Sexto Piso nos ha dado la alegría de poder compartir con nuestros lectores un adelanto en exclusiva del primer libro que se traduce al castellano de Esmé Weijun Wang, una de las autoras más promisorias de la nueva literatura estadounidense, que fue ya incluida en un especial de Granta y ha tenido el coraje de compartir su vivencia de una de las enfermedades más estigmatizadas que existen, y desde luego una de las que parece imposibilitar de modo severo a una profesión como la de escritor: la esquizofrenia.

 

Recuperarse [de la esquizofrenia], casi nunca del todo, abarca un espectro que va desde un nivel tolerable para la sociedad hasta uno que quizá no requiera una institucionalización permanente pero que en la práctica tampoco permite siquiera la apariencia de una vida normal. Más que cualquier síntoma, el rasgo definitorio de esta enfermedad es la profunda sensación de incomprensión e impenetrabilidad que provocan en los demás quienes la padecen.
Sylvia Nasar, Una mente prodigiosa

¿Cómo puedo seguir así? ¿Y cómo puedo no hacerlo?
Susan Sontag, La conciencia uncida a la carne

 

DIAGNÓSTICO

La esquizofrenia aterra. Es el paradigma de la locura. La enajenación nos asusta porque somos seres que anhelan siempre una estructura y un sentido; ordenamos los interminables días en años, meses y semanas; ponemos nuestra esperanza en hallar formas de arrinconar y controlar la mala suerte, la enfermedad, la desdicha, la desazón y la muerte, desenlaces todos ellos inevitables, por mucho que finjamos que son de todo menos eso. Aun así, luchar contra la entropía parece de una futilidad increíble cuando nos enfrentamos a la esquizofrenia, que rehúye la realidad en pro de su propia lógica interna.

La gente habla de los esquizofrénicos como si estuviesen muertos sin estarlo, como si desaparecieran para quienes los rodean. Los esquizofrénicos son víctimas de la palabra rusa гибель (gibel), que es sinónimo de «maldición» y «catástrofe», sin que ello implique necesariamente la muerte o el suicidio, pero sí un cese calamitoso de la existencia; nos deterioramos de una manera que resulta dolorosa para los demás. El psicoanalista Christopher Bollas define la «presencia esquizofrénica» como la experiencia psicodinámica de «estar con [una persona esquizofrénica] que da la impresión de haber dejado atrás el mundo humano y haberse adentrado en un entorno no humano», porque otras calamidades humanas son capaces de soportar el peso de la narrativa de la humanidad –la guerra, los secuestros, la muerte–, pero el caos intrínseco de la esquizofrenia no se deja encorsetar por el sentido. Tanto gibel como «presencia esquizofrénica» aluden al sufrimiento de aquellos que rodean al enfermo, que es quien de entrada sufre.

Porque los esquizofrénicos sufrimos. Yo me he perdido –y hablo de estar perdida físicamente– en una habitación totalmente a oscuras. Existe un suelo, sí, que no puede estar sino justo debajo de mis pies entumecidos, y esas anclas con forma de pie son los únicos hitos fiables. Si doy un paso en falso, tendré que afrontar las truculentas consecuencias. En ese sórdido abismo la clave es no tener miedo, porque el miedo, si bien es inevitable, no hace sino exacerbar la horrible sensación de estar perdida.

Según el Instituto Nacional de Salud Mental (el NIMH), en Estados Unidos el 1,1 % de la población adulta padece esquizofrenia. La cifra aumenta si abarcamos el conjunto del espectro psicótico, o lo que también se conoce como «las esquizofrenias»: el 0,3 %1 de la población estadounidense tiene diagnosticado trastorno esquizoafectivo; el 3,9 %,2 trastorno de la personalidad esquizoide. Soy consciente de las implicaciones de la palabra «padecer» y su sesgo neurotípico, pero también creo en el sufrimiento de las personas que tenemos diagnosticada algún tipo de esquizofrenia y de nuestra mente atormentada.

Yo no recibí un diagnóstico oficial de trastorno esquizoafectivo de tipo bipolar hasta ocho años después de tener mis primeras alucinaciones, en la época en que empecé a sospechar que el cerebro me la estaba jugando. Todavía hoy sigue sorprendiéndome la de tiempo que costó. En el año 2001 me diagnosticaron trastorno bipolar, pero no escuché mi primera alucinación acústica –una voz– hasta 2005, cuando tenía veintipocos años. Para entonces yo ya sabía lo suficiente sobre psicopatología como para comprender que quienes tienen trastorno bipolar pueden experimentar síntomas propios de la psicosis, pero en teoría estos no concurrían cuando no se estaba sufriendo un episodio del estado de ánimo. Así se lo hice saber en su momento a la doctora C., que por entonces  era mi psiquiatra, pero esta jamás mencionó las palabras «trastorno esquizoafectivo», ni siquiera cuando la informé de que iba por el campus esquivando demonios invisibles o le conté que había visto una locomotora bien definida avanzando hacia mí justo antes de desvanecerse. Yo empecé a llamar a estas vivencias «distorsiones sensoriales», una expresión que la doctora C. se apresuró a utilizar en mi presencia en lugar de «alucinaciones», que es lo que eran.

Hay personas a las que no le gustan nada los diagnósticos y los rechazan por ser formas de «encasillar» y «etiquetar» a la gente, pero yo siempre he hallado cierto consuelo en que haya unas condiciones preexistentes: me gusta saber que no soy la pionera de una experiencia inexplicable. Me pasé años insinuándole a la doctora C. que quizá en mi caso un diagnóstico de trastorno esquizoafectivo fuera más acertado que el de trastorno bipolar, pero fue en vano. Creo que mi psiquiatra se resistía a trasladarme oficialmente del terreno más común de los trastornos del estado de ánimo y de la ansiedad al Salvaje Oeste de las esquizofrenias, donde yo quedaría expuesta a la autocensura y al estigma de los demás (incluidos aquellos con acceso a mi historial diagnóstico). La doctora C. siguió tratándome con estabilizadores del ánimo y antipsicóticos durante otros ocho años y ni una sola vez sugirió que mi enfermedad pudiera ser otra. Hasta que empecé a desmoronarme del todo y cambié de psiquiatra. Aunque a regañadientes, mi nueva doctora M. me diagnosticó trastorno esquizoafectivo de tipo bipolar, el que a día de hoy sigue siendo mi diagnóstico psiquiátrico principal. Es una etiqueta que, de momento, acepto sin problema.

Un diagnóstico es reconfortante porque te proporciona unos parámetros –una comunidad, un linaje– y, si hay suerte, un tratamiento o una cura. Un diagnóstico dice que estoy loca, pero de una manera concreta: de una manera que no solo se ha experimentado y documentado en los tiempos modernos, sino también por los antiguos egipcios, que describieron una afección similar a la esquizofrenia en el tratado sobre el corazón del Papiro Ebers y que atribuyeron la psicosis a la peligrosa influencia del veneno en el corazón y el útero. Los antiguos egipcios entendieron la importancia de observar posibles patrones de conducta. Útero, histeria; corazón, debilitamiento en la asociación de ideas. Comprendieron la utilidad de ponerles nombre a esos patrones.

Mi diagnóstico de trastorno esquizoafectivo de tipo bipolar fue resultado de los mensajes que intercambié con mi psiquiatra a través de mi perfil de la HMO, la Health Maintenance Organization.

De: Wang, Esmé Weijun
Enviado: 19-2-2013, 9:28 (PST)
Para: Doctora M.
por desgracia llevo varios días encontrándome mal (desde el domingo)

a última hora del domingo estaba deprimida porque el día había pasado en una «neblina», es decir, que no tengo ni idea de lo que hice en todo el día a pesar de haberme esforzado por hacer una lista de lo que había hecho ese día, no recuerdo haber hecho nada, fue como haber tenido «una amnesia temporal»; también estaba muy cansada y me eché dos siestas (y ese día no tomé más clonazepam de lo normal, de hecho creo que tomé menos, unos 2 mg)

el lunes me di cuenta de que me pasaba lo mismo; me costaba rendir en el trabajo, me costaba muchísimo concentrarme, me quedaba mirando una misma frase mucho tiempo y no conseguía verle el sentido; me eché un rato en el sofá del despacho; volvió a parecerme que el día había pasado sin que yo existiera en él; a eso de las cuatro no tenía claro si yo era real o si había algo real, estaba angustiada también porque no sabía si tenía cara o no, pero tampoco quería mirarme, no fuera a ver otras caras. los síntomas persisten hoy

De: Doctora M.
Recibido: 19-2-2013, 12:59 (PST)
Vale, relee todo esto ahora, verás que desde luego tiene más pinta de que sea un problema de psicosis. Prueba a subirte la quetiapina a ver si te funciona (pastilla y media como mucho, la dosis máxima es de 800 mg). Creo que es posible que tengas trastorno esquizoafectivo, una variante ligeramente distinta al bipolar I.

Por cierto, ¿has leído The Center Cannot Hold [El centro no resistirá] de Elyn Saks? Tengo curiosidad por saber qué te parece.

Años después soy capaz de leer entre líneas la breve respuesta de la doctora M. Describe el trastorno esquizoafectivo como una «variante ligeramente distinta al bipolar I», pero no especifica a qué se refiere con lo de «variante»… ¿Una variante de qué? Tanto la esquizofrenia como el trastorno bipolar pertenecen al eje I del Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales (en adelante DSM por sus siglas en inglés), es decir, a los llamados trastornos clínicos. Posiblemente con «variante» se refiriera a ese vasto terreno en cuya geografía se incluyen los mundos de la depresión y la ansiedad.

Después de esto la doctora M. menciona como de pasada las memorias más conocidas de las últimas tres décadas sobre la esquizofrenia, escritas por Elyn R. Saks, galardonada con una beca MacArthur. Esa cita está pensada para amortiguar la mala noticia que me está dando con su terrible diagnóstico. También puede entenderse como una forma de querer recalcar la normalidad: vale, puede que tengas trastorno esquizoafectivo, «pero aun así podemos seguir hablando de libros». De hecho, cuatro años más tarde el trastorno esquizoafectivo será un diagnóstico del que Ron Powers, en su voluminoso estudio sobre la esquizofrenia titulado No One Cares about Crazy People [Todo el mundo pasa de los locos], diga en repetidas ocasiones que es peor que la esquizofrenia, y cuatro años más tarde yo estaría escribiendo signos de exclamación en los márgenes y rebatiendo a lápiz al autor. Pero a este le había precedido una estudiosa digna de admiración: Saks, que utilizó el dinero de su beca para crear un laboratorio de ideas sobre temas que afectan a la salud mental y cuya vocación ha sido moldeada por la esquizofrenia. Aquellos a quienes se les llena la boca diciendo que «hay una razón para todo» pueden buenamente citar el trabajo de investigación y el denuedo de Saks, dos cosas que seguramente nunca habrían pasado si ella hubiera nacido neurotípica dentro de los designios divinos.

Así describe la esquizofrenia el Manual diagnóstico y estadístico en su quinta versión (DSM-5), la biblia clínica creada por la Asociación de Psiquiatría Estadounidense:

Esquizofrenia, 295.90 (F20.9)
A. Dos (o más) de los síntomas siguientes, cada uno de ellos presente durante una parte significativa de tiempo durante un período de un mes (o menos si se trató con éxito). Al menos uno de ellos ha de ser el 1, el 2 o el 3:
1. Delirios.
2. Alucinaciones.
3. Discurso desorganizado (p. ej., disgregación o incoherencia frecuente).
4. Comportamiento muy desorganizado o catatónico.
5. Síntomas negativos (es decir, expresión emotiva disminuida o abulia).

 

 

Esmé Weijun Wang es novelista y ensayista. Nacida en Míchigan, es hija de padres taiwaneses. En 2016 publicó su primera novela, The Border of Paradise. En 2017 fue escogida por Granta como una de las mejores novelistas estadounidenses jóvenes y en 2018 le concedieron el Premio Whiting. En 2019 «Todas las esquizofrenias» ganó el Premio Graywolf Press de No Ficción, entró en la lista de los libros más vendidos de The New York Times y fue seleccionado como uno de los libros del año por la revista Time.