrepetible […] No volverán a existir pageses que colectivamente deban pasar por este tránsito acelerado de los años sesenta, a los premios Formentor, a la presencia de escritores peninsulares guapos, muy bien vestidos y que sabían cosas que nosotros no sabíamos. Eso no volverá a suceder y Miquel Bauçà da un testimonio particular de esta trayectoria, que otros hemos cumplido de distinto modo. De manera que tras su obra existe un espesor colectivo, una base social a la cual él nunca hace referencia.

En el pueblo de Felanitx, en la ferozmente masacrada Mallorca, nació Bauçà un año después de terminada la guerra civil. La vida era dura y de medios escasísimos: en una “Nota del autor” que redactó para la Obra poètica de 1987 ofrece pocos datos fidedignos, porque se detiene en la primerísima juventud. No dice que fue al seminario, ni que ganó su primer premio literario a los veintiún años. De hecho fue premiado y reconocido por el renaciente campo cultural catalán desde los años sesenta. Este acceso temprano a los premios y, en Bauçà, la continuidad de esos galardones hasta su muerte es una característica de la literatura catalana y se explica precisamente por las condiciones precarias en que se desarrolló la lengua. Hay que recordar que el catalán no volvió a ser de enseñanza obligatoria hasta 1980.

¿Cómo ser maldito y a la vez institucional a los veinte años? Bauçà enfrentó esa contradicción subrayando su alejamiento de la vida literaria y, al tiempo, volviendo cada vez más visible -legendario, suele decirse- ese alejamiento. Eso explica el tono de esa “Nota del autor”, donde no menciona nada de lo que se podría denominar “carrera literaria” y en cambio se enriquece con delectación el registro del sarcasmo que -más que la ironía, resultado en general de una elocución retórica más socialmente cómoda ante el pasado- fue su rasgo característico. A pesar de la evanescencia de los datos, hay uno, la muerte de la madre, que no deja lugar a dudas:

Nací el 7 de febrero del año cuarenta, y el catorce del mismo mes, doce años más tarde, mi madre decidió constituirme en huérfano. No sé si fue para vengarse o sencillamente movida por un instinto de imitación. Efectivamente, cuatro meses antes yo me había fugado de casa, aprovechando la circunstancia de que mi padre, hombre muy temeroso de Dios, había decidido entregarme a una secta de devotos y toscos varones, llevados todavía por el ardor de haber ganado la guerra.

Por supuesto, no falta en la “Nota del autor” el abuelo que había emigrado a la Argentina “en un trasatlántico repleto de eslavos que bebían, cantaban y sudaban en la bodega” ni el retorno desesperado de nostalgia y sin dinero. Cualquiera que conozca los movimientos migratorios hacia las Américas y a la vez esté enterado de la historia de los judíos de Mallorca puede adivinar en ese “eslavos” de Bauçà -como en otros escritos suyos muy ambiguos acerca de la relación entre alemanes y judíos- un eufemismo sintomático del horror ante el judío, el “chueta” que poblaba, incluso en fechas muy recientes, las representaciones de algunos de los más egregios autores mallorquíes. De estas incomodidades depende que su biografía literaria e intelectual esté siempre en proceso de revisión. Esos interesantes movimientos, que en primer lugar los lectores peninsulares deberían conocer para la mejor comprensión de sus propias tradiciones -en castellano, en gallego, en euskera- se encuentran presentes también en otras perturbadoras imágenes de sujetos y voces literarias del siglo XX. En estas tres novelas están magistralmente expuestos el horror a la multitud, el espanto ante el propio cuerpo, el rechazo de las facilidades de la vida masificada y el coqueteo o el sometimiento a los estereotipos del idioma de la locura.

 

Nora Catelli se graduó en la Universidad Nacional de Rosario (Argentina) donde enseñó entre 1971 y 1975. En 1976 llegó a España. Es profesora de Teoría de la Literatura y Literatura Comparada en la Universitat de Barcelona. Trabajó en el medio editorial barcelonés durante casi veinte años y se doctoró en la Universitat de Barcelona con una tesis titulada La expresión americana de José Lezama Lima como teoría de la cultura. Ha sido profesora invitada en diversas universidades españolas, norteamericanas y europeas. Es autora de numerosos trabajos sobre teoría y pensamiento literario, especialmente en el campo de la teoría de la autobiografía, la historia y teoría de la lectura y la literatura comparada. Se le deben los siguientes libros: El espacio autobiográfico (Lumen, Barcelona, 1991); El tabaco que fumaba Plinio- Escenas de la traducción en España y América: relatos, leyes y reflexiones sobre los otros (en colaboración con  Marietta Gargatagli, Ediciones del Serbal, Barcelona, 1998); Testimonios tangibles – Pasión y extinción de la lectura en la literatura moderna, XXIX Premio Anagrama de ensayo (Barcelona, 2001); y En la era de la intimidad seguido de El espacio autobiográfico (2007, Beatriz Viterbo, Rosario)Colabora habitualmente en diversos suplementos literarios y prensa cultural.