Su autor dice que este es el único de sus textos por el que ha ganado dinero, 600 euros de los de antes, y finalmente se ha animado a compartirlo con los lectores de penúltiMa, como viene haciendo para fortuna de los que hacemos y lo que leen esta revista. Aquí les dejamos con no lo último, pero sí lo más premiado de Antonio Báez.
He despertado pensando que tendría que escribir sobre mi tío Diego. En particular sobre mi padre y sus hermanos. También sobre el viejo. He despertado cuando se me ha pasado el efecto del orfidal con la cerveza que me tomé anoche y me he acordado de que mi padre me llamó ayer y me dijo que iría hoy al hospital a verlo. El domingo pasado, a pesar del cansancio acumulado por haber dormido poco durante la semana y por haber estado el sábado de excursión con mis hijos en el campo, llevé a mis padres en coche al hospital para que lo vieran. Me sentía cansado y también disgustado porque llevaba durmiendo mal más de un mes. Mi padre y sus hermanos son como esos hombres de las películas del oeste antiguas, personajes interpretados por Dean Martin, Robert Mitchum o John Wayne. Tipos altos, con las manos grandes y también las narices y modales básicos y bienhumorados. Mi padre y sus hermanos se criaron en el campo con cuatro hermanas y un montón de primas y primos, así que si nos pusiéramos a ello quizá no nos costaría mucho sacar un western local de posguerra y penurias, animado por las divertidas anécdotas entre muchachos y muchachas y sus correspondientes juegos de juventud; supongo que si nos atreviéramos con un musical, argumento no nos faltaría. Los conocí a todos pronto porque soy el hijo mayor de mi padre y el segundo de los primos. Es decir, muchos de ellos tenían veintipocos años cuando yo era un mocoso y ahora rondan los setenta y ochenta, cuando yo tengo, hagan las cuentas. Digamos que mi tío Diego está interpretado en este relato por Robert Mitchum, el más inquietante de todos. Todavía, a sus ochenta, conserva sus patillas en forma de hacha oscura en la cara. Mi padre (digamos que es el hombre tranquilo y por tanto le corresponde John Wayne) lo afeitó el otro día y le regañó por tener la maquinilla eléctrica todavía sucia del último uso. Mi padre, o sea el personaje interpretado por John Wayne, que es el segundo en orden de nacimiento, siempre ha actuado como el hermano mayor, ha sido el más centrado, el más razonable, pero desde el punto de vista de un niño muy pequeño con ganas de aventuras, el mío, también el más aburrido, mi padre no ha tenido una personalidad emocionante ni subyugadora, le ha bastado con ser un buen tipo que se las ha conseguido arreglar a su aire. Mi tío Pepe será aquí Dean Martin, tal para cual: dos golfos simpáticos y guasones con pocas ganas de estabilidad, la vida según lo que vaya surgiendo en el momento, lechero, tabernero, comercial, agente de viajes, comisionista, embaucador y mujeriego. Faltan las hembras, podría decir aquí las chicas, pero ellos siempre fueron tres machos y cuatro hembras.
Hay dos que murieron con el mismo tipo de cáncer que se llevó por delante a la abuela, a las que como mínimo la familia visita una vez al año por el día de los todos santos en el cementerio. Bueno, excepto la hermana menor que no pasa de la puerta, allí se queda, fuera, esperando que los demás salgan, porque no quiere tener nada que ver con lo que sucede dentro. Robert Mitchum, de aquí en adelante los llamaré con el nombre del actor que los encarna, estaba el domingo pasado muy nervioso, porque no sabía dónde le habían guardado los dientes postizos, y lo que era peor, echaba de menos los anillos y el reloj que la enfermera le había tenido que quitar con la misma violencia con la que se le arrancan los dientes de oro a un fiambre. La hermana pequeña de Robert Mitchum se los ha mandado con alguien a su mujer, que no puede visitarlo en el hospital porque está recién operada de una cadera o de una rodilla. La hermana pequeña de Robert Mitchum, que también lo es de John Wayne y de Dean Martin, ha dedicado los últimos quince años de su vida a cuidar viejos con la esperanza de que al término del plazo le tocase algo de la herencia, pero por el momento no ha habido demasiada suerte. Ha sufrido todas las miserias e incomodidades de la enfermedad, la demencia y la vejez, haciéndole el trabajo sucio a los familiares más cercanos, pero a la hora del reparto de bienes se ha quedado con un palmo de narices. Conozco a la hermana pequeña de Robert Mitchum desde que era una atolondrada jovencita. Cuando la miro ahora empiezo a ver a la anciana que está a punto de ser. Hate. Love. Miro las manos de mi tío y veo sus dedos hinchados con las marcas blanquecinas que dejan en ellos los anillos que le han quitado y por cuyo paradero siente inquietud. El cuerpo de mi tío está hinchado y flojo. Ha sido muy robusto, pero la muerte ya le ha empezado a pegar bocados. Hace un par de años estuvo también hospitalizado y empezó a convertirse en un manojo de acelgas. El domingo pasado durmió casi todo el tiempo que estuvimos visitándolo y la única vez que sonrió con verdadera alegría fue cuando le entró una visita a su compañero de habitación, una chica jovencita y guapa a la que llamó por su nombre, ya que se conocían de otras ocasiones. Robert Mitchum ha sido un tipo complicado para su esposa, a la que llamaremos Roberta. Roberta ha estado sometida a todos sus caprichos y manías, de hecho Roberta perdió hasta su nombre por el camino. Cuando mi mujer y yo nos fuimos a casar preparamos una lista de invitados y empezamos a incluir a los familiares directos. Apunta, mi tío Robert Mitchum, le dije, pero no recordaba el nombre de ella y le dije que pusiera Roberta. Ahora Roberta está en su casa recuperándose de una operación de cadera o de rodilla y él en el hospital, sedado, porque si no comienza a dar gritos y a protestar. Entre John Wayne y Dean Martin se turnan para darle el almuerzo o la merienda y la escena es inigualable, uno de esos momentos grandes del cine clásico, que nadie sino los lectores de este relato estará en condiciones de advertir. John Wayne es el sheriff en las tres versiones de la misma historia que rodó Howard Hawks, pero el borracho es Dean Martin en Río Bravo y Robert Mitchum lo hace en El Dorado. La escena del hospital en la que mi padre y mis tíos están acorralados por la enfermedad, los delirios de la fiebre y un desolado pasado en común se parece mucho a todo lo que sucede en esas películas dentro del despacho del sheriff. Les falta una mujer, una Angie Dickinson, por ejemplo, que es la chica de Río Bravo. Les falta, es la puñetera verdad. La chica ha muerto, la arrastró por el arcén hace unos años un camión que no se detuvo a tiempo. Una de las primas con la que mi tío tuvo un lío antes de tener que poner tierra por medio. Mis tíos y mi padre han tenido una vida que durante mucho tiempo ha sido el mejor secreto familiar jamás guardado. De hecho hasta hace muy poco sus vidas a mí no me interesaban mucho y no me apetecía demasiado averiguar sobre ellas por una especie de sentimiento de pudor y de vergüenza ajena. Robert Mitchum desvaría pidiendo a gritos en mitad de la noche sus anillos, su reloj de oro y su dentadura postiza, porque teme que le roben. Robert Mitchum ha ido metiendo celosamente en varias cuentas bancarias sus pagas mensuales de la jubilación conseguida como emigrante. Robert Mitchum y Roberta fueron obreros en una fábrica de relojes suiza hasta que regresaron al pueblo de ella. Allí se construyeron una casa, fría en invierno y calurosa en verano, una casa desangelada y fea, en cuyo salón siempre ha colgado el almanaque del año de un taller del pueblo, donde se veía a una chica en tetas, y en cuyo patio interior criaron en tiempos una cabra que les hacía compañía. Marido y mujer adquirieron costumbres y hábitos extranjeros como el de tomar té a media tarde en un pueblo donde lo que se ha estilado siempre han sido los carajillos. Pero él se ha comportado siempre como si estuviera impedido, como si no tuviera ni pies ni manos y todo se lo ha ordenado a ella, que hiciera el té, que le pusiera la comida, que le trajera la revista de toros o que le enchufara la tele. En una de sus manos Robert Mitchum en la película La noche del cazador lleva en los dedos las letras que componen la palabra Hate y en la otra Love. Robert Mitchum siempre tuvo fama de tacaño y de estar amasando una gran fortuna, pero a estas alturas hay quien dice que no tiene tanto, pues apunta a sus gastos en ciertos vicios como las putas. Entre Robert Mitchum y John Wayne hubo documentada una interesante correspondencia, a la que enseguida tuve acceso y que fue para mí una fuente de fantasías, gracias principalmente a los sellos donde podía leer la palabra Helvetia. Poseedores de una caligrafía muy similar y de la ortografía proveniente del oído, las misivas de ida y vuelta informaban sobre todo de la salud y el tiempo, así como de puntuales fallecimientos.
Habían aprendido a leer y a escribir con la misma pedagogía de un maestro de pocas luces, que les daba lecciones mientras cuidaban cabras o vacas. El pobre hombre se había echado al campo a dar clases, porque las autoridades franquistas lo habían represaliado y no tenía otra forma de ganarse la vida. No sé qué cantidad podría alcanzar la subasta de estos documentos teniendo en cuenta quiénes son sus protagonistas. Pero por el momento andan en el fondo de algún cajón si es que la mayoría de ellos no se ha perdido ya. Todos los años Robert Mitchum venía en verano y nos contaba su viaje en avión, le gustaba especialmente hacer una descripción más pormenorizada de sus diálogos con las azafatas, a las que calificaba invariablemente como mujeres guapísimas y muy amables. Nos traía algunos regalos, que solían ser unas tabletas de chocolates de sabores y texturas que aquí todavía no se encontraban. Pero estos detalles a los mayores les parecían poca cosa, ridículos para un tipo que estaba amasando una fortuna. En cierta ocasión le regaló a John Wayne un sombrero negro, un sombrero al que le dio muchísimo bombo y platillo, pero cuando se vio que el sombrero, al ser usado por mis hermanos y por mí mismo como platillo volante, tiznaba las paredes, porque estaba untado en betún, mi madre lo arrojó a la basura y dijo que ese era el lugar de donde el otro lo había cogido y que allí volvía. Tengo una foto de pequeño, no debo de tener más de tres años, agarrado a las piernas de John Wayne, cuando aún vivíamos en el campo y me llevaba por las mañanas en su mula a coger agua. John Wayne también probó la aventura suiza pero no pasó allí más de un año: no se hizo a estar lejos de sus hijos y su mujer después de la muerte de su padre. El hombre tranquilo no volvió al campo y tampoco al pueblo, sino a la ciudad en la que el resto de la familia se había instalado, en una portería que regentaba mi abuelo materno. Si en esta historia hay alguien a quien le han temblado las manos alguna vez porque le faltaba una copa ese es el viejo, mi abuelo, el paterno, que enviudó pronto y anduvo mucho por las tabernas, acusado de robar los azucarillos y las cucharillas de café. Río Bravo se abre con una secuencia en la que a Dean Martin, sucio, sin afeitar, con la chaqueta rota y sin camisa, entra en el bar del pueblo por la puerta de atrás y mira con envidia a todos los bebedores, hasta que uno de ellos, con el gesto inicial de invitarlo a una copa le lanza finalmente una moneda al interior de la escupidera para humillarlo. Si quiere una copa tendrá que meter la mano dentro. En el preciso momento en el que mi abuelo estaba a punto de meter la mano alguien le pegó un puntapié a la escupidera. En la pantalla se ven las piernas de Jonh Wayne, solamente las piernas a las que me agarré de niño. John Wayne mira desde arriba decepcionado y Dean Martin desde abajo siente la vergüenza. Visité a mi abuelo en su lecho de muerte y me regaló una pluma estilográfica. Era un hombre no demasiado mayor, sus hijos ya han superado con creces la edad a la que murió, pero ahora sé que entonces era un anciano consumido, consumido por la enfermedad, por las penalidades y el hambre, por la soledad y por el desamparo. Muchas veces dormí con mi abuelo, que también era un hombre tierno y afable, en su misma cama. Por las mañanas me llevaba a un caño de agua que bajaba de la sierra y allí me sujetaba del cuello haciéndome gritar de emoción y frío. Siempre he conocido la poca simpatía que John Wayne sentía por los bares y los borrachos, así que en este aspecto me parezco más al viejo, a mi abuelo, nunca me he alejado demasiado de ellos, ni de los bares ni de los borrachos. Somos un montón de primos, algunos tenemos relaciones más o menos estrechas y otros apenas nos conocemos. Ninguno de nosotros ha conseguido la rotundidad física ni el impacto en el porte que tienen nuestros tíos, algunos ya nos hemos colado en la cincuentena y es evidente que, a pesar de haber tenido infancias menos duras que las de nuestros padres, ellos estaban hechos de una pasta genética de celuloide. John Wayne siempre tuvo una presencia hercúlea y todos sus trabajos fueron fatigosos. En la última etapa antes de jubilarse regentaba un almacén de materiales de construcción y movía de un lado a otro a diario enormes sacos de cemento que pesaban hasta cincuenta kilos. Supongo que este es el motivo por el que le tengo gran admiración a los trabajos físicos, diríamos que “masculinos”, si se me permite la expresión. No puedo evitar sentir cierta decepción cuando veo a un hombre corpulento y guapo con una chapita a la altura de su pecho en la que pone su nombre.
Por lo general delata una señal de humillación. Vivimos tiempos humillados. No solo se humilla uno si mete la mano en una escupidera para coger una moneda con la que pagarse una copa. Mi admiración por John Wayne viene de haberme agarrado a una de sus piernas cuando era un niño. John Wayne consiguió salir a flote a su manera, pero tampoco le faltaron momentos de entrar por la puerta de atrás. En cierta ocasión alguien con poder e influencias, un platero que tenía negocio, le ofreció su ayuda y le dijo que fuese a verlo a su casa. Cuando por fin se decidió a aceptar el favor y se presentó en la tienda, John Wayne advirtió cómo el otro escurría el bulto dándole recado de que se hallaba de viaje. Las películas del oeste llenaron mi infancia de valentía, de coraje, de independencia. Mi padre era como uno de aquellos vaqueros, y cuando veía a mi padre con sus hermanos veía a los héroes que pasaban a mi imaginación desde la pantalla del televisor. A su vuelta, todavía no la definitiva, de Suiza, mi padre nos trajo a mí y a mi hermano unas hermosas pistolas de chispazos, que no tardamos en colgarnos a la cintura. El cielo enrojecía sobre nuestras cabezas y en el horizonte sobresalía la peña que tenía cara de indio. Pero a mí quien me hacía gracia era Dean Martin. Me levanto cansado por las mañanas, porque, a pesar del orfidal que me tomo por las noches con una cerveza, sigo despertando de madrugada. Me siento a escribir por las tardes y entonces estoy literalmente hecho polvo. Escribo mientras mis hijos ven los dibujos animados, escribo mientras reparto con mi mujer los turnos de recogida de los niños, a ella le toca a las cinco y a mí a las seis, así que diez minutos antes me levanto del sillón y dejo a Dean Martin haciéndome mucha gracia, pero sin contar en concreto dónde reside su encanto. No lo he escrito yo. Ya lo han dicho de él. Dean Martin era un tipo muy dulce, un encanto de persona y todo le resbalaba o mejor dicho, él iba resbalando sobre el mundo, siempre sonriente. Robert Mitchum y Dean Martin se parecían, muy graciosos los dos, aunque no se pudiese decir que Mitchum fuese dulce en absoluto (Big Time: La gran vida de Perico Vidal, de Marcos Ordoñez; Libros del Asteroide, 2014). A veces me parece mentira, pero esas son las cosas que se saben y son las cosas de mis tíos. Dean Martin estuvo una buena temporada como lechero y en el pueblo muchos pensaban que el lechero era mi padre por el asombroso parecido entre ellos. Era un hombretón guasón y zalamero al que le gustaba engatusar, así que el parecido con John Wayne se refería solo al aspecto físico, porque mi padre era demasiado formal y mucho más serio. La simpatía de mi tío era arrolladora y era evidente el éxito que tenía con las mujeres. De vez en cuando alguien se acercaba a mi padre o a alguno de sus hermanos y les hablaba del viejo. Me gustaría saber bien qué es lo les contaban, me gustaría saber más cosas del viejo de las que sé. Atendí, eso sí, a su agonía, fui testigo invisible de sus últimos días. Ayer fue mi hermano el que llevó a mis padres. Robert Mitchum ya ha vuelto a su casa con el alta médica, mi hermano me mandó un guasap, en el que me decía que nuestro tío quería morirse, pero añadía que una cosa es lo que se quiere y otra es lo que se puede. Es mi hermano pequeño, el mediano murió hace diecisiete años. Mi padre volvió de Suiza para asistir a la agonía del viejo. Yo lo acompañaba a diario al hospital, que era un antiguo edificio noble, y me quedaba en la puerta esperando. Mi madre me ha recordado recientemente que mi hermano mediano también nos acompañaba, pero en mi recuerdo no está, voy solo con mi padre. Por allí pasaban todos mis tíos y todos los primos de mis tíos, que me saludaban y que me hacían la espera más entretenida. Cuando me quedaba solo sentía el gusto de tocar la piedra del banco donde me sentaba y, sin saberlo todavía, experimentaba la extrañeza de aquel edificio tan solemne, testigo de nuestras vidas. Mi hermano mediano, según mi recuerdo, se quedaba con mi madre en la casa de vecinos a la que nos habíamos mudado en el pueblo desde el campo, mi hermano pequeño aún no había nacido. Un día me permitieron subir a ver a mi abuelo por una puerta trasera y pasé por un patio que no esperaba, un patio que me pareció muy hermoso, en el que me crucé con varias monjas enfermeras. Me pareció que en los días que llevaba sin verlo mi abuelo había encogido, supongo que me dijo algunas palabras cariñosas y me regaló una pluma estilográfica. Un viejo moribundo en una cama, atendido por monjas, y rodeado de hijos y sobrinos, no todos, sino aquellos que él permitía que fuesen a verlo. A la vuelta a la casa de vecinos donde nos esperaba mi madre (no tiene sentido que mi madre se quedase sola en casa, sino era al cuidado del pequeño), mi hermano y yo jugábamos a tirotearnos con las pistolas de chispazos. Después de la muerte de mi abuelo mi padre tuvo que regresar a Suiza unos meses y en ese intermedio mi madre me mandó con mis otros abuelos a Málaga. En Río Bravo el viejo está interpretado por Walter Brennan. Siendo muy joven uno de sus hermanos le dio a mi abuelo una pedrada en la boca y le echó abajo la mayoría de los dientes, lo que junto a su delgadez y las huellas de la penuria campesina en su rostro, hicieron que mi abuelo siempre pareciese mayor de lo que era. Si lo hubiesen llamado para el cine quizás le hubiese tocado interpretar a otros viejos siendo todavía joven. Mi abuelo paterno tuvo sus estados de gracia antes de enviudar, anécdotas que fui conociendo y que contribuyeron a mi admiración por él. Tras su muerte me fui a vivir a la ciudad con los maternos. El abuelo se llamaba Pepe, así que eran tocayos, la abuela Dolores. La abuela fue al pueblo a recogerme. Yo era un crío que estaba a punto de cumplir seis años. Nos montamos en el autocar, que la abuela llamaba con mucha propiedad coche de línea, y en las primeras curvas comencé a vomitar y no paré hasta que llegamos a la estación de Málaga. Cuando pusimos el pie en el suelo la abuela me cogió de la mano y me llevó hasta su casa. El abuelo era portero en una finca o edificio que se acababa de construir y la abuela se encargaba de las labores de limpieza de las escaleras y el portal. Yo había pasado de vivir en el campo en total libertad, aupado por John Wayne a su yegua, que nos hacía trotar entre colinas, a vivir en el pueblo en una casa de vecinos, en la que la noche llegaba cuando mi madre ponía una manta en la ventana para no dejar pasar la luz, y de ahí a la ciudad, a un edificio de seis plantas que hacía esquina en la calle Mármoles con un callejoncillo que llevaba al barrio de la Trinidad. En una de las mangas mi abuelo Pepe llevaba un trozo de tela negra en señal de respeto y luto por la muerte de su consuegro. Finalmente mi padre regresó de Suiza para no volverse y nos reunimos todos en la portería de aquel edificio. La pantera rosa ataca de nuevo. Palacio del cine. Robert Mitchum llega a Málaga con su esposa Roberta. Se bajan del avión por las escalerillas y reciben el impacto del sol en sus rostros, que cubren con unas estupendas gafas de sol. Robert Mitchum ha flirteado con todas las azafatas y se ha levantado para acercarse a la cabina con una proposición de lo más deshonesta que no se le ha tenido en cuenta. Robert Mitchum trae una serie de paquetes envueltos por él mismo en papel de estraza, en los que vienen tabletas de chocolate para toda la familia, trae además unas pequeñas vacas suizas talladas en madera, y en un rumboso gesto de derroche propone invitarnos al cine. Mis padres, mis hermanos (el pequeño ha nacido) y yo ya no vivimos con mis abuelos, nos hemos trasladado al piso que mis padres han comprado en las afueras, donde una ciudad nueva empieza multiplicada en el ladrillo visto, que acoge a la avalancha de campesinos pobres, hijos de campesinos pobres, que ahora quieren ser albañiles y mecánicos. Robert Mitchum compra las entradas y nos mete a todos en el cine, entramos como corderitos obedientes y él se queda fuera, nos dice que a él el cine no lo entretiene, que mientras vemos la película se va a tomar un vaso de vino. Pero a estas alturas yo más bien lo veo ante la chica que baila en un club con una serpiente al cuello, en una vida y una filmografía que son apócrifas. Hay un par de secuencias memorables del viejo, de antología, en las que estuvo maravilloso, momentos que lo pillaron en estado de gracia, aunque no le acabaran valiendo ningún premio cinematográfico. En la primera se cruza a diario con un hombre que va a caballo, el viejo lo saluda y el tipo pasa sin inmutarse. Así un día tras otro, hasta que al viejo se le calientan las pelotas. Ese día el viejo sujeta al caballo de las bridas y se dirige al jinete. Buenos días, Fulanito, le dice. Cuando yo te diga buenos días, tú debes contestar buenos días. Si es por la tarde, me dirás buenas tardes y si por la noche, buenas noches. ¿Te has enterado? Desde entonces, cada vez que se cruzaban se oía al jinete, desde lejos, antes de llegar a su altura, buenos días, Pepe y el viejo contestaba, buenos días, Fulanito. El otro momento magistral se refiere a la lucha contra una plaga de zorros, en la que desde un bando del ayuntamiento se ofrecía una recompensa por cada animal capturado. Cuando el viejo se presentó en las oficinas municipales con un saco en la mano para cobrar lo estipulado le dijeron que la oferta ya no estaba en vigor, así que ni corto ni perezoso abrió el saco y dejó escapar vivo al animal, causando el pánico entre las visitas que ese día, de fiesta conmemorativa, tenía el alcalde en sus dependencias. Y luego estaban esos rumores, esas maledicencias de la propia familia que decían que el viejo iba de bar en bar llevándose los azucarillos y las cucharillas del café. Viene a decir uno de los principios más famosos de una novela, el de Ana Karenina, que todas las familias felices se parecen entre sí, pero que las desgraciadas lo son cada una a su manera. Esta frase, que es uno de los destellos más luminosos sobre el conocimiento y la compasión que a todos los hombres y mujeres se les deben, es a día de hoy también un tópico que repiten las gentes leídas, aquellos que pretenden salpicar su conversación con citas de interés. Hay familias felices y hay familias desgraciadas, las hay felizmente desdichadas y las hay desgraciadamente felices. Me siento afortunado, ya no me agarro a las piernas de John Wayne, pero muchas noches me duermo pensando en la seguridad que me daba ese abrazo y cuando mis hijos lo han hecho me he preguntado de quién será la pierna a la que se agarran en mi pierna. Todos podemos tener momentos como Dean Martin a punto de arrastrase para meter la mano en una escupidera. Lo que yo deseo es que todos tengamos la suerte de que aparezcan en el plano las piernas de John Wayne y le den un puntapié a la escupidera. Mi tío Diego ha vuelto del hospital a su casa, a mi tío Diego el cine no lo entretiene, le pasa lo que a Robert Mitchum, que hizo más de ciento veinte películas, pero como no le pagaban por verlas, apenas si las miraba. En realidad la mujer de Robert Mitchum no se llamaba Roberta, sino Dorothy. Se conocieron en el colegio cuando ella era una cría y formaron, contra todo pronóstico, una de las parejas más sólidas de Hollywood, llegando a estar casados durante 57 años, a pesar de las infidelidades y adicciones al alcohol y la marihuana de él. Robert Mitchum tiene una jeta impresionante; mi familia no me entiende, dice, los más allegados no saben quién soy ni dónde estoy. Es de esos actores que hacen uso de su propia personalidad para interpretar al personaje de turno, por eso lo ha hecho tan bien en este relato, aunque su papel quede entre los apócrifos. Ahí lo tenemos de nuevo, en la casa del pueblo, sentado delante del calendario que muestra en su estampa a una chica vestida de mecánico automovilístico con las tetas al aire. Y tras él Roberta, en una silla de ruedas, viendo cómo la muerte le sigue dando bocados a su marido, plato que le está resultando indigesto. Me quedan algunas cosas, que por el momento van a mantenerse a resguardo, protegidas por la banda sonora de Río Bravo y su tema principal titulado Degüello, que consiste en el toque de trompeta que ordena a las tropas dar muerte al enemigo sin hacer prisioneros. Es lo que suena en la película Río Bravo cuando John Wayne, Dean Martin, Walter Brennan y Ricky Nelson están cercados por una banda de pistoleros que quieren liberar a su cabecilla.
Antonio Báez visto por Curro Romero
Antonio Báez (Antequera, 1964) ha participado en diversas antologías de microcuento y relato breve y ha publicado los libros La memoria del gintonic, Griego para perros y su título más reciente es La magia de los días, publicado por la editorial Talentura.
La imagen que ilustra el texto es de Melanie Willhide, su trabajo puede conocerse en su página web: http://melaniewillhide.com/
exactamente un individuo,
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