Posiblemente haya pocos especialistas en la escritura autobiográfica del nivel de Alberto Giordano. Sus trabajos teóricos lo han situado, por méritos propios, como un referente en el análisis de diarios y textos de filiación confesional. Por eso, cuando comenzó a publicar sus propios diarios fuimos muchos los que nos apresuramos a leerlos, sabedores de que en ellos íbamos a encontrar no solo la escritura depurada a la que nos tiene acostumbrados en su obra ensayística, sino una muestra de inusual calado en torno a la escritura del yo. El tiempo de la convalecencia y El tiempo de la improvisación evidenciaron que nuestras sospechas no solo eran fundadas, sino que acaso habían sido ingenuas. Son textos que se han convertido, ya, en clásicos de la literatura en castellano. Que Giordano, en un gesto que no podremos jamás agradecerle por completo, haya decidido compartir en primicia con los lectores de penúltiMa un fragmento de Tiempo de más, el tercero de esos volúmenes que en breve pondrá en circulación la editorial rosarina Iván Rosado, no solo nos llena de alegría, sino que es una satisfacción acerca del sendero que esta revista está trazando. Acá les dejamos con un libro que, como los anteriores, alberga múltiples interpretaciones y acaso infinitas lecturas. No les entretenemos más.

 

30 de marzo [2019]

A solas, en la infancia

En una entrevista publicada en el diario El País, Guillermo Kuitca conjetura: “Creo que no puedes ser artista si de niño no jugabas solo. Porque básicamente eso es ser un artista, jugar solo”. Como no soy artista, ni tengo alguno a mano para preguntarle, no puedo refrendar o discutir esta creencia. De todos modos, aunque se trata de una generalización a partir de vivencias personales, diría que afirma algo verosímil.

Tal vez el juego solitario en la infancia sea la matriz de otras actividades adultas que compartirían la misma economía que el arte. Por ejemplo la escritura en contextos académicos, cuando el profesor deviene ensayista por el gusto de decir las cosas de un modo que solo entrevé, que irá conociendo a medida que lo practique. El tiempo y el esfuerzo que se invierten en esas búsquedas son desproporcionados, en relación a lo que se espera y, casi siempre, a lo que se consigue.

Recuerdo dos juegos infantiles solitarios que me apartaban del mundo familiar durante horas. Jugar a la oficina y a dirigir películas. Las proyecciones del primero sobre lo que iba a ser mi vida adulta son obvias. En el living de casa, sobre una mesita ratona, distribuía útiles escolares y apilaba cuadernos. La vida entre papeles. El otro juego era un poco más sofisticado. Dentro de un placard, en el espacio vacío entre dos estantes, con muñequitos y cartulinas pintadas, montaba un set de filmación. La cámara era mi mirada. El guión, un ejemplar de Locuras de Isidoro, mi historieta favorita en aquella edad. Había aprendido que las películas no se filman linealmente, que primero se filman todas las escenas de una misma locación, después todas las de otra, y así sucesivamente. El juego tenía dos momentos: preproducción y rodaje. Primero marcaba con el mismo color, en la revista, todas las viñetas que tenían el mismo fondo (la mansión, la calle, la boîte, el campo) y dibujaba las cartulinas. Después “ filmaba” todos los diálogos y acciones que transcurrían sobre cada fondo, salteando las páginas que fuese necesario. Eso era lo mejor del juego, fragmentar la continuidad. El montaje como forma de vida.

 

31 de marzo

Infancia y autodidactismo

Releí el posteo que publiqué ayer sobre los juegos solitarios en la infancia y recordé que ya había escrito sobre el tema en un ensayo sobre Ikebana política de Claudia del Río. El libro de Claudia es la edición con forma de diario de sus cuadernos personales. El “archivo sentimental” de una vida de artista y un dispositivo para la recreación de sí misma a una edad en la que el horizonte de la finitud puede resultar un estímulo y no solo una amenaza. Por eso no es raro que se abra con un gesto propio de la retórica autobiográfica: la narración de un recuerdo de infancia con valor de escena primitiva. Todas las mañanas, mientras la hermana mayor asistía a la escuela, Claudia jugaba a la escuela en la cocina, debajo de una gran mesa de madera. “Tenía un delantal rosa a cuadritos y un portafolio, adentro manguines, cuadernos, lápices, un vaso de plástico plegado”. Jugaba a dibujar bolas de Navidad, un juego exigente, porque trazar círculos, conseguir que las dos direcciones se encontraran, era una hazaña. Cuando la mayor volvía, la menor regresaba a la superficie de la vida familiar. Con el olvido de su lado, la memoria adulta recuerda con precisión alegórica. A los mayores los instruyen las instituciones escolares; los menores pueden aprender de sí mismos lo esencial mientras juegan: a estar solos, a orientar los aprendizajes en la dirección incierta de lo que se querría ser. Sobre este paralelismo se construye la imagen del autodidacta, con la que Claudia quiere que la identifiquemos como artista y docente, una imagen que envuelve la afirmación soberana de que la investigación y la creación no dependen del virtuosismo demostrable, sino de un saber hacer sin compromisos con el Saber instituido.

 

2 de abril

La ética del biógrafo

Con Julia también conversamos, el sábado en el Laurak, sobre los vínculos entre biógrafo y biografiado. En la composición de las buenas biografías se puede leer la incidencia de dos orientaciones amorosas diferentes: por una parte, amor a la persona biografiada, a su historia de vida (cómo llegó a ser digno de conmemoración) y a su carácter; por otra, amor a la vida que pasó por esa persona, a las inestabilidades afectivas, las tensiones irresolubles y los impulsos extramorales (todo lo que se hace porque sí, para bien o para mal) que agitan la subjetividad y la mantienen en un estado de continua indefinición. “Puesto que la vida en sí es incierta —escribió Samuel Johnson— nada que tenga vida en su base puede presumir de mucha estabilidad”. Para que la narración de una historia personal tenga vida ella misma, el biógrafo deberá encontrar los intervalos, las interrupciones, en los que se reveló el fondo ambiguo sobre el que se sostenía la personalidad del biografiado.

En su extraordinario Tres años con Derrida. Los cuadernos de un biógrafo, Benoît Peeters tomó notas muy lúcidas sobre la ética de la escritura biográfica. Si se escribe por amor, no alcanza con documentar lo que fue una vida, hay que transmitir también su presencia, dejarla vivir como algo que la historia personal no agota, con sus intensidades y sus ritmos impersonales. “Estoy convencido: una vida es un proceso esencialmente discontinuo. Varios hilos se deshilvanan de modo simultáneo, sin anudarse más que en raros momentos de crisis. Tan pronto historiador, como ensayista o novelista, el biógrafo debe saber cambiar el tono tanto como la velocidad. Su arte es en primer lugar cuestión de ritmo”.

¿Cómo se cuenta la vida de alguien sin imponerle una fijeza letal? ¿Cómo alguien cuenta una vida y deja que la vida se cuente en los modos de reconstruirla? En varias entradas de sus cuadernos, Peeters aborda problemas compositivos desde el punto de vista ético que expone esta doble interrogación: “Una cuestión esencial para el biógrafo: ¿Hasta dónde llevar la anticipación de lo que llegará a ser su sujeto? Sería sin duda imposible, o en todo caso muy artificial, fingir que uno no sabe nada. Pero evocar continuamente, desde la infancia y los años de formación, el destino de un futuro gran hombre, estropearía las sorpresas de la evolución del personaje. El arte del novelista, aquí, es casi inevitablemente superior al del biógrafo. Pues sus héroes no preexisten a la lectura: los vemos nacer, crecer y morir frente a nosotros, al hilo de las páginas y como en tiempo real”.

 

3 de abril

Con/Contra

También en la composición de los buenos retratos de un autor, esos que se esbozan en los márgenes de un ensayo crítico sobre su obra, se puede leer la incidencia de una doble orientación amorosa. Por un lado está el amor a los hallazgos como manifestación de la inteligencia o el talento. Por otra, el amor a un estilo de pensamiento y escritura, a una forma de vida intelectual, que desborda la obra hacia la incoherencia, el error, o incluso la estupidez. En un autor amamos lo que domina, pero también lo que se le escapa, lo que solo a él podría escapársele de tal o cual modo, dada la perspicacia o intensidad con la que escribe y piensa. Amamos con él, por él y contra él, lo que sucede en su obra. Se la arrebatamos, señalando lo inconcluso o lo contradictorio, para mejor celebrarla.

También de esto conversamos con Julia el sábado pasado. Lo conveniente de amar el empuje de un pensamiento y una escritura más allá de lo bueno que un autor haya podido hacer con ellos, para que su obra se transforme, reviva. Aprendí esta ética crítica escuchando a Juan Ritvo hablar de Lacan y Derrida, de Heidegger y Lévi-Strauss, en las reuniones del grupo de estudio a comienzos de los ochenta. Cuanto más significativo el impacto de una obra, más vehemente es el impulso de “maltratarla” con inteligencia, de descubrir los puntos en los que razón y convicción divergen inadvertidamente. Este amoroso encarnizamiento sería tal vez el requisito para escribir, con el autor y no solo sobre él. Es lo que traté de hacer con Barthes, desde que empecé a enseñar y a comentar sus ensayos a mediados de los ochenta: leer el tropiezo, el desbarajuste, la torpeza, la tontería, los avatares del pensamiento crítico cuando pretende institucionalizarse, para poder amarlo sin reservas.

 

4 de abril

Una prueba de amor

Tuve el mejor de los maestros posibles, uno que no estaba interesado en serlo y enseñaba a amar los libros y los autores sin reverenciarlos.

La primera vez que escribí sobre los ensayos de Juan Ritvo quise dar una prueba de amor, mostrar con qué fuerza me habían afectado la inteligencia y la audacia de sus argumentaciones. Fue en el prólogo a La edad de la lectura. Además de ponderar la eficacia del libro, busqué señalar alguna debilidad compositiva e identificarla como un rasgo del autor, para apropiarme circunstancialmente del empuje de su obra. Escribí que en los ensayos de Ritvo coexisten dos fuerzas heterogéneas, la insistencia y la inconstancia, para exaltar, por una vía irónica, los efectos propiciatorios de la segunda. “(…) como si se tratase de un límite que no pueden franquear, estos ensayos parecen desentenderse antes de tiempo de los problemas que los suscitaron. Por momentos parece que Ritvo se contentase con de nir la perspectiva, despejar el campo, esbozar algunos desarrollos y, en lugar de seguirlos hasta sus últimas consecuencias, pasar a otra cosa”. En esos momentos de precipitación, agregué, los ensayos adquieren una nueva eficacia, la de la hospitalidad: sin proponérselo (“menos por astucia que por pereza”), dejan abierta la posibilidad de que intervenga otro ensayista, con otros recursos, desde otro lugar.

Se lo conté a Julia el sábado pasado. Un domingo a la tardecita, era septiembre de 1992, pasé por la casa de Juan, que entonces era la de su familia, y llevé conmigo las cinco páginas mecanografiadas del prólogo. Me recibió Lili, nos pusimos a charlar, en eso se acercó Juan. Le di las hojas e hizo mutis por un pasillo. Volvió al rato. Noté que estaba conmovido y trataba de disimularlo (los varones de su edad son pudorosos). Me palmeó la espalda, mientras movía la cabeza. Yo esperaba que hiciese un comentario general, me había esforzado por estar a la altura de las circunstancias. Sin levantar la mirada, como si hablara con él mismo, pronunció una sola frase: “Y sí… los termino antes de tiempo”.

 

10 de abril

Ulrik

Al azar de Spotify, esta mañana me reencontré con “Demasiada presión”, una canción de Los Fabulosos Cadillacs que siempre me gustó mucho. El estribillo me devolvió el recuerdo de Ulrik, un estudiante danés del que fui tutor, a comienzos de los noventa. Ulrik era delgado, más bien bajo, con tendencia a electrificarse. Parecía un buen chico. A veces se desubicaba. Su voluntad de adaptación era enorme, la de un inmigrante, más que la de un estudiante de intercambio. Se hizo fanático de Central; aprendió a hablar en lunfardo con naturalidad (una vez le pregunté cómo seguía la salud de su abuelo y me respondió, apenado: “Palmó”).

Nos reuníamos a trabajar en el Laurak, cerca del mediodía. Él tenía que escribir un ensayo y después defenderlo oralmente. Sugerí un tema que le terminó gustando: “Narración y recuerdo en Felisberto Hernández”. La primera vez que le expliqué la diferencia entre memoria y recuerdo involuntario, usé como ejemplo la canción de Los Cadillacs: “Quisieras volver el tiempo atrás / pero lo que vuelve [lo que trae el recuerdo a espaldas de la conciencia] es esa noche [la del abandono] y nada más”. Creo que entendió.

Escribió un buen trabajo y lo defendió con elocuencia. La tarde que nos reunimos para celebrar, me regaló un librito con viñetas de Storm P., un humorista y dibujante danés, titulado Fluer (Moscas). Cada dibujo viene acompañado por una leyenda o un diálogo absurdo, del tipo: “Las moscas pueden vivir tres semanas sin comer. ¡Pero no quieren!”. El ejemplar que me regaló incluye las traducciones manuscritas de Ulrik al final de cada página.

Cuando dejamos de encontrarnos, no lo perdí de vista. Ulrik prolongó su estancia en Rosario, se enamoró de una morocha argentina, creo que se casaron y que vivieron un tiempo en Dinamarca, y que después ella se desenamoró. Por Darío, que de vez en cuando se lo cruza en Copenhague, sé que después se volvió a casar, con una danesa, y que fue padre.

¿Habrá vuelto a escuchar la canción de Los Cadillacs? Si alguna vez lo hizo, ¿de qué se habrá acordado?

 

30 de abril

Autumn Leaves

Cada vez creo más en la verdad de lo que enseño: que la vida es un proceso indeterminado, porque carece de causa y de fin; que las escrituras autobiográficas ganan la partida de la literatura, cuando exploran la marea de sinsentido que lleva y trae las figuraciones del yo. Y cada vez temo más que no son cosas que yo tendría que estar enseñándoles, en el marco de una cátedra de teoría literaria, a chicos de veintidós o veintitrés años. A veces, al término de una clase, cuando se interrumpe el entusiasmo (el mío, claro), me dan ganas de pedir disculpas por el tiempo que les hice perder. Hace quince o veinte años, en las mismas circunstancias, la evidencia del desencuentro me enojaba.

Cómo andarán de extraviadas mis expectativas por estos días, que hace un rato, de camino al estudio, envidié la concentración con la que un señor barría la vereda de su casa, cubierta de hojas amarillas. Debe ser una buena manera de ocupar el tiempo, pensé, provechosa, si uno acepta que los logros son transitorios. No debe estar nada mal comenzar el día, todos los días durante un tiempo, cumpliendo una tarea cuya eficacia es inmediata y observable.

 

24 de mayo

De que nada se sabe

Recuerdo que fue un lunes, porque esa noche había dado clase. Conversábamos con Judith, después de la cena, sobre las oleadas de angustia que a veces me agitan de improviso. Era un monólogo, más que un diálogo. Yo hilaba no sobre lo que podríamos considerar el duelo por la pérdida de mis intereses profesionales, cuando de golpe se impuso una evidencia simple: acababa de cumplir sesenta años y la expectativa de vida de un varón, según Google y las experiencias familiares, es de alrededor de setenta y cinco, es decir que ya habrían pasado cuatro quintos de mi vida. Me dormí haciendo planes sobre cómo perder el tiempo que queda de la forma más entretenida posible.

A la mañana siguiente me enteré de que Leopoldo Brizuela, mi amigo de Facebook, acababa de morir. Tenía apenas cincuenta y cinco años.

 

17 de julio

De vidas ajenas

Facebook me recuerda que hace dos años estábamos en Buenos Aires con Judith, pasando las vacaciones de invierno, y que una tarde fuimos con Daniela a ver la muestra de Diane Arbus en el Malba. Me lo recuerda a través de una foto. Sobre un fondo azul, vestidos de azul, Daniela y yo sonreímos, abrazados. Todo el rostro de ella, no solo la sonrisa franca, transmite felicidad. La imagen me captura. Revivo la presión afectuosa de mi mano sobre su hombro, la fuerza, suave pero firme, con que la sostenía contra mi cuerpo. Reconozco nuestra proximidad, aunque ella estuviese absorbida por un sufrimiento que yo ni siquiera podía imaginar.

Creo que fue la primera salida de Daniela después de la muerte de su hijo Benjamín a las pocas horas de nacer; la vida de la madre también había corrido peligro. Antes de la visita al museo, Daniela me contó la historia de esa desgracia. Noté enseguida que lo necesitaba, por eso me sobrepuse a la impresión e hice preguntas, para que pudiera extenderse sin reservas. Cuando Daniela terminó yo no sabía qué decir, cómo transmitirle mi deseo y mi necesidad de que el dolor no la aniquilara. En eso me escuché afirmar que tenía “una confianza ciega en sus ganas de vivir”, aunque no pudiese imaginar la magnitud de su sufrimiento, ni las alternativas del duelo que tendría que atravesar. No sé de dónde saqué semejante convicción pero al decirlo lo creí. Y hasta creí que eso, que seguro venía de la propia Daniela para apuntalarme, podría volver a ella y sostenerla.

 

9 de septiembre

Cuando decir es deshacer

Judith cree que exagero, que malinterpreto los hechos. Tal vez tenga razón. Pero no puedo dejar de proyectar, sobre lo que imagino serán las reacciones de mis estudiantes a las cosas que enseño, a mi estilo de enseñanza, las resistencias de Emilia cuando la ayudo a estudiar algún tema de lingüística o filosofía. Si sigo el camino de esa proyección, el diagnóstico al que siempre arribo es que dejé de ser un profesor adecuado, con probabilidades de eficacia pedagógica, considerando las expectativas de los estudiantes actuales. Emilia es responsable, aplicada (mucho más de lo que era yo cuando ingresé a la universidad). Este dato es fundamental en mis especulaciones: la ineficacia que me sospecho no tiene que ver con una supuesta indolencia o vagancia estudiantil.

Ayer Emilia me pidió que la ayudase a resumir dos capítulos de Cómo hacer cosas con palabras. Esos en los que, con argumentación sinuosa, Austin afirma que al hablar, y por hablar, siempre hacemos y nos hacemos algo, que en una conversación se trata siempre de las fuerzas que se ejercen, antes que de la verdad o la falsedad de lo que se dice. Son temas que me apasionan y enseñé muchas veces. Como sostuvo Derrida, el de Austin ha sido el acto teórico más trascendente del siglo XX.

Traté de que ese apasionamiento no se manifestase ayer en el trabajo con Emilia. Cuando ella lo advierte, se pone en guardia: teme que la instancia del resumen y el cuadro sinóptico se demore innecesariamente por mis comentarios. Conservé el encuadre hasta el final, cuando Austin justifica lo “complicado” de las nociones que introdujo recordando que “la vida y la verdad y las cosas tienden a ser complicadas”. Ahí me desbordó el entusiasmo. Bastó una ironía del Zeitgeist centennial para que se replegase.

—Qué bien lo que dice Austin. Es lo que siempre trato de transmitirles a mis estudiantes, que las teorías que enseño son complejas porque la vida y la literatura son cosas complejas.

—Ah, qué motivador.

 

Alberto Giordano (Rufino, Argentina, 1959), es ensayista, investigador y docente universitario, y uno de los referentes actuales en la crítica literaria argentina. Autor de diversos ensayos que abordan, entre otros temas, las escrituras del yo, en su sólida producción destacan títulos como Modos del ensayo (2005), Una posibilidad de vida. Escrituras íntimas (2006), El giro autobiográfico de la literatura argentina actual (2008), Vida y obra (2011), La contraseña de los solitarios (2011), El pensamiento de la crítica (2016), y la obra Roland Barthes. Literatura y poder (1995). En 2017 se publica en Argentina El tiempo de la convalecencia, del cual se recoge una amplia selección en la edición española. A este libro le sigue El tiempo de la improvisación, publicado en Argentina en 2019.