En su particular periplo por algunas de las figuras más interesantes del arte latinoamericano, con especial foco dentro de la región centroamericana, Javier Payeras está compartiendo con los lectores de penúltiMa en exclusiva un inventario de las propuestas más arrojadas y sugerentes de las artes plásticas del continente. Nos congratula especialmente poder contar con las colaboraciones de Payeras en la revista, pero cuando además nos abren nuevos senderos nos resulta un auténtico festín que nos alegra compartir con nuestros lectores.
Acaso una de las rutas más interesantes del arte centroamericano está marcada por las mujeres artistas de la región. Sin embargo existe un grave peligro en esta aseveración: ¿Cómo apartar definiciones reduccionistas para acercarse a la perspectiva real que proponen creadoras como Sandra Monterroso?

Hace falta volver a finales de los años noventa, cuando Monterroso en su primer ejercicio de búsqueda, junto al conglomerado de artistas que comenzábamos a plantearnos la organización cultural como única salida de esa pausa cultural que vivía Guatemala. Una pausa que tenía diversos orígenes. El conductismo prescrito por la cooperación internacional que nos exigía un discurso de apertura civilizada para nuestros Acuerdos de Paz. La irreconciliable ruptura generacional entre el arte-compromiso alineado a reivindicaciones trasnochadas y poco consecuentes con el presente. La avinagrada nostalgia por un arte moderno entronizado por el esfuerzo de una vanguardia machista en el prisma del Siglo XX. La apertura de muy pocos espacios de discusión y apertura que, careciendo de medios de interlocución crítica, carecían de público y eran continuamente señalados de excluyentes por las jerarquías culturales anteriormente mencionadas, haciendo que permanecieran lejos de los círculos universitarios o de la interacción con los creadores emergentes. Así fue como el botón accionador del movimiento, se activó con el compromiso real asumido por los creadores jóvenes que, como Monterroso, gestionaron sus propios espacios de exhibición al margen de lo que existía institucionalmente.
Con los primeros albores del movimiento cultural de posguerra, surgieron de inmediato propuestas que quedaron pendientes en la historia del arte guatemalteco. Todas esas difusas circunstancias en que el deseo – en la epidermis misma del continuo conflicto social de nuestro país- parecía un impropio ejercicio de individualismo negado para sociedades tercermundistas. Los temas no fueron establecidos de antemano, no existía una agenda de buen salvaje que condujera las acciones a tomar. La experiencia generacional del “destape” fue el punto de partida para muchos happenings: la contracultura, la discusión de género, el emergente arte indígena, la diversidad sexual, las drogas o el desencanto ideológico que abría el milenio y que tenía su raíz en la certeza de que la voracidad con que el mercado devoraba cualquier esperanza política en el presente era indiscutible. En todo este cúmulo de cosas la propuesta de las intelectuales creadoras guatemaltecas se consolida como uno de los puntos radicales de la acción artística. María Adela Díaz, Regina José Galindo, Jazmín Hage, Cecilia Dougherty y Sandra Monterroso conforman el bloque que hace el primer link con el performance y el territorio del cuerpo en el emergente arte contemporáneo centroamericano. Aunque mucha de la creación contemporánea de estas artistas tiene sus antecedentes en apuestas conceptuales de los años sesenta (Margarita Azurdia), ochenta (Isabel Ruiz) o en la poética-política desde lo femenino (Ana María Rodas, Luz Méndez de la Vega, Margarita Carrera), se trata de un fenómeno cultural que se complementa hasta la primera década del dos mil como un movimiento pleno. Con “pleno”, me refiero a que mantiene su coherencia discursiva cuando acerca el resultado estético a una suerte de rito, a una suerte de afirmación de nuevos símbolos (La ciudad, el cuerpo desnudo, el texto, el tejido) para demarcar el exilio al que se ha visto relegada la participación de las mujeres en la construcción de una nación criolla, mojigata y hegemónicamente masculina.
Hage, Galindo, Díaz, Dougherty y Monterroso, tienen puntos conceptuales que apenas se tocan entre sí. Distintos trabajos aunque procedentes de un mismo contexto. Mientras Galindo y Díaz exploran la metáfora a través del cuerpo y del juego presencia ausencia, Hage y Dougherty avizoran las posibilidades de un registro del cuerpo desde lo documental o desde el movimiento mismo. Monterroso tiene una ruta solitaria en este trayecto.
Sandra Monterroso se acerca a la investigación del diseño contemporáneo –su profesión y su pertinencia académica- con la representación femenina dentro de los juegos de poder vigentes en la sociedad guatemalteca. Me explico: el diseño juega un rol dentro de la iconografía nacional, el tejido de los trajes indígenas o la elaboración de objetos artesanales, temas siempre relacionados con la mano de obra de mujeres casi siempre indígenas. Documentar y visibilizar un trabajo que de inmediato nos remite a una existencia, es uno de los temas más recurrentes de Monterroso. El modo de vida que rodea a las tejedoras q’eqchís, por ejemplo, está documentado en el producto mismo que elaboran. Llevar dicho producto a las últimas consecuencias ha sido uno de sus aportes más interesantes. La prueba de decoloración de un tejido a fuerza de ser lavado una y otra vez con el agua de un río, puede ser la sutil poética de una resistencia.

Columna Vertebral, 2012.
Escultura Texil, madera e hilo. 245 x 65 x 65 cm
Vista: Saber Desconocer, Museo Antioquia, Colombia 2017.
Fotografía cortesía estudio Sandra Monterroso.
Si bien en las raíces familiares de Monterroso existe una línea indígena, su correspondencia viene de un interés teórico muy sugerente: profundizar en la poética misma de las situaciones y de los objetos. En conversaciones que hemos tenido, varias veces coincidimos en temas como la Bauhaus o el arte soviético de los veintes, buscando en tales experiencias fenomenales, una comprensión de lo contemporáneo. La obra que complementa esta búsqueda fue realizada hace diez años aproximadamente, en una acción mínima: romper tinajas de barro y dejar el sonido repitiéndose en uno de los salones del Centro Cultural Metropolitano. Otra podría muy bien representarse en la filmación de un video de dos mujeres atadas, una pieza que rompe con la literalidad que contamina el discurso predecible con interrogantes acerca de los juegos de poder que se dan dentro de las relaciones entre mujeres.
Como parte del equipo de curadores, coordinados por Santiago Olmo en la Bienal de Arte Paiz del año 2012, tuve el privilegio de acompañar a Sandra Monterroso en el proceso de su obra. Después de conversaciones fluidas, tratamos de discernir el proyecto en ciernes que buscaba dar para la Bienal. Una vasta documentación de las mujeres tejedoras de Alta Verapaz que comercializan su trabajo en una suerte de línea de producción. Sus fotografías están dentro de un blog que sirve como memoria virtual de su proceso. Un ejercicio desapegado del espacio controlado de la galería y que busca adentrarse en la interacción permanente del Internet como una zona más democrática y vulnerable. El resultado de la experiencia con las mujeres de las verapaces concluye en la instalación de una suerte de columna hecha con faldas enrolladas una sobre otra y que dan con una obra de fuerte significado, una suerte de reconocimiento a la existencia del trabajo, el trabajo de estas mujeres invisibles, cuya condición de origen y de clase interpone una distancia enorme entre lo que definimos como artesanía y lo que definimos como arte; entre lo que denominamos cultura y lo que denominamos folclor; entre lo que llamamos trabajo y lo que llamamos tareas u oficios.
Quiero concluir este texto subrayando el interés que puede despertar el trabajo de Sandra Monterroso cuando se revisa su aporte a las artes visuales de Centro América. Una obra que es necesario enlazar con su continua búsqueda de una poética que la defina. Si existe un reclamo necesario para el arte del presente, es el abandono de esta búsqueda a cambio de una retórica bizantina conducida por un academicismo sin asombro. Volver a Ezra Pound, cuando sugiere que para encontrar algo trascendente es necesario deshilar las tradiciones, ir al pasado para reinventarlo en el presente.
Ya sea como narrador o poeta, la obra de Javier Payeras (Ciudad de Guatemala, 1974) es un referente de la literatura centroamericana. Sobre todo por ser una figura central de la Generación guatemalteca de la posguerra, que reflejó las consecuencias del conflicto armado que asoló el país durante décadas
Las imágenes han sido cedidas por el estudio de Sandra Monterroso, para profundizar en el conocimiento de su obra puede visitar su página web: https://sandramonterroso.tumblr.com/
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